—La batería.
—¿Por qué suena tan flojo?
—Ha parado.
—Ya empieza otra vez.
—¿Por qué suena tan flojo?
—Vete a saber. Las armas de hoy.
—Cuando disparaba, nuestro antiaéreo hacía temblar la tierra.
—¿Cuándo?
—Entonces.
—¡Callaos!
El estampido de los disparos de la batería ahogó por un instante el estruendo de los motores, pero poco después volvió a dejarse sentir aún más amenazante. Estaba enfurecido. En la bodega, el silencio se hizo absoluto. No se oían los cañones. Los motores aullaban con toda su furia. Como grandes cuñas, los silbidos se clavaban en la tierra sin piedad. Ésta tembló. Una vez. Dos veces. Tres. Como de costumbre.
—Se van.
Los cañones de la batería, que no habían cesado de disparar en ningún momento, volvieron a oírse. Y de pronto, abriéndose paso entre la tristeza causada por la idea de que la batería había perdido el duelo y que nada iba a cambiar, desde arriba se oyó en la calle un grito salvaje.
—¡Está ardiendo! ¡Está ardiendo!
Era la primera vez que la gente corría a la calle antes de que finalizara la alarma. Las calles, las ventanas y los patios se llenaron de cabezas que se agitaban como enajenadas para ver, para ver, sólo para ver.
—¡Allí!
Blanco, dejando atrás una madeja larga y negruzca de humo que se expandía majestuosamente por el aire, el avión caía. Rasgando el cielo, el aeroplano, junto con el hombre que iba a morir pocos segundos después, caía y caía sin remedio, hasta perderse en el horizonte. Se oyó una explosión.
Sobre la ciudad quedó la cinta negruzca de humo. Mientras la gente gritaba, aullaba, maldecía, el viento suave del sur deformó la cinta en dos o tres puntos. Más tarde, el viento del norte, más agresivo que su compañero, la cortó y por fin la destrozó. Los pedazos quedaron suspendidos durante largo rato sobre la ciudad.
Entretanto, los grupos de gente que abarrotaban ya las calles y las plazas se pusieron en movimiento. Una multitud partió casi a la carrera hacia el norte de la ciudad, hacia el lugar donde debía de haber caído el avión. Los que quedaron se asomaron a las ventanas o se auparon a los muros hasta que resonaron los gritos: «Ya vienen, ya vienen». Era verdad que venían, al comienzo por la entrada de la calle de Zalli, después por los solares y finalmente por la calle de Varosh. La multitud se había convertido ya en una horda que avanzaba como ebria. Por delante de ella y a sus flancos corrían los chiquillos que portaban las primeras noticias…
—¡Ya lo traen, ya lo traen! —gritaban.
—¿Qué es lo que traen? —preguntaba la gente.
—El brazo. Ya traen el brazo.
—¿Eh? ¡Habla más alto!
—Ya traen el brazo.
—¿Qué brazo?
—¿Habéis oído? Traen algo. No se entiende qué es.
—Un brazo.
—¿Del avión?
Las ventanas, los balcones, las tapias, las chimeneas, los tejados estaban repletos de gente que se inclinaba para ver mejor. Ya se sentía el bramido de la multitud. Se aproximaba. La algarabía lo inundaba todo.
Por fin la horda se acercó. La visión era terrorífica. Al frente de ella, sudoroso, con los cabellos lacios en forma de mechas y los ojos desencajados, caminaba Aqif Kaxahu. En la mano que llevaba alzada sostenía algo pálido, blanco y tieso.
La calle atronó de extremo a extremo.
—Un brazo de hombre.
—El brazo del piloto.
—El brazo del inglés. No ha quedado más que el brazo.
—La mano que tiraba las bombas.
—¡Ah, perro!
—¡Pobre inglés!
—¡Desgraciadas, cerrad los ojos!
Aqif Kaxahu agitaba sin cesar el brazo amputado para que todos lo vieran. El brazo tenía la mano abierta.
—Tiene un anillo.
—¡Mirad, lleva un anillo en el dedo!
—¡Ah, un anillo! Un anillo en el dedo.
