Como para corroborar las palabras del ingeniero, los bombardeos de los ingleses se intensificaron. En cuatro días murieron cuarenta y nueve personas. En el ayuntamiento continuaba la reunión para decidir si se abría o no la fortaleza al pueblo. Al tercer día, los vecinos del barrio de Dunavat, sin esperar la decisión de la corporación, reventaron el portón occidental y se metieron dentro. El mismo día fue abierta también por la fuerza la puerta oriental, a manos de los vecinos del mercado viejo.
Durante todo aquel día y hasta muy tarde estuvo afluyendo gente al interior de la fortaleza.
En nuestra calle las puertas resonaron durante toda la noche.
—¿Vais a ir vosotros?
—Sí, ¿y vosotros?
—Hoy decidiremos.
—Temo que no quede espacio.
—No creo. La fortaleza es grande.
Llegó doña Pino.
—¿Qué vamos a hacer? ¡Es la hecatombe!
—Ya lo veremos mañana —dijo papá.
Llegó Bido Sherif.
—Ya lo veremos mañana —repitió papá—. Vete a casa de Mane Voco —añadió dirigiéndose a mí—, pregunta qué van a hacer.
Encontré a Mane Voco en la calle, aproximándose.
Nazo y su nuera llamaron poco después.
—¿Mañana?
—Sí, mañana, antes del amanecer.
Fue una de las noches felices de mi vida. La puerta sonaba continuamente. Nadie tenía intención de dormir. Atábamos los fardos y los bajábamos a la bodega para que no se quemaran en caso de incendio. Bido Sherif, Nazo, doña Pino y Mane Voco trajeron también los suyos. La bodega volvía a tener utilidad.
—Vete a dormir —me dijo dos o tres veces la abuela.
Era imposible. Al día siguiente estaríamos en la fortaleza. Nos separaríamos de las escaleras, las puertas, las ventanas y las palabras de costumbre, y penetraríamos en lo desconocido. Allí todo sería maravilloso, terrible y extraordinario. Allí estaba Macbeth.
La mañana llegó fría y sombría. Caía una lluvia fina. Llamaron a la puerta.
—¿Estáis listos? —gritó Bido Sherif desde la calle.
—Listos —respondió papá.
—Bueno, ven que te dé un beso —dijo la abuela.
Me quedé pasmado.
—Pero, ¿es que tú no vienes?
Me acarició la cabeza.
—Yo me quedo aquí.
—¡No! ¡No!
—Calla —dijo papá.
—Calla, querido, no me va a pasar nada.
—¡No! ¡No!
Llamaron nuevamente a la puerta.
—Rápido —dijo papá—, nos están esperando.
—¿Por qué dejáis a la abuela? —grité en tono de queja.
—Es ella la que no quiere venir —respondió papá—. Me he pasado toda la noche intentando convencerla, pero no quiere. Te lo pido por última vez —se volvió hacia ella—. Ven.
—Yo no dejo la casa sola —dijo la abuela con enorme tranquilidad—. Aquí he vivido y aquí quiero morir.
La puerta resonó otra vez.
—¡Id con Dios! —dijo la abuela y nos besó a todos, uno por uno.
La puerta se cerró. Estábamos en la calle. La fina lluvia caía continuamente. Nos pusimos en marcha. De camino, se unieron otras personas a nuestro grupo. Los muros de la fortaleza apenas se distinguían entre la niebla. La cola de gente ante la puerta occidental era larga, de centenares de metros. Cargadas con fardos, mantas, cojines, maletas, libros, sartenes, sillas, alfombras, baldes, cántaros, cunas, sábanas, muelas, cacerolas, las personas avanzaban lentamente, se detenían largo rato, volvían a avanzar. La entrada estaba lejos aún. La lluvia fina lo empapaba todo. La gente tosía, se alzaba de puntillas para ver qué ocurría al principio de la cola; preguntaba «¿por qué se han parado?», y después, como no sabía qué hacer, volvía a toser.
