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El lenguaje cotidiano, equilibrado y seguro hasta entonces, estaba de pronto convulsionado por la acción de un terremoto. Todo se derrumbaba, se quebraba, se fragmentaba.

Había penetrado en el reino de las palabras. Era una tiranía implacable. El mundo se llenó de gente que en lugar de cabeza tenía calabaza; otras cabezas daban vueltas en torno a sus soles; los ojos estallaban como cartuchos; a algunos se les congelaba la sangre como los helados; otros vagaban con la lengua seca y amojamada; otros tenían además manos metálicas (de oro o de plata); aquí y allá aparecía un pedazo de carne con ojos; la misma ciudad era presa de la fiebre (había presenciado cómo temblaban los cristales; incluso había visto su sudor color ceniza); alguien caminaba con las raíces arrancadas; otros, como enajenados, se hacían preguntas sin sentido: «¿Dónde tienes las orejas? ¿Dónde tienes los ojos?»; alguien intentaba comerse al vecino, pero no con los dientes, sino con los ojos; pintores desconocidos pintaban de negro la puerta de alguna casa o el destino de alguna muchacha (¿de dónde salían esos pintores, por qué lo hacían y por qué la gente le concedía tanta importancia al color negro o blanco de que estaba pintado su destino?); y por fin un buen día alguien aparecía traspasado por el amor como por una flecha lanzada por los indios del cine. El mundo se desmigaba ante mis ojos. Sin duda, en ese desmigamiento pensaba doña Pino cuando repetía la palabra «hecatombe».

Era uno de aquellos días en que el poder de las palabras llegaba a su apogeo. Observaba los tejados inclinados, esforzándome por comprender cómo podía traspasarle a uno el amor. ¿Dónde estaba? ¿De dónde salía antes de lanzarse para atravesar los corazones de los hombres? ¿Por qué no les hacía sangrar ni les producía heridas, cosa que con toda facilidad les habría causado el punzón más común? ¿Por qué sin embargo la gente se quejaba tanto de él, sobre todo cuando elegía sus víctimas entre las muchachas?

Unos golpes salvadores sobre la puerta resonaron en toda la casa. Era la llamada familiar de Xexo. El modo en que golpeaba y los intervalos muy cortos entre cada golpe daban a entender que había sucedido algo extraordinario. Con el susto en el rostro, mamá corrió a abrir la puerta, mientras la abuela esperaba en pie en lo alto de la escalera. Poco después descendió también ella. Los pisos superiores de la casa quedaron en silencio. Allá abajo estaba sucediendo algo. La puerta se abrió de nuevo. Entró alguien. Alguien salió. Después volvió a entrar alguien más. Las voces de las mujeres llegaban amortiguadas. Comencé a bajar los peldaños con cautela para no llamar la atención. Allá abajo sucedía algo verdaderamente serio. La puerta volvió a sonar. Las palabras llegaban de abajo mezcladas en un murmullo común. Se fundían como la niebla. Bajé. Mamá notó mi presencia. Estaban en pie, apoyadas en la barandilla, junto a la boca del aljibe, al fondo de la escalera. Además de Xexo, habían venido Nazo y su nuera, doña Pino, la mujer de Bido Sherif y otra vecina más. La turbación de sus ojos, el modo en que se había ladeado el gorro en la cabeza de Xexo, descubriendo un mechón de pelo descolorido, y las marcas de los pellizcos en sus mejillas producidos por la indignación evidenciaban que había ocurrido algo irreparable. Hablaban prácticamente todas a la vez. Desde luego, había sucedido algo monstruoso, pero resultaba absolutamente imposible saber qué. No se trataba de muerte ni de locura. Era aún peor. Xexo permanecía en medio de todas y su resuello áspero, como un fuelle de curtidor, sembraba en torno el terror.

Estuve largo rato escuchando, pero no logré entender nada. Hablaban de cierta casa. Los italianos habían abierto un establecimiento. Dicha casa tenía un nombre sencillo, algo parecido a la biblioteca pública de la ciudad. Y sin embargo a ellas las aterraba. La maldecían. Había oído hablar de casas de caramelo, en las que vivían hermosas jóvenes. Esa casa debía de ser de veneno, pues poseía el poder de envenenar a toda una ciudad.

