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—¡Se queman, se queman!

Tan sólo las calles, que pertenecían a todos, se esforzaban por mantener cierto orden en medio de aquel caos.

No duró mucho. El humo se elevaba cada vez más serenamente sobre el edificio incendiado. Las ventanas, donde poco antes se enardecían las llamas, habían comenzado a ennegrecer.

—Bueno, ya se ha quemado el Reichtag —dijo Javer, moviendo el globo terráqueo con el dedo.

—¿Quién lo habrá incendiado? —preguntó Ilir.

—¿Quién? Los incendiarios —le respondió Javer.

—Toda ciudad en el mundo posee un edificio que debe arder —añadió Isa.

Javer rió para sí. Después bostezó. Se le cerraban los ojos. Isa también bostezaba. Fuera, las calles se habían casi tranquilizado. Me fui.

Por la noche hubo una detención en nuestra calle. Los fuertes golpes en la puerta, sin semejanza con ninguna otra forma de llamar, despertaron a buena parte del vecindario.

—¿A quién se han llevado? —preguntó la abuela, abriendo los postigos de la ventana que daba a la calle.

—Aún no se sabe a ciencia cierta —le respondió una voz susurrante—. Me parece que al hijo de los Mezinate.

Al día siguiente se supo que había habido detenciones en toda la ciudad. En la plaza pusieron un aviso enorme en el que se prometía una suma de 40.000 lekes a quien entregara a los incendiarios.

La tercera noche, los gendarmes arrestaron a un desconocido. Antes de detenerlo lo habían seguido durante un buen trecho. El desconocido caminaba como aturdido, llevaba en la mano una botella (el olor a petróleo se distinguía desde lejos) y sobre el hombro una cuerda enrollada. Era medianoche. Ya no había ninguna duda de quién era el incendiario. Le habían encontrado en el bolsillo una caja de cerillas y una bolsa pequeña con ceniza.

Por la mañana corrió el rumor de que el detenido era el muchacho que había besado a la hija de Aqif Kaxahu. A pesar de todas las desgracias que habían caído sobre la ciudad el pasado invierno («¡Ah, como este invierno, que no volvamos a ver ninguno nunca!», decían las viejas), nadie había olvidado al muchacho de cabellos claros. Todos hablaban de él ahora. «¿Has oído lo que ha dicho en el interrogatorio el chico que besó a la hija de Aqif Kaxahu? No, no sé nada. ¿El que quemó el ayuntamiento? El ayuntamiento no lo ha quemado él. El petróleo y la ceniza que le encontraron al cogerlo eran para otra cosa. ¿De verdad? Bajaba de noche a los pozos en busca de la chica. ¿De noche? ¿A los pozos? ¡Ah, de lo que es capaz el amor! Pues, según dice el muchacho que besó a la hija de Aqif Kaxahu, resulta que ella fue ahogada por alguien de su propia familia. Oye, la verdad es que hace mucho tiempo que no veo a esa muchacha. Nadie la ha visto. Hoy, a mediodía, un inspector fue a casa de los Kaxahu y reclamó verla. La chica no estaba. El muchacho que besó a la hija de Aqif Kaxahu insiste en que la han ahogado. Oye, ahora que lo recuerdo bien, desde que ocurrió aquello, lo del besuqueo, no he vuelto a ver a la muchacha. Ya te lo he dicho, no solamente tú: nadie la ha visto. Tienes razón, continúa. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Aqif Kaxahu ha declarado que había enviado a su hija a casa de unos primos lejanos. ¡Ah, primos lejanos…!»

—Has adelgazado —me dijo la abuela—. Vete unos días a casa de babazoti.