Aqif Kaxahu lanzaba intermitentemente alaridos aterradores. Algunas personas que caminaban junto a él pugnaban por arrebatarle el brazo, pero no lo soltaba.
La mujer de Aqif Kaxahu comenzó a tirarse de los pelos y a gritar desde la ventana.
—Aqif, querido, tira esa mano. Tírala, anda. Es la mano del demonio. ¡Tírala!
—Alguien se desmayó.
—Apartad a los niños —gritaba alguien.
—¡Dios, apiádate de nosotros!
—Desdichado inglés.
La multitud se alejaba hacia el centro. La mano amputada del piloto, la mano que había castigado a la ciudad, se agitaba temerosa sobre la turba.
—… cia. Propiedad. El viejo pleito de los Angoni contra los Karllashe, interrumpido temporalmente a causa de los bombardeos, se reinició ayer. Derribado el primer avión sobre nuestra ciudad. Se encontró un brazo del piloto. Nuestra ciudad no había presenciado nunca una visión apocalíptica semejante. La multitud enarbolaba el brazo cortado del piloto inglés. Había logrado apresar lo inaprensible, la encarnación del mal, la misma mano del destino fatal, que lleva tantos días castigándonos sin piedad. Reportaje pormenorizado en el próximo número. Sección lingüística. Los señores destructores de la lengua se exceden en su audacia. Después de haber tenido la desvergüenza de sustituir el hermoso vocablo albanés «kredharak» por «submarino», utilizan ahora la palabra extranjera «avión» en lugar del hermoso término albanés «ajror». Vergonzoso. Lista de fallecidos en el último bombardeo: L. Tash., L. Kadaré, M. Chiku, K. Drami, E.
VIII
La sirena de alarma antiárea no sonó. Tampoco sonaron los estampidos de la batería, como era habitual, ni tampoco el viejo antiaéreo. Sin embargo, el cielo retumbaba con los motores como si fuera a derrumbarse. La gente se escondió a todo correr en los refugios, en previsión de lo que pudiera suceder. El ruido de los aeroplanos crecía.
—¿Qué pasa?
—¿Por qué no bombardean?
La expectación se prolongó durante largo rato y quién sabe lo que hubiera durado si no se hubiera escuchado en lo alto de la escalera una voz, casi gozosa.
—Salid a ver, salid a ver.
Salimos. Lo que sucedía en el exterior era asombroso. El cielo estaba repleto de aviones. Sobrevolaban la ciudad como las cigüeñas y después, uno tras otro, se separaban y descendían sobre el nuevo campo del aeropuerto.
Subí corriendo a la segunda planta para verlo mejor. Me puse la lente en uno de los ojos y me asomé a la ventana. El espectáculo era maravilloso. La pista del aeropuerto se llenaba de aviones. Sus alas blancas y relucientes lanzaban destellos al moverse lentamente para ocupar su lugar uno detrás de otro. Cosa más fascinante no la había visto en toda mi vida. Era algo más hermoso que un sueño.
Me pasé toda la mañana observando con atención todo lo que sucedió aquel día en el campo del aeropuerto: el descenso de los aviones, su alineamiento, sus movimientos sobre la pista.
Por la tarde llegó Ilir.
—¡Qué bien! —dijo—. Nuestra ciudad ya tiene aeroplanos.
—¡Sí, qué bien! —le dije.
—Ahora somos temibles. Ahora podremos bombardear otras ciudades, como han hecho ellos con nosotros hasta hoy.
—¡Ah, qué bien!
—¡Qué temibles somos! —dijo Ilir. Hacía dos días que había aprendido aquella palabra y le gustaba mucho.
—Extraordinariamente temibles.
—Y tú decías que era preferible que no existiera el cielo. ¿Te das cuenta ahora de lo terrible que sería?
—Me doy cuenta.
Hablamos largamente del aeropuerto y de los aviones. Nuestra alegría se veía algo empañada por la indiferencia general. Para nuestra sorpresa, la mayor parte de la gente no sólo no se alegró con que el aeropuerto se llenara, sino que pareció desesperarse. Algunos maldecían incluso más ahora a Italia y a los italianos.