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Babazoti, líame también a mí un cigarrillo —le pedía yo con voz suplicante y él, sin decir palabra, liaba un cigarrillo fino, lo encendía y me lo daba. Me sentaba junto a él y aspiraba el humo con enorme placer, sin hacer caso de los gestos amenazadores que me hacían mis tías desde la penumbra.

Imaginaba que no existía felicidad mayor en el mundo que, tras haber comido mucho, mucho, fumar y escuchar a los gitanos mientras tocaban el violín, entornando los ojos como el abuelo.

Cuando crezca, pensaba, compraré una pipa grande y negra que eche humo como una chimenea, me dejaré la barba como el abuelo y me pasaré el día leyendo libros enormes, tumbado en la otomana.

Babazoti —le decía con voz extasiada, como si estuviera soñando— ¿me enseñarás también a mí el turco?

—Te lo enseñaré —me respondía—. En cuanto crezcas un poco más, te lo enseñaré.

Su voz era gruesa y acariciadora y yo, recostado en su otomana, soñaba con la magia del tabaco y me esforzaba en calcular cuánto me sería dado fumar y cuántos libros me haría falta leer antes de que, después de muchos años, me llegara el momento de la muerte.

Los gruesos librotes estaban allí, en el baúl, apilados, una multitud interminable de signos arábigos que esperaban para llevarme consigo y conducirme a los secretos y a los misterios, pues el camino hacia los secretos sólo lo conocían las letras arábigas, como las hormigas conocen los agujeros y las grietas de la tierra.

Babazoti, ¿y las hormigas? ¿Puedes leerlas?

Reía plácidamente durante un rato y me acariciaba el cabello claro.

—No, hijo, las hormigas no se leen.

—Y ¿por qué? Cuando se amontonan son igual que las letras turcas.

—Eso parece, pero no es así.

—Pero yo las he visto —protestaba por última vez.

Chupaba entonces el cigarrillo y trataba de imaginar qué sentido tendrían las hormigas si pudieran leerse igual que los libros.

Todo esto me venía a la mente de modo completamente caótico, mientras dejaba atrás la casa del viejo artillero Avdo Babaramo, la única casa que se alzaba en las inmediaciones de la fortaleza, y descendía cuesta abajo entre pedregales por el estrecho camino que había vuelto a salirse de su curso. Retazos de recuerdos, medias frases y palabras, fragmentos de acontecimientos banales se interceptaban unos a otros, se empujaban, se daban tirones de la nariz o de la oreja con una vivacidad que crecía junto con la velocidad de mis pasos.

Allí estaba la casa de Susana. En cuanto supiera que había llegado saldría al camino y merodearía en torno a la casa del babazoti hasta encontrarse conmigo. En su correteo había algo de mariposa y de cigüeña a un tiempo. Era mayor que yo, delgada, de cabellos largos, que siempre se peinaba de modo distinto, y todos decían que era bonita. No había en el barrio ninguna otra muchacha o muchacho además de ella. Por eso Susana esperaba siempre con impaciencia mi llegada. Decía que se aburría mucho con los mayores. Se aburría en casa bordando, se aburría en la fuente y se aburría comiendo. A mediodía, por la tarde e incluso por la mañana. En una palabra, se aburría extraordinariamente. Esta palabra le encantaba y la pronunciaba con un cuidado especial, como si temiera dañarla sin querer con los dientes o la lengua.

Le contaba a Susana toda clase de cosas de las que sucedían en nuestro barrio. Ella lo escuchaba todo alzando las cejas, con toda la concentración de que era capaz. La última vez, cuando le había contado lo de la barba que le había salido a la hija de Checho Kaili, se le salieron los ojos de las órbitas; se mordió el labio dos o tres veces, estuvo a punto de decirme algo, pero se arrepintió; otra vez estuvo a punto de hablar y de nuevo cambió de idea. Después, con el semblante lívido, acercó sus labios a mi oído y me preguntó:

—¿Sabes palabras feas?