Por fin, cerca de la hora de comer, llegamos muy cerca de la entrada. A ambos lados se alzaban verticales los viejos muros, empapados por la lluvia. La entrada era alta, aunque estrecha. Después de rebasarla (ya no se sentía ninguna alegría) nos encontramos en la más completa oscuridad. Los pasos de la gente retumbaban de manera inquietante. Los niños empezaron a gritar asustados. No se veía nada. Tropezábamos unos con otros como los ciegos. Alguien chilló. De pronto, en algún lugar por delante, de forma brutal, se abrió un trozo de cielo. Nos movimos hacia él. La brecha se fue ensanchando progresivamente, hasta que volvimos a sentir la lluvia sobre nuestras cabezas.
—Por aquí, pasa por aquí —gritaba alguien en tono irritado.
Subimos unos escalones. Atravesamos una explanada. Entramos bajo una galería de arcadas. Salimos a una pequeña glorieta.
—¡Por aquí!
Atravesamos la glorieta. Pasamos por otra galería con arcadas (sin duda bajo la prisión). De algún lugar ante nosotros llegaba una algarabía amortiguada. Avanzamos hacia ella.
Por fin, frente a nosotros se desplegó un cuadro sorprendente: bajo las altas cúpulas de arcos enormes, que goteaban agua, entre los fardos, las mantas, las cunas y toda clase de bártulos, se agitaban, alborotaban, lloraban, estornudaban y tosían miles de personas.
Durante un buen rato nos movimos entre la gente y los bártulos, en busca de un hueco donde instalarnos. Nos zumbaban los oídos a causa del escándalo, duplicado o triplicado bajo las altas arcadas. Todo estaba ocupado. Alguien nos dijo que buscáramos en la segunda galería y nos indicó la dirección que debíamos seguir. La seguimos. La segunda galería estaba prácticamente como la primera. Por fin Mane Voco, que caminaba al frente del grupo, encontró un estrecho espacio que seguramente había quedado libre por estar próximo a una grieta del muro, a través de la cual penetraba un viento helado. Dejamos los bultos en tierra y comenzamos a extender las cubiertas y las mantas. Por la grieta del muro se veía una parte de la ciudad. Estaba abajo, muy abajo, hundida en un fondo gris, majestuosa y altiva.
—¡Cacahuetes, cacahuetes!
Alguien vendía realmente cacahuetes. Más tarde vimos a otras vendedoras ambulantes que, reptando entre la gente, gritaban: ¡hasure!, ¡salep caliente!, o ¡cigarrillos! El vendedor de periódicos estaba también allí.
La primera noche en la fortaleza fue fría y desasosegada: miles de toses resonaban bajo los arcos de piedra. Las mantas se agitaban, las cunas crujían, todo se quejaba y se rozaba. Estábamos acurrucados unos junto a otros. Había goteras.
Hacia la medianoche me desperté. Una voz gutural murmuraba algo de forma monótona.
—Salid… Esto es una trampa… Alguna noche nos encerrarán y nos acuchillarán como a becerros… Hay que salir de aquí… Hay que salir a toda costa, antes de que sea tarde… De todos modos, esto es una fortaleza… Es la edad media… La edad media, ¿no oís?… Tinieblas como en el año mil… No ha cambiado nada… Parece que…, pero en realidad no ha mejorado nada…
—¡Eh! ¿Qué es eso? —dijo en sueños la mujer de Bido Sherif.
—¡Lárgate, anticristo! —murmuró doña Pino.
La voz cesó.
Al amanecer hubo un bombardeo intenso.
El día amaneció sombrío. La luz de la mañana penetraba apenas por las troneras estrechas y las grietas de los muros. Hacia las siete, la fortaleza se animó. Comenzó de nuevo el movimiento incesante por las galerías y los pasadizos, en las entradas y salidas. La gente iba encontrando cada vez más amigos y conocidos. Era notorio que todos estaban aún aturdidos por el hecho de que toda la ciudad amaneciera bajo el mismo techo. Las familias se habían instalado unas junto a otras sin criterio alguno. Se habían roto de forma brutal las proporciones, las distancias entre los barrios y las casas; en una palabra, todo estaba en el mismo espacio. Aquel techo común unía bajo su protección lo incompatible: los Karllashe y los Angoni, los musulmanes y los cristianos, las monjas y las chicas de la casa pública, las familias ilustres, los barrenderos y los gitanos.