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Ilir y yo no nos movimos de allí durante toda aquella tarde y el día siguiente. Escuchábamos las conversaciones de las mujeres que venían de visita. Temíamos encontrarnos a los dos desconocidos de los cuellos envueltos en bufandas negras. Habíamos decidido que, aunque los viéramos por casualidad entre el gentío, nos taparíamos los oídos inmediatamente para no escucharlos.

Por la noche hubo un fuerte bombardeo. Pensaba constantemente en la abuela. Sus pasos se sentirían allá en la gran casa. Subir y bajar de escaleras. Murmullos de la madera y de la vejez y aquel «reventad» que ella decía a los Estados, a los gobiernos y a sus aviones.

Estaba con Ilir en un rincón, tapados ambos con una manta. El ruido quedo nos estaba adormeciendo cuando, de pronto, atravesándolo, como un breve movimiento enérgico —una serpiente que se arrastra junto a tus pies y tú aún no la ves— se oyó la palabra «arresto». Era una tensión de cuellos, concentración de ojos, algo que se alinea, que camina con botas hacia ti, trac-truc, trac-truc. Arresto. Trac-truc, a-rres-to. Uno de los carabineros sacó las esposas del bolsillo. El hombre alto, sobre cuyo cuerpo hervían ahora por todas partes, como hormigas, miles de letras que componían velozmente las palabras «arrestado, arrestado, arrestado, arrestado», en su cara, en su cabello y sus manos, miraba cómo le ponían las esposas.

—Mira, se las cierran con llave —me dijo Ilir en voz alta.

—Ya lo veo.

Una mujer, la del detenido, al parecer, lanzó un leve grito.

—No te preocupes —dijo él.

Uno de los carabineros le puso la mano en el hombro y el pequeño grupo se alejó.

—Asquerosos fascistas —dijo alguien.

—Calla, no vaya a haber chivatos.

—Que los haya. Fascistas asquerosos.

—Están llenando las cárceles.

La gente, arremolinada durante la detención, se dispersaba en silencio. A mediodía hubo nuevamente un fuerte bombardeo.

Al día siguiente, entre la gente que pasaba continuamente junto a nosotros, mis ojos distinguieron una cara que me resultó conocida y que me miraba con insistencia. ¿Dónde habría visto yo aquellos cabellos claros y aquellos ojos turbios? Por fin me acordé. Era aquel muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu en nuestra bodega, durante un bombardeo.

Después de merodear alrededor durante buen rato, me hizo una seña. Me encogí de hombros. Me indicó con la mano que lo siguiera. No debía de querer acercarse. Me levanté y fui tras él. Salimos a la gran explanada. Hacía frío.

—¿Cómo te llamas? —habló por fin el muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu.

Se lo dije. Nos habíamos detenido junto a una almena donde el viento cortaba. Al fondo del precipicio estaba la ciudad.

—¿Me conoces?

—Sí.

—Muy bien, entonces. Aquello sucedió precisamente en la bodega de tu casa. Tú sabes lo que pasó —me agarró con fuerza de los hombros—. Habla, ¿lo sabes o no?

—Lo sé.

—El muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu aspiró profundamente.

—¿La has visto?

—No.

Apretó las mandíbulas.

—En esta ciudad se prohibe el amor —dijo en voz baja—. Ya crecerás y te enterarás algún día.

(… rgarita).

Golpeaba sin parar la almena con la punta del zapato.

—Escucha —dijo—. Temo que la hayan hecho desaparecer. ¿Tú qué dices?

Me encogí de hombros.

—En esta ciudad hay dos modos de hacer desaparecer a las jóvenes embarazadas: ahogarlas con juku o ahogarlas en un pozo. ¿Qué dices tú?

Volví a encogerme de hombros. Hacía mucho frío.

—¿Así que no la has visto en el barrio por ninguna parte?

—Por ninguna parte.

—¿Nadie la ha visto?

—Nadie.

—¿Hay muchos pozos en tu barrio?

—Unos cuantos.

Se mordisqueó los labios.

—Si al menos encontrara su cuerpo… —dijo con voz sorda.

