Me despertó la mano de la abuela sobre mi hombro.
—Te vas a enfriar —dijo.
Me había dormido con la cabeza apoyada en el alféizar de la ventana.
—Estás embobado con ellos.
Estaba verdaderamente embobado. Y además tenía frío.
—Ya despegan los malditos.
No repliqué esta vez a la abuela. Ya sabía que los iba a insultar y ahora lo sentía, no por los demás, sino tan sólo por el aeroplano grande. Es posible que respecto a los demás la abuela tuviera razón. ¡A saber qué hacían por allá, tras las nubes, cuando ya no se los podía ver! También nosotros robábamos mazorcas de maíz y cuando íbamos a los sembrados fuera de la ciudad, hacíamos muchas cosas que no nos hubiéramos atrevido a hacer dentro de ella.
Una cosa resultaba inexplicable. La apertura del aeropuerto no dificultó en lo más mínimo los bombardeos. Por el contrario, se intensificaron. Cuando venían los aeroplanos ingleses a bombardear, los pequeños cazas se elevaban de inmediato, pero el gran avión permanecía inmóvil en la pista. ¿Por qué no despegaba? Esta pregunta me atormentaba continuamente. Intentaba justificar a toda costa su inmovilidad y alejaba de mi mente la idea de que pudiera tener miedo. Miedo era lo último que podía tener aquel avión. Y cuando nosotros nos ocultábamos en la bodega durante el tiempo del bombardeo, mientras él permanecía fuera, en el campo abierto, yo soñaba que despegaba por fin, aunque sólo fuera una vez. ¡Cómo pondrían tierra por medio los bombarderos ingleses…!
Pero el gran aeroplano no despegaba nunca cuando venían los ingleses. Al parecer, nunca volaría sobre nuestra ciudad. Él conocía sólo una dirección, la del sur, allá donde, según decían, se hacía la guerra.
Estaba un día en casa de Ilir. Jugábamos con el globo terráqueo, haciéndolo girar con el dedo en una u otra dirección, cuando llegaron Javer e Isa. Estaban enfadados y lo maldecían todo: a los italianos, al aeropuerto, a Mussolini, de quien se decía que vendría pronto a nuestra ciudad. Esto era normal. A los italianos los maldecía todo el mundo. Hacía tiempo que sabíamos que los italianos eran malos, aunque llevaban ropas bonitas y toda suerte de adornos y botones relucientes. Pero aún no sabíamos bien qué sucedía con los aeroplanos italianos.
—¿Y sus aeroplanos cómo son? —pregunté.
—Tan canallas como ellos —dijo Javer.
—¿Y los aeroplanos ingleses?
—Vosotros no entendéis de estas cosas; sois pequeños aún —respondió Isa—. Mejor será que no preguntéis.
Se dijeron algo entre ellos en lengua extranjera. Siempre lo hacían para evitar que pudiéramos entender de qué hablaban.
Javer me miró durante un rato, apenas con una sonrisa.
—Me ha dicho tu abuela que te gusta mucho el aeropuerto.
Enrojecí.
—¿Te gustan los aeroplanos? —me preguntó poco después.
—Me gustan —le respondí al borde del enojo.
—También a mí me gustan —añadió él.
Volvieron a hablar entre ellos en lengua extranjera. Ya no estaban enfadados. Javer suspiró.
—Pobres niños —dijo entre dientes—. Se están enamorando de la guerra. Es terrible.
—Son los tiempos —sentenció Isa—. Es tiempo de aviones.
Cogieron algo y se fueron.
—¿Has oído? —dijo Ilir—. Somos temibles.
—Extraordinariamente temibles —dije yo; saqué la lente y me la puse en el ojo.
—¿Por qué no me buscas un cristal de ésos? —me pidió Ilir.
