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—¿Y nuestro antiaéreo? ¿Por qué no ha disparado nuestro antiaéreo?

—Es verdad, la ciudad tiene un antiaéreo. ¿Por qué no se ha oído funcionar?

La primera desilusión fue amarga, sobre todo para nosotros, los chiquillos. Cuando la gente volvió a salir a la calle, volvían la cabeza hacia la torre occidental, donde su tubo continuaba perfilándose, cansado y macizo, sobre el fondo del cielo.

Por la tarde se supo la verdad sobre el silencio del antiaéreo: tenía un defecto. Los mecánicos del ayuntamiento comenzaron a trabajar aquella misma noche en su reparación. Al día siguiente por la mañana, las mujeres se preguntaban unas a otras desde las ventanas:

—¿Lo han arreglado?

—No, aún no.

—¿Por qué no?

La pregunta se repitió en todas partes. Cada mañana, cada tarde, cada noche. El defecto era, al parecer, grave. Entonces llegó la batería antiaérea, la que derribó luego al primer avión inglés. Dos días más tarde, el viejo antiaéreo disparó por primera vez. El regocijo general, sobre todo de los niños, fue incontenible. En contraste con las ráfagas de la batería, el estampido del cañón era aislado y poderoso. Había en él algo verdaderamente regio.

Pero ni aquel día ni el resto de los días consiguió derribar ningún aeroplano. En la bodega, Ilir me repetía a diario: «Es terrible, seguro que hoy derriba alguno». Pero no sucedió así. Cada día, al salir del sótano, nos invadía la tristeza. Nos acercábamos a los mayores para escuchar lo que decían. Lo que oíamos era amargo. No tenían la menor confianza. Tras cada bombardeo no se cansaban de repetir:

—Es demasiado viejo para derribar los aviones de hoy en día.

Durante las semanas en que la ciudad estuvo pasando alternativamente de manos de los italianos a las de los griegos, y viceversa, nadie tocó el antiaéreo. Si los italianos estaban en la ciudad, disparaba, como de costumbre, contra los aviones ingleses. Cuando entraban los griegos, disparaba contra los aviones italianos, que bombardearon cuatro veces seguidas. Ninguno de los contendientes tocó el antiaéreo en el transcurso de las evacuaciones. Estas se hacían con gran rapidez y con enorme alboroto, de modo que a ambas partes debía de resultarles difícil bajar el pesado cañón desde lo alto de la fortaleza. O se trataba quizá de que, con el desbarajuste, se olvidaban de él o aparentaban olvidarlo, seguros de que, cuando recuperaran la ciudad, volverían a encontrar allí aquel viejo socarrón, igual que lo habían encontrado las veces anteriores.

Uno de aquellos días sin gobierno apareció en el cielo un aeroplano desconocido, procedente de una dirección de la que nunca procedían los aviones. Quizá se tratara del mismo piloto despistado que una semana antes había arrojado sobre la ciudad unas hojillas escritas en alemán que comenzaban con el siguiente llamamiento: «¡Ciudadanos de Hamburgo!».

Los aeroplanos desorientados, que daban vueltas sin objeto alguno sobre la ciudad, se habían convertido últimamente en algo común. Sin duda extraviaban el rumbo tras algún enfrentamiento, o fingían hacerlo, de camino hacia el frente. Seguramente no querían dirigirse hacia el lugar preestablecido y por eso, en cuanto se presentaba la ocasión, sobre todo si hacía mal tiempo, se separaban de sus compañeros y emprendían paseos caprichosos por el cielo, esperando a que transcurriera el tiempo de servicio. Hacían poco más o menos lo mismo que nosotros cuando alguna mañana, en lugar de acudir a la escuela, nos íbamos corriendo al campo y regresábamos a casa a la hora de comer.

