Había llegado una época difícil para los segundos pisos de la ciudad. Durante su construcción, la madera se había encaramado con astucia hasta lo alto, dejando para la piedra los cimientos, los sótanos y los aljibes. Allí, en la penumbra, la piedra debía combatir la humedad y las aguas subterráneas, mientras que la madera embellecía la planta superior, labrada y pulida con esmero. La segunda planta era leve, casi irreal. Era el sueño de la ciudad, su capricho, el vuelo de su fantasía. Y no obstante, a esta fantasía se le pusieron límites. La ciudad parecía haberse arrepentido de conceder plena libertad a las segundas plantas y se había apresurado a enmendar el error. Así es como las había cubierto de tejados pétreos, corroborando una vez más que aquél era el reino de la piedra.
De cualquier modo, a mí me gustaba aquella nueva época de sótanos y bodegas. Colgaban ahora por toda la ciudad carteles de hojalata con la inscripción: «Refugio antiaéreo para 15 personas», o «para 22 personas», o «para 35 personas». Las leyendas «Refugio antiaéreo para 90 personas» eran muy pocas. Me sentía orgulloso de mi casa, que quedó de ese modo transformada en el centro del barrio. Había gran animación. Dejábamos los dos batientes del portón abiertos para que la gente pudiera correr al interior cuando sonara la sirena de alarma. Había quienes llegaban antes de tiempo y permanecían horas enteras en el amplio porche, junto a la primera entrada del sótano. Allí comían, fumaban y charlaban.
La bodega se hundía muy profundamente en el subsuelo. Un grueso muro la separaba del aljibe, una de cuyas partes quedaba debajo de ella. La enorme bodega disponía tan sólo de una tronera estrecha que se abría en los cimientos de la casa. El ambiente estaba allí entonces muy cargado.
Nuestra casa se había convertido en un verdadero mercado y todos los días sucedía algo: uno se rompía la pierna mientras bajaba apresuradamente por la angosta escalera; otro se peleaba por su asiento; un tercero pretendía fumar, aunque no se lo permitían los demás, pues había enfermos. Sobre todo se peleaban por el espacio. Traían consigo mantas, cobertores, incluso almohadones, y continuamente se arrebujaban unos contra otros.
—¿Es posible que haya llegado el día en que tengamos que escondernos bajo tierra? —decía Bido Sherif.
—Vamos a tener que hacer muchas otras cosas por culpa de estos perros italianos —decía Mane Voco.
—Calla, baja la voz, no vaya a haber algún chivato.
—También esos ingleses, en lugar de tirar las bombas sobre los cuarteles de los italianos o sobre el aeropuerto, las lanzan sobre la ciudad…
—¡Ah, ya lo dije yo! Ha sido ese demonio de aeropuerto el que nos ha traído los bombardeos.
—Calla, baja la voz.
—Oye, no me fastidies: me he pasado la vida bajando la voz —decía Bido Sherif.
Además de los vecinos de siempre, venían a la bodega toda clase de personas. Había entre ellos algunos a quienes veía por primera vez, o a quienes nunca había visto tan de cerca. Qani Kekez, bajito, con el rostro encarnado, movía sus ojos turbios a un lado y a otro, como si buscara algún gato. Las mujeres le tenían miedo, sobre todo doña Pino. La señora Majnur, de la acaudalada familia de Kavov, bajaba las escaleras tapándose las narices con los dedos. Dos meses atrás había visto a un aldeano que descargaba la mula a la puerta de su casa. El campesino chorreaba barro (parece que se había caído, junto con la mula, en algún barrizal) y su cara y sus manos parecían de tierra. La señora Majnur, desde la ventana, se quejaba a alguien: «Sólo éste me da un buen beneficio, querida. Te juro que todos los demás Kichos han empezado a engañarme. Voy a acudir a la gendarmería. Mañana mismo iré.» Se me quedó grabado en la memoria aquel aldeano embarrado. No podía mirar a la señora Majnur sin acordarme de él.
Sorprendentemente, Xexo había desaparecido. Sucedía una y otra vez: Xexo se esfumaba de pronto. Nadie se inquietaba por su desaparición, ni nadie se sorprendía cuando aparecía de nuevo.