—¡Tonta del demonio! —le dije.

—Tonto, serás tú —me respondió casi a gritos y se marchó corriendo. Al correr, volvió la cabeza otra vez y desde lejos gritó:

—¡Tonto!

Por la mañana vino corriendo al patio, puso su brazo delgado y largo en mi hombro y me dijo en voz baja al oído:

—Perdona por haberte insultado ayer. Yo quería contarte un secreto, pero olvidé que eres un chico.

—No necesito tus secretos —le dije—. Tengo la casa llena.

—Ella contuvo la risa a duras penas y volvió a marcharse corriendo, contenta de que poco más o menos nos hubiésemos reconciliado.

Esta vez llegaba a casa del babazoti cargado de noticias terribles y me sentía como una especie de héroe que acaba de atravesar el reino de la magia. Me deleitaba pensando en la sorpresa que les iba a dar a todos con mis relatos, ignorando que en la vieja casa del abuelo me esperaba una sorpresa inquietante: Margarita.

Nada más atravesar el umbral del gran portón del patio, alcé la cabeza sin querer y la vi por primera vez en una de las ventanas de la segunda planta. Nunca había visto una cabeza femenina tan hermosa en casa del abuelo, a la que no podía imaginar más que repleta de tías, letras árabes y comida.

Estaba sentada junto a los tiestos de flores, del todo ajena, ajena hasta el prodigio; ajena y sorprendente como la rosa que se abre de pronto una mañana, sin saber cómo, en una rama llena de espinas.

—¿Quién es ésa? —pregunté a la abuela un poco turbado.

—La inquilina. Hace una semana que le hemos alquilado la habitación de la esquina.

Margarita sonrió entre los tiestos y preguntó:

—¿Es su nieto?

—Sí.

Sentí que me ardían las orejas y salí del patio a la carrera. Estaba parado en la puerta exterior cuando oí un rumor de alas. Susana, pensé.

—¿Ya has venido?

Llevaba un vestido claro que la hacía parecer aún más delgada y ligera. Tenía el cabello peinado de un modo nuevo.

—Eh —dijo—. Cuéntame.

Todo el ansia de contar que había sentido se desvaneció de pronto.

—¿Qué quieres que te cuente? No hay nada que contar.

—¿No hay nada que contar? —exclamó ella con asombro, como si hubiera escuchado la cosa más increíble del mundo.

—Algo de brujería —dije.

—¿Brujería? ¿Cómo? Cuéntamelo.

—Unos cuantos hechizos.

—¿No quieres hablar?

Guardé silencio.

—¿Por qué no quieres hablar? Cuéntame lo de la brujería o lo de los italianos.

Callé.

—Eres tonto de verdad. Extraordinariamente.

—Así es, extraordinariamente.

De pronto saqué del bolsillo la lente redonda y me la puse en el ojo, apretándola entre el pómulo y la ceja. Para conseguir sujetarla debía torcer la cara y mantener el cuello tenso como un palo. A Susana le disgustaba mucho eso.

—¡Qué horrible! —dijo.

—Me da la gana.

—¿Por qué te pones tan feo?

—Porque quiero.

Comencé a moverme lentamente con el cuello rígido y la cara torcida, apretando todos los músculos para que no se me cayera el cristal. Ella me miraba con desprecio. Pero olvidé en seguida mi inexplicable enfado contra ella y, con deseos de exhibirme, entré con la lente en el ojo en el cobertizo de los gitanos, entre los gritos de sorpresa, de admiración y de temor que mi mascarada ocasionaba habitualmente entre ellos. Al salir sentí que se me entumecía la cara y que era incapaz de continuar sosteniendo el cristal; así que me lo quité y lo guardé en el bolsillo.

Susana, al ver que me quitaba la lente, se me acercó de nuevo y me dijo en tono conciliador.

—¿Por qué vienes siempre enfurecido de ese barrio tuyo?