Me pasé toda la tarde pensando en las palabras de Javer. Aunque Ilir y yo, una vez solos, calificamos de «calumnias temibles y extraordinarias» las cosas que dijeron de los aeroplanos, una sombra de duda cayó de todos modos sobre el aeropuerto. Tan sólo el gran aeroplano se libró de ella. Aunque los demás fueran malos, mi aeroplano no lo era. Yo lo quería igual que antes. Y efectivamente continuaba queriéndolo casi igual que antes. Se me llenaba el corazón de orgullo cuando se elevaba sobre la pista, inundando el valle con su sonido majestuoso. Lo adoraba sobre todo cuando, cansado y maltrecho, regresaba de allá, del sur, donde decían que se hacía la guerra.
Las noches se habían vuelto a llenar de oscuridad temerosa. Volvimos al salón de la segunda planta y papá contaba con voz monótona las luces de los vehículos militares, que esta vez se movían en dirección contraria, desde el sur hacia el norte. Yo, igual que antes, hurgaba con los ojos la lejanía, pero ahora sabía que allí, en algún lugar del campo, cubierto por la noche, el gran aeroplano dormía bajo la lluvia con las alas desplegadas. Me esforzaba por adivinar en qué dirección se encontraba el aeropuerto, pero la oscuridad era tan impenetrable que me desorientaba y no lograba ver nada, ni siquiera a mí mismo.
Los camiones militares avanzaban siempre hacia el norte. El estruendo de los cañones se oía más cerca cada noche. Las calles y las ventanas de las casas rebosaban de noticias.
Una mañana vimos cómo las largas columnas del ejército italiano se replegaban. Los soldados caminaban despacio por la carretera, hacia el norte, en la dirección en que no se habían movido nunca ni los cruzados ni el hombre cojo. Llevaban las armas a cuestas y las mantas cubriéndolos a modo de capote. Entre los soldados se veían a veces largas recuas de mulas cargadas con pertrechos y municiones.
Hacia el norte. Todo se movía hacia el norte, como si el mundo hubiera cambiado de dirección (cuando yo hacía girar con el dedo el globo de Isa en una dirección, Ilir lo empujaba en la contraria para fastidiarme). Había sucedido poco más o menos lo mismo. Los italianos retrocedían derrotados. Se esperaba la llegada de los griegos.
Aplastando la nariz contra el cristal de la ventana, observaba con profunda atención lo que sucedía en la carretera. Las finas gotas de lluvia, que el viento arrojaba contra el cristal, hacían la escena aún más triste. Esto duró toda la mañana. A mediodía, las columnas seguían avanzando. Por la tarde, cuando la última de ellas desapareció tras la cuesta de Zalli y la carretera quedó solitaria (el hombre cojo se disponía a salir en aquel instante), el espacio se llenó de pronto de un ruido sordo de motores. Me estremecí como si despertara de una pesadilla. ¿Qué sucedía? ¿Por qué? Mi adormecimiento se esfumó en un instante. Sucedía algo inadmisible: estaban despegando. De dos en dos, de tres en tres, acompañados por los cazas, los aviones abandonaban el aeropuerto y se alejaban en aquella dirección odiosa: hacia el norte. En cuanto se alejaba un grupo de tres, despegaba otro y así sucesivamente, sucesivamente. Las nubes los devoraban uno tras otro. El aeropuerto se vaciaba. Después escuché el sonido poderoso del gran aeroplano y mi corazón disminuyó el ritmo de sus latidos. Ya era tarde. Ya nada tenía remedio. Se elevó pesadamente, volvió las alas hacia el norte y se fue. Se fue para siempre. Desde más allá del horizonte, cubierto por la niebla asfixiante que se lo había tragado, llegó una vez más su jadeo hasta entonces familiar, ahora lejano y extraño, y después todo acabó. El mundo enmudeció de repente.
Cuando levanté los ojos de nuevo y miré más allá del río, vi que no había quedado nada. Era un campo común y corriente bajo la lluvia de otoño. Ya no había aeropuerto. El sueño había terminado.
—¿Qué te ha pasado, hijo? —preguntó la abuela al encontrarme con la cabeza caída sobre el alféizar. No contesté.
Papá y mamá acudieron inquietos a la habitación y me hicieron la misma pregunta. Quise decirles algo, pero la boca y los labios no me obedecieron y, en vez de hablar, emitieron un llanto acongojado, inhumano. Sus caras se descompusieron de terror.