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—Tú ganas —dijo Valentine, jadeante.

Voriax se apartó y se echó al lado de su hermano mientras la risa dominaba a ambos.

—¡La próxima vez te destrozaré!

¡Que alegría, pese a la derrota, haber recuperado el cariño de Voriax!

De pronto Valentine oyó ruido de aplausos no muy lejanos. Se incorporó, observó el bosque iluminado por la luz del crepúsculo y vio la silueta de una mujer, de facciones enjutas y con un cabello negro extraordinariamente largo, de pie junto a los primeros árboles. Tenía ojos brillantes y maliciosos, labios carnosos y vestimenta de extraño estilo: simples tiras de cuero curtido toscamente entrelazadas. A Valentine le pareció una mujer muy vieja, puesto que debía tener treinta años.

—Os he observado —dijo ella mientras se acercaba sin reflejar temor alguno—. Al principio pensé que era una pelea auténtica, pero luego vi que lo hacías por diversión.

—En principio era una pelea auténtica —dijo Voriax—.Pero también por diversión, siempre es así. Soy Voriax de Halanx, y éste es Valentine, mi hermano.

La mujer los miró alternativamente.

—Sí, claro, hermanos. Cualquiera puede verlo. Me llamo Tanunda, y soy de Ghiseldorn. ¿Queréis que os diga la buenaventura?

—¿Eres una bruja? —preguntó Valentine. Apareció regocijo en los ojos de la mujer.

—Sí, sí, por supuesto, una bruja. ¿Qué otra cosa puedo ser?

—¡Bien, pues adivina nuestro futuro! —gritó Valentine.

—Espera —dijo Voriax—. No me gusta la magia.

—Eres demasiado serio —dijo Valentine—. ¿Qué es lo que temes? Vamos a visitar Ghiseldorn, la ciudad de los magos. ¿No es lógico que nos lean el futuro? ¿De qué tienes miedo? ¡Es un juego, Voriax, un simple juego! —Se acercó a la bruja y le dijo—: ¿Quieres cenar con nosotros?

—Valentine…

Valentine miró descaradamente a su hermano y se echó a reír.

—¡Yo te protegeré del diablo, Voriax! ¡No tengas miedo! —Y en voz más baja agregó—: Hemos viajado solos mucho tiempo, hermano. Ansío tener compañía.

—Eso veo —murmuró Voriax.

Pero la bruja era atractiva y Valentine mostró gran insistencia, y Voriax no tardó en calmar su intranquilidad por la presencia de la mujer. Voriax trinchó carne para ella mientras Tanunda se adentraba en el bosque. Regresó enseguida con frutas de los pinglos y enseñó a los hermanos a freírlas para derramar el jugo en la carne y dar a ésta un sabor agradablemente vago y ahumado. Al cabo de un rato Valentine notó que la cabeza le daba vueltas; era improbable que unos cuantos sorbos de vino fueran los responsables, y por lo tanto había que atribuirlo al jugo de los pinglos. Pasó por su mente la idea de un posible acto traicionero, pero rechazó tal idea, porque el mareo que iba dominándole era afable e incluso excitante, no ofrecía peligro alguno. Miró a Voriax, preguntándose si el carácter más receloso del otro hombre llegaría a oscurecer el festín, pero si en algo le había afectado el jugo era para hacerle más simpático: se reía en voz alta de cualquier cosa, se inclinaba y se daba palmadas en los muslos, se acercaba a la bruja y le gritaba estridentes palabras. Valentine se sirvió más carne. Estaba anocheciendo, una repentina negrura iba aposentándose en el campamento y las estrellas aparecían bruscamente en un cielo iluminado tan sólo por una pequeña astilla de luna. Valentine creyó oír lejanos cantos y discordantes gritos, pero Ghiseldorn debía estar a tanta distancia que era imposible que los sonidos atravesaran el denso bosque: una fantasía, decidió, provocada por las embriagadoras frutas.

