—¿Qué, os estáis repartiendo el mundo?
II
Habían venido de visita Xexo y doña Pino. Sentadas en el diván de la sala grande, sorbían el café y charlaban con la abuela. Xexo estaba inquieta. La abuela parecía más calmada, aunque no lograba ocultar cierta alarma interior. Doña Pino, menuda, toda vestida de negro, meneaba continuamente la cabeza canija y tras cada palabra de Xexo repetía como espantada: «¡Es la hecatombe!». Me interesaba mucho su conversación y la escuchaba con atención. Hablaban de Isa, el hijo mayor de Mane Voco, quien la semana anterior había hecho algo sin precedentes: se había puesto gafas.
—Cuando me lo dijeron no podía creerlo —decía Xexo—; me levanté, me puse el pañuelo en la cabeza y corrí a casa de Mane Voco. El pobre Mane aún lo sobrellevaba, pero las mujeres tenían el rostro descompuesto. Parecían petrificadas. Estuve por preguntarles qué desgracia les había llegado, pero no me atrevía. No lograba articular palabra. Cuando, de pronto, entró él. Los cristales de las gafas despedían luz. «¿Qué tal, cómo estás?» me dijo. Y pensé que lo mejor sería estar muerta. Se me hizo un nudo en la garganta. No sé cómo me contuve y no me eché a llorar. Miró unos libros en la estantería, después se paró junto a la ventana y, puedes creerlo, se quitó las gafas y las dejó en el alféizar. Después se restregó los ojos con el revés de las manos. Su madre y sus hermanas lo miraban fijamente y les temblaban los labios. Yo, zas, alargué la mano, cogí las gafas y me las puse. ¿Qué voy a deciros, queridas mías? Como si me hubiera vuelto loca. Ese cristal ha de estar maldito. El mundo se volvió todo círculos, como los círculos del infierno. Un movimiento, una ofuscación, un girar, todo se desplomaba y daba vueltas como si lo empujara el diablo. Me las quité a todo correr, me levanté y me marché como una loca.
Xexo suspiró hondamente. La abuela dio la vuelta a la taza.
—¿Por qué habrá hecho eso Isa? —dijo la abuela con amargura—. Un gran muchacho, prudente, inteligente. Que lo hiciera un vago como Lame Kareco Spiri, pase, pero Isa…
—Es la hecatombe —dijo doña Pino.
—Así es, querida Selfixe —prosiguió Xexo—, después nos quejamos de los males que padecemos. Nuestra es la culpa, nuestra. Ayer construyen una casa de papel, hoy los jóvenes se ponen anteojos, mañana quién sabe qué irá a suceder. Pero el que está allá en lo alto —Xexo alzó el dedo hacia el cielo y su voz se tornó amenazadora— lo ve todo, todo lo vigila. Nos lo hará pagar bien caro.
—Es la hecatombe —dijo doña Pino.
Cuando Xexo mencionó la casa de papel, volví sin querer la cabeza hacia el barrio de Gjobek, allí donde aquella extraordinaria casa de fibra, edificada unas semanas antes por los italianos para sus monjas, se erguía entre las severas casas de piedra, extraña e incompatible. Esta construcción insólita desazonó durante largo tiempo a mucha gente. ¿Qué es esta casa de papeí?, decían las viejas que habían visto mundo y habían llegado hasta Turquía. Hemos visto muchas cosas, pero jamás oímos hablar de casas de papel. Son cosas del diablo.
Juzgaban ahora al hijo de Mane Voco con las mismas palabras pavorosas que habían utilizado entonces con la casa de fibra. ¿Por qué, oh monstruo, te has empeñado en ver el mundo del revés? ¿Qué ha pasado para que te rebeles cf y nos envenenes la existencia?
Hablaron largamente de aquel asunto y yo las escuchaba con atención, pues lo que había hecho el hijo de Mane Voco estaba relacionado con un secreto mío. También yo me había puesto varias veces uno de aquellos vidrios malditos. Lo había encontrado en el viejo baúl de la abuela y, jugando con él, me lo llevé un día al ojo. Para mi sorpresa, vi de pronto cómo el mundo se trastocaba.