El aeroplano desconocido volaba con lentitud, cansinamente, como con desgana. Debía de regresar de alguna confrontación, aunque procedía de una dirección sumamente sospechosa. Más tarde, intentando comprender por qué el piloto despistado —con toda probabilidad el mismo que arrojara días atrás las octavillas de Hamburgo— había dejado caer de pronto una bomba sobre la ciudad, la gente pensó que quizás había comprobado durante el vuelo que le sobraba una y se preguntaba dónde podría deshacerse de ella. (Normalmente, los pilotos despistados arrojaban las bombas en el interior de los bosques o sobre las montañas.) En ese momento había visto a sus pies nuestra ciudad y se había dicho: «Pues tiraré la bomba sobre esta ciudad de la que no conozco ni el nombre». Y la había dejado caer. Pero en aquella ocasión la ciudad no se resignó. Hacía tiempo que el largo cañón del antiaéreo excitaba su fantasía en aquellos días de aburrimiento. El deseo de volver a entrometerse en los asuntos del cielo estaba a punto de despertarse. La tentación de castigar el cielo se tornaba especialmente intensa cuando pasaban aviones desconocidos.

Era uno de aquellos raros días en que habíamos salido a jugar. Nos habíamos alejado mucho, hasta el pie de la fortaleza, allí donde se alza la casa solitaria del artillero Avdo Babaramo. En la bodega o en el café, el viejo Avdo solía contar historias de guerras y, aunque nosotros no habíamos visto en sus manos más que pepinos y calabazas y nunca balas de cañón, ello no impedía que gozara del respeto de todos.

Cuando se oyó el ruido del motor estábamos jugando precisamente a la puerta del viejo Avdo. Algunos transeúntes se detuvieron y, haciendo visera con la mano para defenderse de la luz, buscaban con los ojos el aeroplano.

—¡Mira dónde está! —dijo uno.

—Parece un avión italiano.

El viejo Avdo y su anciana mujer salieron a la ventana. Otras personas se detuvieron en el camino, poniéndose también las manos sobre la frente.

El avión volaba lento. El ruido llegaba ondulante, ronco, solitario. Entre la multitud se hizo el silencio. De pronto, alguien volvió la cabeza hacia las ventanas de Avdo Babaramo y le gritó:

—¡Viejo Avdo, ¿por qué no disparas de una vez con el antiaéreo desde allá arriba? Sacúdele bien a ése que viene a fastidiar.

La multitud murmuró. A nosotros se nos salía el corazón por la boca.

—¡Tírale, viejo Avdo! —gritamos dos o tres.

—Dejad en paz a ese diablo —dijo el viejo Avdo con severidad desde la ventana—. Que se vaya a donde quiera.

—Derríbalo, viejo Avdo —gritamos todos los chavales.

—¡Basta ya, diablillos! —dijo alguien—. Guardad silencio.

—¿Por qué se van a callar? Tienen razón. Dispárale, Avdo. Mira dónde está el cañón, sin servir para nada.

—¿Qué falta nos hace meternos en líos? —dijo Harilla Lluka apareciendo entre la multitud—. Mejor será dejar que siga su camino, no vaya a ser que se enfade y la emprenda con nosotros…

—Bastante hemos aguantado ya, muchacho.

El rostro de Avdo Babaramo comenzó a ensombrecerse, después se iluminó. Una vena fina, azul, se le abultaba en la frente. Encendió un cigarrillo.

—¡Tírale, viejo Avdo! —gritó Uir, casi con un gemido.

De pronto, el avión dejó caer algo negro por la cola y poco después se oyó el estallido de una bomba.

Sucedió entonces algo maravilloso que a nosotros nos pareció imposible. Prácticamente toda la multitud gritó encolerizada:

—¡Dispara a ese perro, viejo Avdo!

Había salido a la puerta. Sus ojos centelleaban y no paraba de tragar saliva. Su mujer salió tras él, alarmada. El aeroplano volaba lentamente sobre la ciudad. Sin comprender cómo, el viejo Avdo se encontró en medio del gentío, que ascendía por el empinado camino en dirección a la entrada de la fortaleza.

—¡Tírale, dispara a ese perro! —se oía por todas partes.

La torre del antiaéreo estaba justo sobre el camino. El viejo Avdo, al frente de la turba enfurecida, atravesó el umbral de la fortaleza.

—¡Rápido, viejo Avdo! —gritaban todos—. ¡Se marcha! ¡Se marcha!

No se nos permitió entrar en la fortaleza. Nos quedamos fuera, aplaudiendo de impaciencia, ya que el avión se alejaba hacia las montañas. Todo el mundo volvió a gritar: