Los refugiados subían sin descanso por las calles de la ciudad. Hambrientos, estremecidos, soldados, civiles, mujeres con bebés en los brazos, ancianos, oficiales sin galones, golpeaban enajenados a las puertas mendigando pan.
—¡Psomi! ¡Psomi!
La ciudad, orgullosa, observaba a los vencidos. Las puertas eran altas. Las ventanas inalcanzables. Sus voces reptantes llegaban de abajo como un lamento de muerte.
—¡Psomi!
Así es como se derrumbaba un país. En las conversaciones de la bodega había oído que, de los países que nosotros conocíamos por los sellos de correos, habían sido destruidos hasta el momento Francia y Polonia. Sin duda, también ellos habrían llenado el mundo de harapos y de psomi. (Ilir dijo que no era posible que los franceses y los polacos llamaran al pan psomi, pero yo insistí en que no podían hacerlo de otro modo, desde el momento en que eran países vencidos, igual que Grecia.)
La nieve lo había cubierto todo. Hacía frío. Las chimeneas humeaban sin descanso. Bajo los pesados tejados, la vida, estremecida con los últimos sucesos, discurría de nuevo tranquila. Las vistas del pleito de los Karllashe con los Angoni se reanudaron. Llukan Burgamadhi, con su manta y su hatillo de comida en la mano, después de atravesar el barrio gritando a derecha e izquierda: «Buena salud, queridas mujeres», emprendió una mañana el camino de la cárcel. Lame Kareco Spiri se tranquilizó también. A doña Pino la llamaron para una boda en Dunavat. Desapareció la gata de Nazo.
La vida normal parecía reanudarse. Las monjas resultaban aún más negras sobre la nieve. La luz del proyector tenía otro brillo. Tan sólo el campo del aeropuerto permanecía abandonado. No había nada en él ahora. Ni siquiera vacas. Sólo nieve. Me disponía a lanzar allí a los cruzados (confundidos con los refugiados) y tras ellos al hombre cojo. En esos días, justo cuando parecía que la vida había vuelto a recuperar sus viejas normas, se reanudaron los bombardeos.
La bodega, temporalmente abandonada, volvió a llenarse. En invierno se estaba caliente allí.
—Otra vez reunidos como los polluelos —decían las mujeres saludándose entre sí.
Acomodaban las mantas y los colchones con viveza, casi con alborozo. Estaban todas allí: doña Pino, la mujer de Bido Sherif, la madre de Ilir, la señora Majnur (siempre con la mano en la nariz), Nazo y su preciosa nuera. Sólo faltaba Xexo, que había vuelto a desaparecer. Como siempre, tampoco venía Checho Kaili. De la familia de Aqif Kaxahu sólo acudían los hijos (Bido Sherif los miraba con terror), mientras que el mismo Aqif, su madre sorda, la mujer y la hija no aparecían.
Ahora que había nieve, los motores de los aviones y los estampidos de la batería se oían más apagados. El viejo antiaéreo continuaba destacándose entre todo lo demás. Pero ya no se esperaba nada de él. Era como ese viejo ciego que, cuando se burlan de él, tira siempre las piedras en dirección equivocada.
Los aviones venían fielmente todos los días. Lo hacían casi a una hora precisa y daba la impresión de que la gente se hubiera acostumbrado a las bombas como a una mala rutina, «Nos vemos mañana en el café, después del bombardeo. Mañana me levanto antes de amanecer, espero que me dé tiempo a limpiar la casa antes de la hora de las bombas. Levantaos y vamos a la bodega, ya va siendo la hora.»
Nadie sabía que los días de la bodega estaban contados. Su tiempo había pasado.
Su juez bajaba las escaleras con un capote negro sobre los hombros.
—¿Quién es ése?
—¿Qué quiere ese hombre?
—Abran paso. Es un ingeniero extranjero que va a inspeccionar la bodega.
—¿Ingeniero?
El intérprete se abrió camino entre los colchones y las mantas, donde yacían tendidos los enfermos y las mujeres embarazadas. El extranjero del capote negro avanzó tras él. Pidió una silla.
—¿De dónde ha salido ése, queridas?
—No lo miréis así.
—¿Para qué lleva ese cuchillo en la mano? Es la hecatombe.