Bruscamente, los contornos de las casas se tensaron, se redujeron, se tornaron implacablemente nítidos. Durante largo rato, mientras sostenía el cristal pegado a un ojo y cerraba el otro, observé el amplio panorama que se divisaba desde nuestra casa. La visión era sorprendente. Se diría que una mano invisible, como un cristal opaco, hubiera velado hasta entonces el mundo, que ahora se desplegaba ante mí flamante, diáfano. De todos modos, no me gustó el mundo así. Estaba acostumbrado a verlo siempre tras un soplo de vaho, en el que sus contornos se fundían y se disgregaban libremente, sin preocuparse demasiado por las reglas que determinan la definición de los límites. Como si nadie pidiera cuentas a los aleros de los tejados, a las calles o a los postes del teléfono por su leve alejamiento de sus posiciones establecidas. Y sin embargo, a través de ese vidrio redondo, el mundo me resultó rígido, prisionero de formas y ataduras, avaro, incapaz de ofrecer otra cosa que lo ya existente. Semejante a una casa en la que todo, el aceite, el agua, la harina, está calculado al milímetro y nada sobra ni nada se derrama de manera accidental.
No obstante, el cristal me fue de gran utilidad para ver películas. Antes de ir al cine lo lavaba con agua y lo guardaba en el bolsillo. En cuanto apagaban las luces de la sala, lo sacaba y me lo colocaba en el ojo derecho, cerrando el izquierdo. De regreso a casa nadie entendía por qué uno de mis ojos estaba siempre como paralizado. Una tarde, dos gitanos a los que había llevado al cine me miraron con gran extrañeza cuando saqué el cristal y después, durante la proyección, escuché cómo murmuraban varias veces entre sí: «¿Será un espía?».
—Es la hecatombe —exclamó de nuevo doña Pino.
Pero ya habían comenzado sus charlas habituales y aburridas acerca de las apreturas económicas, que no me gustaba escuchar. Para entonces ya me devanaba los sesos intentando comprender cómo es que las personas sólo veían con los ojos y no con los dedos también, o con las mejillas o con alguna otra parte del cuerpo. A fin de cuentas, los ojos no eran sino un pedazo de carne más de nuestro cuerpo. ¿Cómo era que el mundo se metía allí dentro? ¿Cómo no reventábamos con toda esa gran masa de luz, extensión y colores que se derramaba sin descanso en nuestro interior a través de los ojos? Hacía tiempo que me atormentaba el enigma de la visión. Sobre todo el misterio de la ceguera, ante la cual sentía verdadero espanto. Quizás ese miedo se debiera al hecho de que la mayor parte de las maldiciones que escuchaba tenían como objeto los ojos. Al mirar en una ocasión el lavabo embozado, el desagüe me pareció un ojo ciego. Así es como se ciegan los ojos, pensé. El flujo de luz, repleto de imágenes disueltas, no consigue pasar por los orificios de los ojos y eso es la ceguera. Vehip el Ciego, el trovista de la ciudad, tenía justo una humedad oscura así en las cuencas de los ojos.
Ver. ¡Qué cosa tan inexplicable! Vuelvo mi cara hacia los barrios bajos de la ciudad y mis ojos, como dos bombas poderosas, comienzan a aspirar la luz y las imágenes: tejados, chimeneas, alguna higuera aislada, calles, transeúntes. ¿Sienten ellos que yo lo aspiro? Cierro los ojos. Stop. El flujo se detiene. Abro los ojos. El flujo continúa.
Tras una noche agotadora, los aleros de los tejados parecen haberse acercado extraordinariamente unos a otros. Están mojados. Las lajas de piedra se alinean con una repetición torturante. Cae sobre ellas una luz débil. Bajo los tejados se retuercen las calles y las callejuelas, por las que caminan unos pocos transeúntes, algún aldeano con su caballo, algún cura, viejas vestidas de negro que van de visita.
La calle de Varosh remonta la pendiente con esfuerzo, mientras a su derecha desciende bruscamente la de Gjobek, la cual, tras alejarse de la casa de fibra de las monjas italianas, como si en ella se albergase la peste, viene a estrellarse en la calle de Varosh, momento en que, como consecuencia de la colisión, ambas se tuercen. Más allá, el Callejón de los Locos, ciego y obstinado, se abalanza sobre la coqueta calle del Liceo, pero en el último instante ésta burla astutamente el golpe hurtándose a un lado. Entonces el Callejón de los Locos, como en busca de pendencia con las otras calles, se deja caer cuesta abajo y atraviesa el barrio haciendo los más bruscos y sorprendentes desvíos.