Se abre una puerta, que se desliza hasta detenerse, y entra en la sala un hombre rubio, alto y fornido, vestido con una sencilla túnica blanca. Hissune abre la boca de asombro.
—Mi señor…
—Por favor, por favor. Podemos arreglarnos sin tantas reverencias, Hissune. ¿Eres Hissune, verdad?
—Lo soy, mi señor. Con algunos años más.
—Fue hace ocho años, ¿verdad? Sí, ocho años. Me llegabas aquí. Y ahora eres un hombre… Bien, supongo que es una tontería asombrarse, pero esperaba encontrar un niño. ¿Tienes dieciocho años?
—Sí, mi señor.
—¿Qué edad tenías cuando empezaste a fisgar en el Registro de Almas?
—Se ha enterado de eso, mi señor, —cuchichea Hissune, la cara de color escarlata, los ojos fijos en sus pies.
—Catorce años, ¿no es eso? Creo que es la edad que me dijeron. Ordené que te vigilaran, ¿sabes? Hace tres o cuatro años me informaron de que habías conseguido entrar en el Registro valiéndote de engaños. Catorce años y fingiste ser un erudito. Imagino que habrás visto muchas cosas desconocidas para muchachos de catorce años.
Las mejillas de Hissune ardían. En su mente gira un pensamiento: Hace una hora, mi señor, le vi a usted y a su hermano copulando con una bruja de Ghiseldorn que tenía el pelo muy largo. Hissune prefiere que le trague la tierra antes que decir eso en voz alta. De todos modos está convencido de que lord Valentine ya lo sabe, y esa certeza le abruma. No puede levantar los ojos. Ese hombre rubio no es el Valentine del Registro de Almas. En aquella época era un hombre moreno, expulsado de su cuerpo por arte de magia del modo que todo el mundo sabe. Ahora la Corona exhibe otro cuerpo. Pero la persona que lo ocupa es la misma, e Hissune la ha espiado y no hay forma de ocultar la verdad.
Hissune guarda silencio.
—Tal vez deba retirar eso —dice lord Valentine—. Siempre fuiste un niño precoz. Seguramente el Registro no te ha mostrado muchas cosas que no hayas visto con tus propios ojos.
—He visto Ni-moya, mi señor —dice Hissune en voz ronca, apenas audible—. He visto Suvrael, las ciudades del Monte del Castillo, las junglas próximas a Narabal…
—Lugares, sí. Geografía. Es útil saber esas cosas. Pero en cuanto a geografía del alma… has aprendido eso a tu manera, ¿eh? Mírame. No estoy enojado contigo.
—¿No?
—Si has tenido libre acceso al Registro ha sido gracias a mis órdenes en ese sentido. No pretendía que te quedaras boquiabierto mirando Ni-moya, ni tampoco que espiaras a gente haciendo el amor, no en particular. Pero sí que te hicieras una idea del Majipur real, que conocieras una millonésima parte de este mundo nuestro. Ésa ha sido tu educación, Hissune. ¿Estoy en lo cierto?
—Así lo consideré yo, mi señor. Sí. Había tantas cosas que deseaba saber…
—¿Lo has conseguido?
—No, ni mucho menos. Ni una millonésima parte.
—Qué pena. Porque no volverás a tener acceso al Registro.
—¿Mi señor? ¿Va a castigarme?
Lord Valentine sonríe de un modo extraño.
—¿Castigarte? No, ésa no es la palabra apropiada. Pero vas a salir del Laberinto, y lo más probable es que no regreses durante mucho tiempo, ni siquiera cuando yo sea Pontífice, y ojalá ese día no llegue pronto. Te he nombrado miembro de mi personal, Hissune. Tu período de instrucción ha terminado. Quiero que empieces a trabajar. Ya estás bastante crecido, creo. ¿Aún tienes familia aquí?
—Mi madre, dos hermanas…
—Tendrán lo necesario. No les faltará nada. Despídete de ellas y haz el equipaje. ¿Podrás venir conmigo dentro de tres días?
—Tres… días…
—Iremos a Alaisor. Debo hacer la gran procesión otra vez. Y luego a la Isla. En esta ocasión no iremos a Zimroel. Regresaremos al Monte dentro de siete u ocho meses, confío. Tendrás aposentos en el Castillo. Recibirás instrucción formal… eso no te desagradará, ¿verdad? Vestirás ropas más elegantes. Ya imaginabas todo esto, ¿no? ¿Sabías que te designé para grandes cosas, cuando sólo eras un andrajoso niño que desplumabas a los turistas? —La Corona se ríe—. Es tarde. Te llamaré otra vez por la mañana. Tenemos mucho que discutir.