El fuego fue apagándose. El ambiente se enfrió. Se apretaron unos a otros, Valentine, Voriax y Tanunda, cuerpo contra cuerpo en lo que al principio fue una postura inocente y luego no tan inocente. Mientras estaban entrelazados, Valentine miró a su hermano, y Voriax le guiñó un ojo, como diciéndole, Esta noche somos hombres unidos, y unidos disfrutaremos, hermano. De vez en cuando, con Elidath o Stasilaine, Valentine había compartido una mujer, tres personas revolviéndose felizmente en una cama hecha para dos, pero nunca con Voriax, tan consciente de su dignidad, de su superioridad, de su elevada posición. De tal modo que el juego proporcionó especial placer a Valentine. La bruja de Ghilseldorn se había quitado las prendas de cuero y, a la luz de la hoguera, exhibía un cuerpo delgado y flexible. Valentine temió que aquella carne fuera repelente, puesto que pertenecía a una mujer de más edad que él, incluso más vieja que Voriax, pero pronto comprendió que era una idea absurda dictada por su inexperiencia, y Tanunda acabó pareciéndole hermosa. Quiso tocarla y encontró la mano de Voriax en el costado de la mujer. Dio una juguetona palmada a su hermano, como si fuera un molesto insecto, y ambos se echaron a reír. Las graves risas de los hermanos se mezclaron con la argentina risita de Tanunda, y los tres rodaron por la fresca hierba.

Valentine no había conocido una noche tan alocada. La droga especial que contenía el jugo de pinglo le afectó liberándole de toda inhibición y espoleando su energía, y a Voriax debió ocurrirle otro tanto. La noche fue una serie de imágenes fragmentarias, sucesiones de hechos inconexos. Valentine se encontró repantigado con la cabeza de Tanunda en su regazo, acariciando la reluciente frente mientras Voriax abrazaba a la mujer y él escuchaba los mezclados gemidos con extraño placer. Luego estrechó él a la bruja, y Voriax se quedó muy cerca, aunque no se sabía dónde. Después Tanunda quedó apretada entre los dos varones en una vertiginosa presa. En algún momento de la noche fueron al arroyo, se bañaron, chapotearon y rieron, corrieron desnudos y temblando hasta el agonizante fuego, e hicieron el amor de nuevo: Valentine y Tanunda, Voriax y Tanunda, Valentine, Tanunda y Voriax, carne pidiendo carne hasta que las primeras franjas grisáceas de la mañana quebraron la negrura.

Los tres estaban despiertos cuando el sol irrumpió en el cielo. Grandes fajas de la noche habían desaparecido de la memoria de Valentine, y pensó que tal vez había dormitado algunos ratos sin darse cuenta, porque su mente tenía una extraordinaria claridad, y estaba con los ojos muy abiertos, como en pleno día. Igual que Voriax, igual que la sonriente y desnuda bruja que estaba tumbada entre ambos.

—Ahora —dijo ella—¡os adivinaré el futuro! Voriax emitió un sonido de intranquilidad, un carraspeo, pero Valentine se apresuró a intervenir.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Profetiza!

—Coged semillas de pinglo —dijo Tanunda.

Había semillas esparcidas por todas partes, simientes de brillante color negro con salpicaduras de rojo. Valentine cogió un buen puñado, e incluso Voriax recogió algunas. Las entregaron a la bruja, que ya tenía las manos llenas, y Tanunda las agitó con las manos cerradas y las tiró al suelo como si fueran dados. Hizo cinco tiradas, recogió las semillas y repitió el proceso. Después ahuecó las manos para que algunas cayeran formando un círculo y echó las semillas restantes dentro de esa superficie. Las observó largo rato, acuclillada y con la cabeza pegada al suelo para estudiarlas. Finalmente alzó los ojos. Aquella licenciosa picardía había desaparecido de su semblante. Estaba raramente alterada, muy solemne y varios años envejecida.

—Sois hombres de alta cuna —dijo—. Pero eso ya se veía en vuestro porte. Las semillas me dicen muchas cosas más. Veo que grandes peligros os aguardan, a los dos.

Voriax apartó la mirada, con el ceño fruncido, y escupió.

—Eres escéptico, sí —dijo Tanunda—. Pero ambos correréis riesgos. Tú… —señaló a Voriax— debes tener cuidado con los bosques, y tú… —una mirada a Valentine— debes vigilar el agua, los océanos. —La bruja arrugó la frente—. Y muchas cosas más, creo, porque tu destino es misterioso y soy incapaz de interpretarlo con claridad. Tu linaje se interrumpe… no por la muerte, sino por algo más extraño, una gran transformación… —Sacudió la cabeza—. Esto me sorprende. No puedo ayudarte más.