—Un hombre de cada familia —dijo Xexo con voz alterada—. Eso han dicho. Si no va cada uno por las buenas, lo llevarán a la fuerza. Un varón de cada familia.

Las mujeres se pellizcaron de nuevo las mejillas. Tan sólo la nuera de Nazo permaneció indiferente. En su agitación continua, los ojos turbios de Xexo toparon conmigo.

—Pobre, ¿no pensarás ir tú por casualidad, verdad? —dijo gritando.

—¡No seas tonta! —le dijo la abuela—. Deja en paz al chico.

—Es la hecatombe —dijo doña Pino, sin duda por milésima vez.

—¿Va a entrar en razón alguna vez esa gente o no? —gritó Xexo dirigiéndose a la abuela, como si fuera la representante de la ciudad.

En ese momento, alguien volvió a llamar a la puerta. Era la tía Xemo.

—¿Qué os pasa, queridas, qué os pasa? —dijo nada más entrar en el corredor.

La tía Xemo venía raramente a casa de visita: dos o tres veces al año a lo sumo. Era alta, esbelta y parecía toda huesos. Era famosa en nuestra familia a causa de su manía por la limpieza. La tía Xemo no comía nada que hubiera tocado mano ajena. El pan, los guisos, el café, el té: todo lo hacía con sus propias manos. La cuchara, el plato, la taza, el cacillo del café, los guardaba aparte en su casa. Cuando iba de visita, envolvía el pan en un pañuelo limpio y en otro el cacillo, la taza, la cuchara y el vaso y se los llevaba consigo. Todos conocían la manía de la tía Xemo y nadie se ofendía cuando colocaba en la mesa común su propio y sencillo alimento.

La tía Xemo escuchó en silencio las explicaciones de las mujeres sobre aquel extraño establecimiento.

—¡Maldita sea su estampa! —dijo por fin—; ya dije yo que sucedería. Dije que terminarían abriéndolo, ese… como lo llaman, el comedor colectivo.

Hacía tiempo que a la tía Xemo la inquietaba la creación de comedores colectivos. Para ella no existía una desgracia mayor.

—¿Y por qué os preocupáis? —gritó—. Que se inquiete ésa, que su marido es joven —la tía Xemo señaló a la nuera de Nazo—, pase, ¿pero vosotras? ¡Sois tontas!

La nuera de Nazo comenzó a sonreír y después, ante la sorpresa de todas, se tapó la boca con la mano y rompió a reír. Nazo le dio un codazo en la cadera.

Las mujeres se dispersaron. La abuela y la tía Xemo ascendieron con parsimonia la escalera de madera, hasta la segunda planta.

—¡Qué han de escuchar nuestros oídos, querida Selfixe! —dijo la tía Xemo.

—Ahí tienes, en cuanto te ponen el pie encima, eso es lo que hacen siempre los extranjeros. ¿No lo ves? Las mujeres no se atreven a asomarse a las ventanas porque los italianos sacan espejos del bolsillo y les hacen señas con el sol.

—Desde el día en que llegaron, se vio que eran unos golfos —dijo la tía Xemo—. He visto muchos ejércitos, pero nunca hubiera creído que los soldados pudieran oler a lavanda.

—Si sólo fuera eso, pase, pero lo que están haciendo allí —la abuela dirigió los ojos al campo del aeropuerto— no me gusta nada.

La otra suspiró.

—La guerra se nos viene encima, querida Selfixe.

Entretanto, desde las ventanas, las mujeres continuaban su charla sobre aquella nueva casa que tenía el epíteto extraño de «casa pública». Sobre su tejado caían todos los rayos del cielo; el fuego la abrasaba cientos de veces al día; cientos de veces quedaba reducida a ruinas y, al parecer, otras tantas se alzaba sobre sus propias cenizas, pues las maldiciones no cesaban. Una nueva ofensiva de las viejas comadres volvió a ocupar las calles y callejas. El viento del norte soplaba constantemente. Agitaba los gorros negros de las comadres y les arrancaba una pequeña lágrima que se mecía en la comisura de sus ojos, como un adorno cristalino. Las viejas caminaban sin descanso.