A veces acudían a nuestra bodega personas insólitas: transeúntes a los que el bombardeo sorprendía en la calle o personas que estaban de visita en alguna casa del barrio. De este modo se presentó una vez, junto con su mujer, el viejo artillero Avdo Babaramo. Se instaló juntó a los viejos que hablaban sin cesar de los acontecimientos del mundo. Eran conversaciones interminables en las que salían a colación toda clase de nombres de Estados, reinos y gobernantes. Con frecuencia hablaban de Albania. Escuchando con curiosidad, me devanaba los sesos tratando de imaginar cómo era en verdad aquella Albania. ¿Sería Albania todo lo que yo veía a mi alrededor: los patios, el pan, las nubes, las palabras, la voz de Xexo, los ojos, el aburrimiento, o tan sólo una parte de todo eso?
—Una vez me preguntó un derviche en Izmit: «¿A quién quieres más, a tu familia o a Albania?» —dijo el artillero Avdo Babaramo—. «A Albania, hombre, maldita sea tu sangre», le dije, «Ni qué decir que a Albania. Una familia se forma fácilmente. Sales una noche del café, encuentras una mujer en la esquina, te la llevas al hotel y ya tienes niño y familia juntos. Pero Albania, ¿acaso puedes hacer Albania en una noche, al salir del café? Dímelo tú ¿puedes hacerlo? No, Albania no se hace; no en una noche; ni siquiera en mil y una noches eres capaz de hacerla».
—¿Será posible? —dijo su mujer—. Estás chocho perdido. Cada día que pasa te vas más de la lengua.
—¡Oh, déjame en paz! —le dijo Avdo Babaramo—; ¿Qué vais a saber vosotras qué es Albania?
—Albania, un asunto complicado, señor mío —dijo otro viejo.
—Complicado. Tú lo has dicho.
Habitualmente, estas conversaciones eran interrumpidas por la sirena de alarma. La gente bajaba precipitadamente a la cueva. La última en hacerlo era siempre la abuela. Los escalones crujían lastimeramente bajo sus pies. ¡Deprisa, abuela, deprisa! Pero ella jamás se apresuraba. Siempre encontraba algún pretexto para retrasarse. Sucedía a veces que aún se encontraba en los primeros peldaños cuando atronaban las primeras bombas. Y cuando el estallido la cogía desprevenida, hacía un gesto como si ahuyentara una mosca pegajosa y, llevándose la mano a la oreja, decía:
—¡Qué agobio!
Yo observaba a la gente que se abalanzaba por la escalera y esperaba que llegara por fin Checho Kaili con su hija. Pero Checho Kaili, el pelirrojo, no venía. Al parecer prefería permanecer bajo las bombas con tal de que la gente no viera la barba de su hija. Tampoco venía el viejo Xivo Gavo, quien se pasaba día y noche escribiendo sus crónicas. Ni tampoco las viejas de la vida. Sin embargo, Aqif Kaxahu venía con sus dos hijos, la mujer y la hija. Tan alto y gordo era Aqif Kaxahu como frágil era su hija. No hablaba nunca y permanecía en un rincón, pensativa, siempre absorta. Bido Macbeth Sherif clavaba sus ojos en Aqif Kaxahu como si estuviera viendo un fantasma. Su mujer, siempre que descendía con prisas a la bodega, lo hacía sacudiéndose la harina de las manos. La harina, como de costumbre, estaba ensangrentada. El fantasma de Aqif Kaxahu miraba a todos de uno en uno. La bodega estaba repleta.
—¡Otra vez alarma!
La sirena, al principio despacio, como si despertara del sueño, después con brutalidad creciente, lanzaba su alarido. Entre cada dos alaridos, un valle de silencio. Profundo. A continuación, de nuevo el cénit. Alto, por oleadas. Abismo de silencio. Nuevo alarido. Alarido, alarido. Como una vaina, envolvía un silbido que trataba de perforarla. Silbido. Salvaje. Todo silbidos. Explosiones. Muy cerca. De pronto una mano invisible nos derribó a todos con la contundencia de un rayo y apagó las dos lámparas de petróleo. Se hizo la oscuridad, pero de repente fue rota por un grito. Nadie se movió. Al parecer habíamos muerto.