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Silencio. Algo se movió. Después, un ruido semejante al de una cerilla al encenderse. No habíamos muerto. La cerilla. La débil llama y varios fulgores dispersos de luminosidad. La lámpara los fundió después en un solo haz. Todos se movieron. Estaban vivos. Se estaba encendiendo otra lámpara. Pero no. Alguien estaba muerto. Los delgados brazos de la hija de Aqif Kaxahu pendían sin vida. También su cabeza. Sus cabellos castaños pendían lacios, inmóviles.

Aqif Kaxahu profirió finalmente el alarido que yo llevaba tiempo esperando. Pero no fue un grito de dolor, sino algo salvaje. La cabeza de la muchacha se estremeció. Se incorporó lentamente, asustada. Sus brazos colgantes se encogieron. El joven con el que había estado abrazándose y besándose durante el bombardeo también se movió.

—Zorra —gritó Aqif Kaxahu. Su enorme manaza agarró la cabellera de la muchacha y tiró de ella arrastrándola. La chica intentó levantarse, pero volvió a caer. Se la llevó a rastras atravesando la bodega, y sólo al pie de la escalera permitió que se incorporara parcialmente sobre las manos y los pies, aunque sin soltar la presa.

Fuera se oyó de nuevo el silbido de los obuses al caer, pero Aqif Kaxahu no se volvió. Arrastrando a su hija por los pelos, salió a la calle en el instante en que las explosiones lo ensordecían todo. Y se fueron entre las bombas.

El muchacho que había estado besando a la hija de Aqif Kaxahu se había acurrucado en un rincón y observaba a todos con mirada anormal. Era un chaval desconocido, de cabellos y ojos claros. Su mandíbula se agitaba nerviosamente. Cauteloso, como si esperara que de un momento a otro se fueran a arrojar sobre él, atravesó el sótano en silencio, un silencio que no era tal, y salió.

El alboroto comenzó nada más salir el joven.

—¿Quién es ése, de dónde ha salido, desdichadas de nosotras?

—No lo hemos visto nunca.

—¡Sólo nos faltaba eso!

—¡Qué vergüenza!

—Ha resultado ser una víbora, la niña ésa de los Kaxahu.

—Se ha echado en sus brazos, como una bruja.

—Como las italianas.

Las mujeres se golpeaban el rostro, se arreglaban el pañuelo que cubría su cabeza, lanzaban exclamaciones. Los hombres estaban anonadados.

—Amor —murmuró entre dientes Javer.

Isa miraba entristecido.

La bodega bullía.

Se habló largamente de aquel suceso. Aquellos dos brazos que colgaban como sin vida sobre la espalda de aquel muchacho prácticamente desconocido comenzaron a atormentar a muchos. Aquellos dos brazos de muchacha, delgados, se iban convirtiendo poco a poco en dos miembros pavorosos. Tenían a todos cogidos por el cuello. Los asfixiaban.

Pero, tal como sucede cuando en el cuerpo de un hecho alarmante germina la semilla de un nuevo acontecimiento, de la misma manera en las conversaciones sobre la hija de Aqif Kaxahu y el muchacho que la había besado se mencionaban con mucha frecuencia unos proyectos sorprendentes en los que trabajaba el inventor Dino Chicho.

Hacía tiempo que el ciudadano Dino Chicho había sacrificado definitivamente su propio sueño y dificultaba el de los demás con unos cálculos y proyectos sin precedente en el país. Se decía que unos científicos austríacos o japoneses (no se sabía con exactitud) se habían interesado en ellos y habían ofrecido a Dino Chicho que los siguiera llevando a cabo en su país, pero él no había aceptado. Después, unos científicos austríacos o portugueses (tampoco esto se sabía con seguridad) habían pretendido comprar la patente del invento, pero el autor tampoco había aceptado.

El ciudadano Dino Chicho había trabajado en su invento durante mucho tiempo y en completo secreto. Se trataba de un trabajo muy difícil, en el que cuanto más avanzaba, más problemas surgían. La ciudad ya recordaba a gente parecida que había dedicado su vida a los números y a los experimentos. Otros se dedicaban a otras cosas. El maestro Qani Kekez había declarado varias veces que sacaba mucho más provecho de la disección de un gato que de la lectura de muchos libros de anatomía.