Lord Valentine extiende las puntas de los dedos hacia Hissune, un gesto cortesano sin más importancia. Hissune inclina la cabeza, y cuando osa levantar los ojos, lord Valentine ha desaparecido. Vaya. Vaya. Ha ocurrido a pesar de todo, su sueño, su fantasía. Hissune no consiente que ningún tipo de expresión altere su rostro. Rígido, sombrío, se vuelve hacia la escolta verde y oro, y recorre los pasillos con esos hombres. Finalmente llegan a los niveles públicos del Laberinto, donde Hissune queda solo. Pero no puede ir ahora a su habitación. Su mente está desbocada, febrilenta, loca de asombro. De las profundidades de su cerebro brotan las personas muertas hace tantos años que él ha llegado a conocer tan bien: Nismile y Sinnabor Lavon, Thesme, Dekkeret, Calintane, el infeliz y angustiado Haligome, Eremoil, Inyanna Forlana, Vismaan, Sarise. Forman parte de él, están incrustados en su alma para siempre. Hissune cree haber devorado el planeta entero. ¿Qué será de él ahora? ¿Ayudante de la Corona? ¿Una deslumbrante vida en el Monte del Castillo? ¿Vacaciones en Morpin Alta y Stee, y los grandes del reino como compañeros? ¡Caramba, hasta es posible que un día sea Corona! ¡Lord Hissune! Se ríe de su monstruosa pretensión. Y sin embargo… y sin embargo… ¿por qué no? ¿Esperaba ser Corona Calintane? ¿Y Dekkeret? ¿Y Valentine? Pero no debo pensar en estas cosas, se reconviene Hissune. Hay que trabajar, aprender, vivir paso a paso, y el destino irá tomando forma.
Hissune se da cuenta de que se ha perdido… él, que a los diez años era el guía más experto del Laberinto. Ofuscado, ha errado de nivel en nivel, ha pasado media noche, y no tiene la menor idea de dónde se halla. Después comprende que está en el nivel superior del Laberinto, en el lado del desierto, cerca de la Boca de las Hojas. Dentro de un cuarto de hora puede estar fuera del Laberinto. Salir no es algo que Hissune añore normalmente. Pero esta noche es especial, y no opone resistencia a sus pies, que le llevan hacia la puerta de la ciudad subterránea. Llega a la Boca de las Hojas y contempla durante largo rato las oxidadas espadas de cierta antigua época que fueron dispuestas de través para delimitar la frontera. Después pasa al otro lado y sale al caluroso y seco desierto. Igual que Dekkeret cuando vagó por aquel otro desierto mucho más terrible, Hissune se adentra en la vacuidad, hasta que se halla a buena distancia de la bulliciosa colmena que es el Laberinto, y se detiene bajo las serenas y brillantes estrellas. ¡Cuántas estrellas! Y una es Vieja Tierra, de la que surgieron hace milenios los millones y millones de seres humanos. Hissune contempla el cielo como si estuviera hipnotizado. En su interior fluye la abrumadora sensación de la larga historia del cosmos, corre por su organismo como un río irresistible. El Registro de Almas contiene grabaciones suficientes para mantenerle atareado media eternidad, piensa Hissune, y sin embargo sólo es una minúscula fracción de lo que ha existido en los planetas de todas las estrellas. Hissune desea coger todo eso, quiere que forme parte de él como las otras vidas que ha experimentado, y eso es imposible, claro está. La simple idea le produce vértigo. Pero ahora tiene que olvidarse de esas cosas, debe renunciar a las tentaciones del Registro. Hissune permanece inmóvil hasta que cesan los remolinos en su mente. Voy a estar sereno, piensa. Recobraré el control de mis sentimientos. Se concede una última mirada a las estrellas, y busca entre ellas, en vano, el sol de Vieja Tierra. Se encoge de hombros, da media vuelta y camina lentamente hacia la Boca de las Hojas. Lord Valentine volverá a llamarle por la mañana. Es importante dormir un poco. Una nueva vida está a punto de empezar. Viviré en el Monte del Castillo, piensa, seré ayudante de la Corona y… ¿quién sabe qué me ocurrirá después? Pero sea lo que sea, estará bien, como lo estuvo para Dekkeret, Thesme, Sinnabor Lavon, incluso Haligome, para todas las personas cuyas almas forman parte de mi alma en estos momentos.