El hombre del capote negro se subió a la silla que le proporcionaron. Sacó de la cartera otro cuchillo, más fino que el que llevaba en la mano, y un precioso martillito. Le entregó la cartera al intérprete y levantó la mano derecha, esgrimiendo el martillo para golpear después con él en distintos puntos durante un rato. A continuación entregó el martillo al intérprete, cogió con la mano derecha uno de los cuchillos y alzando de pronto el brazo con gesto rápido, casi sigiloso, clavó el cuchillo en el estuco de la pared. Todos contuvieron el aliento. El hombre del capote sacó el cuchillo con delicadeza. Dos o tres fragmentos de estuco cayeron al suelo produciendo un ruido suave. La punta del cuchillo estaba un poco blanquecina. Bajó de la silla, la corrió un poco más allá y se dedicó de nuevo a la misma tarea. Los dos cuchillos quedaron ahora blanquecinos. El ingeniero bajó de la silla y dijo algo al intérprete.
—Esta bodega es inservible como refugio —dijo el segundo en voz alta, completamente indiferente—. ¿Quién es el dueño de la casa?
Acudió papá.
—Su bodega no sirve de refugio —le repitió con idéntica indiferencia, mirando por encima de la cabeza de papá en dirección al muro, como si sus palabras estuvieran escritas en él.
Papá se encogió de hombros.
El extranjero dijo algo más.
—El señor ingeniero dice que la bodega debe ser desalojada de inmediato, pues resulta peligrosa.
Nadie dijo nada. Los cuchillos del ingeniero, al clavarse en las paredes de la bodega, se habían hundido al mismo tiempo en la carne de todos. Y esto era fácil de adivinar por la pesadumbre con que se tensaron y después se encogieron las arrugas de sus caras.
El hombre del capote negro avanzó a grandes zancadas hacia la salida. Mientras subía las escaleras, el capote se hinchó a su espalda y durante un instante tapó toda la débil luz que penetraba desde fuera. Después la dejó pasar.
—¡Oh, oh! —exclamó un viejo reumático—. ¿Y dónde vamos a ir a asfixiarnos ahora?
Algunas mujeres comenzaron a llorar.
—¿Dónde nos vamos a meter ahora?
—¡Basta! —dijo Bido Sherif—. Encontraremos un lugar, un lugar donde resguardarnos. Basta de llantos.
—Encontraremos algún lugar. Es imposible que no encontremos otro lugar…
—Dicen que se va a abrir la fortaleza a la gente.
—¿La fortaleza?
—¿Y por qué no? Es posible. Vamos, mujer, recojamos las mantas —dijo Bido Sherif dirigiéndose a su mujer.
Uno por uno, fueron saliendo todos. La bodega se desalojaba. La puerta rechinó quejosamente y nos quedamos solos.
Se hizo un silencio absoluto. Se oía cómo los gusanos roían la madera. Era un silencio capaz de hacer oír los gusanos. Durante largo rato me quedé escuchando un ruido monótono cuyo origen no era capaz de establecer con exactitud. Un silencio capaz de hacer oír los gusanos. Me gustó la expresión y la repetí varias veces.
Bajé. En el corredor no había nadie. La lámpara y el candil estaban allí. La negra mecha del segundo había inclinado tristemente la cabeza. Lo encendí y, sosteniéndolo con cuidado en la mano, bajé las escaleras de la bodega. Mientras lo hacía sentí que el fondo emanaba olor humano. La luz nerviosa del candil se proyectaba sobre los muros blancos. En lo alto se distinguían dos o tres pequeñas heridas, dejadas por el asesino del capote negro.
En aquellos días sólo se hablaba del ingeniero negro. Aparecía por todas partes y declaraba las bodegas inadecuadas como refugio. Lo mismo que en nuestra casa, para empezar pedía una silla, después, con un movimiento veloz, casi sigiloso del brazo, asestaba a la vieja bodega un golpe de muerte. Ciento setenta y tres bodegas, grandes y pequeñas, quedaron desiertas en cuatro días. Al quinto, antes de partir hacia Tirana, de donde procedía, el ingeniero se emborrachó de raki y al subir al coche dijo que lamentaba dejar atrás una ciudad destinada a desaparecer; pero ¿qué iba a hacer él?; había hecho todo lo que estaba en su mano; aquellos días habían sido también para él un verdadero drama; pero, a fin de cuentas, nadie puede oponerse a su destino y, así, un buen día llega la hora de desaparecer no sólo a las ciudades, sino también a los reinos e incluso a los imperios.