Dino Chicho no se dedicaba a cosas así. Desde que se iniciara la construcción del aeropuerto a los pies de la ciudad, había abandonado temporalmente su trabajo, dedicándose a un nuevo proyecto. Se consagró a la construcción de un aeroplano. Iba a ser un aeroplano extraordinario, que no funcionaría con gasolina sino mediante el perpetuum mobile. El latinajo lo pronunciaba cada cual a su modo y a veces la cuestión se convirtió en causa de conflicto, incluso de golpes en la cabeza y rotura de algún diente, tras lo cual la pronunciación variaba todavía más.

Con el inicio de los bombardeos, los debates acerca del nuevo invento de Dino Chicho, que no sólo defendería sino que enaltecería el buen nombre de la ciudad, se hicieron cada vez más frecuentes sobre todo entre las viejas y los chiquillos. Los aeroplanos sin gasolina son los más sólidos de todos los aeroplanos. Los aeroplanos sin gasolina son terribles. Pueden estar un día entero en el aire sin descender. Mi tío dice que pueden estar más tiempo incluso. ¿Pueden estar cinco días? No, cinco días, no. Pero, ¿por qué no termina de fabricar de una vez ese aeroplano? ¿A qué espera? Paciencia, chico, las cosas bien hechas requieren calma.

Nosotros esperábamos.

Mientras tanto, aeroplanos diversos, la mayoría desconocidos, sobrevolaban constantemente la ciudad. Cuantas veces veíamos sobre nuestras cabezas sus vientres relucientes, hinchados por las bombas, volvíamos los ojos a la casa oscura de aleros deformes, cuyo dueño jamás salía. Trabajaba día y noche. ¡Volad, volad mientras podáis, miserables aeroplanos de gasolina!

Nosotros intentábamos imaginar el barullo que se iba a armar en el cielo cuando se elevara por primera vez el aeroplano del perpetuum mobile de Dino Chicho. Negro y amenazador, con su estampa extraordinaria, partiría el cielo en dos. En ese instante, todos los aeroplanos que se encontraran casualmente en el aire pondrían pies en polvorosa. Unos se esfumarían por el sur, otros por el norte y otros por fin, arrastrados por el terror y la sorpresa, se darían de bruces contra el suelo.

La ciudad continuaba siendo bombardeada con asiduidad. Los aeroplanos daban vueltas sobre ella como en su propia casa. La batería antiaérea que habían enviado hacía una semana para defender la ciudad no había llegado aún. Tras el primer bombardeo, todos habían comprendido que, además de calles, chimeneas y alcantarillas, una ciudad debe tener batería antiaérea. El viejo antiaéreo, mantenido desde los tiempos de la monarquía sobre la torre occidental de la ciudad, tenía un defecto que los mecánicos del ayuntamiento no conseguían reparar.

La ciudad se extendía completamente indefensa bajo el cielo otoñal, que ahora nos resultaba a todos más abierto que de costumbre. Nunca la gente había levantado tanto la cara hacia el cielo como aquel otoño. Parecían preguntar sorprendidos: «¿Pero de dónde ha salido de pronto este cielo?» Porque en la larga historia del cielo los aviones eran algo nuevo. Los truenos, las nubes, las lluvias, el granizo, la nieve, que el cielo había estado arrojando sin cesar sobre la ciudad sin que nadie hubiera sido tan exigente como para reprochárselo, no eran nada ante aquel funesto capricho de su vejez. Algo extraño y pérfido alentaba ahora en las masas compactas de nubes y en los claros azules que se abrían repentinamente entre ellas como ojos enormes. Ese elemento pérfido se revelaba incluso en la caída monótona de la lluvia, en el viento que soplaba. No era preciso un gran esfuerzo para captarlo. Yo pensaba con bastante frecuencia que quizá fuera mejor que el mundo no tuviera ningún cielo.

Uno de aquellos días de otoño sucedió algo que yo llevaba tiempo esperando. Era domingo. Lo sentí en el modo con que la abuela se ponía sus ropajes negros, en el gesto cargado de secreto con que se ató el gorro negro en la cabeza. Sus movimientos eran parsimoniosos, casi mágicos. Comprendí en seguida que la visita iba a ser extraordinaria. Con la boca medio abierta observaba sus movimientos en silencio, temiendo que cada palabra mía pudiera quebrar aquella armonía callada de roces entre la ropa y las manos.