Hacía viento. Me estaba helando…

—La buscaré sea donde sea…

Tenía los dedos extraordinariamente largos. Miró durante un rato la lejanía gris. Los incontables tejados de la ciudad apenas se distinguían entre la niebla.

—Si es preciso, bajaré al mismo infierno para encontrarla —dijo en tono quedo.

Quise preguntarle qué sentido tenían aquellas palabras, pero tuve miedo.

Sin añadir nada más, se alejó rápidamente atravesando la explanada.

Volaban despacio con las alas extendidas y durante un instante creí que aterrizarían en el campo abandonado del aeropuerto, pero de pronto viraron bruscamente y se dirigieron a la ciudad. Sus alas resplandecían amenazadoras en el cielo. Estaban ya casi sobre nuestras cabezas, precisamente a la altura desde la que, por lo general, entraban en picado. Después de realizar una última maniobra, se lanzaron una tras otra sobre la ciudad, casi en vertical.

Había llegado la primavera. Desde la ventana de la segunda planta observaba la llegada de las cigüeñas. Sobrevolando la cúspide de los minaretes y de las chimeneas altas, buscaban los nidos antiguos y por las grandes elipses que describían en el cielo no resultaba difícil adivinar su tristeza y su sorpresa al encontrar los nidos dañados por la onda expansiva de las bombas, por el viento y la lluvia del pasado invierno. Las miraba y pensaba que las cigüeñas no podrían saber nunca lo que puede suceder a una ciudad durante el invierno, durante el período en que están ausentes.

XII

Era domingo. De abajo llegaba el sonido del pico de nuestro vecino, que llevaba dos semanas intentando construir en el patio un refugio antiaéreo moderno, según el modelo del que se había hecho construir recientemente la señora Majnur. Los bombardeos habían cesado desde el comienzo de la primavera. Hacía tiempo que habíamos regresado a nuestras casas. Los primeros en fabricarse refugios antiaéreos modernos y abandonar la fortaleza fueron los Karllashe y los Angoni. A continuación lo hicieron las monjas y las prostitutas, a quienes fue el ejército el que les construyó el alojamiento. Inmediatamente después se fueron marchando, uno tras otro, todos los que tenían dinero suficiente para hacerse construir un refugio similar. La mayor parte de la gente sólo abandonó la fortaleza cuando los bombardeos de los ingleses empezaron a espaciarse. Lo primero que me llamó la atención cuando regresamos a casa fue la ausencia del panel de hojalata donde ponía: «Refugio antiaéreo para 90 personas». Alguien lo había arrancado durante nuestra ausencia y en el muro sólo había quedado una leve marca cuadrada que, siempre que se la miraba, provocaba un vacío en el estómago.

Los golpes del pico del vecino sonaban de forma monótona.

El domingo se expandió de manera uniforme sobre la ciudad. Era como si alguien hubiera estrellado el sol sobre la tierra, y en todas partes: en la calle, en los cristales de las ventanas, sobre los charcos y los tejados, hubieran quedado tras el choque fragmentos de luminosidad humedecida. Recordaba cuando, hacía mucho tiempo, la abuela había limpiado un pez enorme. Sus escamas luminosas le habían cubierto los brazos. Entonces tuve la impresión de que todo su cuerpo era domingo. Por el contrario, cuando papá se enfadaba era martes.

De la otra habitación llegaban las voces de la abuela y la tía Xemo. Estaban otra vez hablando de lo mismo. Las mujeres del barrio, que habían estado entrando y saliendo durante toda la mañana para expresar toda clase de conjeturas, estaban preparando ya la comida en sus casas, pero la abuela y la tía Xemo seguían con lo mismo. Alguien había bajado durante la noche a nuestro aljibe. Las huellas mojadas de los pasos aparecían por todas partes. Quien fuera, ni siquiera se había tomado la molestia de cerrar la tapa del depósito después de salir. En uno de los cubos había ceniza, que incluso después de quemada seguía oliendo a petróleo. Al parecer, el desconocido había estado alumbrando largo rato el aljibe desde el interior.