Esperaba aquel consejo.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

… desde ahora es evidente que en nuestra ciudad actúa un grupo de terroristas. Cuando la policía atrapó a medianoche a un individuo con petróleo y una cuerda, todos creyeron que por fin se había encontrado al Nerón de nuestra ciudad. Pero resultó que no era Nerón, sino Orfeo, en busca de su Eurídice por los pozos de la ciudad. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Se posponen temporalmente todos los juicios por cuestiones de propiedad de la tierra, a causa de la quema de los documentos del catastro. Cine. Mañana, la película «Gran Hotel», con la afamada actriz Greta Garbo. Se prohibe la circulación desde las 9 de la noche hasta las 4 de la madrugada, con excepción de las comadronas. El comandante de la plaza, Bruno Archivocale. Precio del pan. Dr. S. Xuberi. Enfermedades venéreas…

XIII

Como cada año, la tierra que rodeaba la casa de babazoti había vuelto a moverse. A primera vista, parecía que el paisaje no hubiera variado, pero si se observaba con cuidado se comprobaba que algunos senderos ya no existían, que otros estaban agonizando, mientras que entre el polvo y la hierba habían nacido otros senderos nuevos, aún estrechos y débiles, pero notablemente obstinados.

Como siempre, babazoti descansaba en su hamaca y leía. La abuela tendía las sábanas en una cuerda. Las blancas telas se agitaban con el viento fresco, que soplaba de la dirección en que se encontraba la casa de Susana. En derredor habían aumentado los matorrales. Aprovechando los bombardeos de la primavera, habían realizado un ataque desesperado contra la casa.

La hilera de sábanas blancas, que oponían mil pequeñas resistencias al viento, resultaba tranquilizadora. El ataque del aire contra las sábanas era débil. Recordaba el juego de un gato que aparenta querer arañarte, pero mantiene las uñas retraídas.

El aire fresco soplaba siempre en la misma dirección. Quizá trajera a Susana.

La abuela mayor terminó de tender las sábanas.

—¿Y cómo están mamá y papá? ¿Cómo le va a Selfixe? —preguntaba mientras prendía las últimas pinzas en la cuerda.

—Están bien.

Distinguí algo más entre el frufrú de las sábanas.

—Estás atolondrado —dijo la abuela—. Pero tienes razón, hijo, con todas esas bombas y esos aviones…

Una pequeña sirena dio la alarma. Era ella la que revoloteaba. Sus alas blancas brillaron sobre el cielo. Apareció un instante entre las sábanas, como si fueran nubes, y volvió a esfumarse.

Salí al patio y estaba allí, con la cabeza ladeada. Llevaba una falda gris clara, del color del aluminio.

—Susana.

Ella volvió la cabeza.

—¿Has venido?

—Sí.

Había crecido.

—¿Cuándo?

—Hoy.

Sus piernas eran más delgadas y más largas.

—¿Dónde estuviste durante los bombardeos? —le pregunté.

—Allá, en aquella cueva de allá…

—Nosotros estuvimos en la fortaleza. Te estuve buscando un día.

—¿De verdad? Creí que no te acordabas de mí…

—Sí que me acuerdo.

Movió la cabeza a un lado y se ajustó con la mano un prendedor de su cabello.

—Me importa mucho que te acuerdes de mí —dijo de pronto y se fue.

Entre los árboles, por el sendero que ascendía hacia su casa, apareció una vez más la falda de color de aluminio. Después dio la vuelta y volvió a acercarse.

—¿Me lo vas a contar? —preguntó con severidad…

—Te lo contaré.

Sus ojos brillaron de felicidad.

—¿Tienes mucho que contar?

—Mucho.

—Empieza. Empieza ya.

Nos sentamos en la hierba, al borde del camino, y yo me puse a contarle cosas. No era fácil. Tenía tanto que contar que mi cabeza estaba sumida en un auténtico desbarajuste. Ella me escuchaba concentrada, con los ojos extraordinariamente abiertos, frunciendo la frente, como si sintiera dolor cuando yo confundía los acontecimientos, su sucesión o su importancia. Varias veces, enardecido yo mismo con el relato, le deformaba osadamente los hechos. Así, por ejemplo, cuando le hablé del brazo cortado del inglés le conté que Aqif Kaxahu lo mordía iracundo una y otra vez y tras cada mordisco el pueblo lo aclamaba. Ella lo escuchaba todo con la mayor atención y sólo cuando empecé a contarle cómo un hombre al que llamaban Macbeth había invitado a cenar a otro del que no recordaba el nombre y cómo este Macbeth, después de cortarle la cabeza a su invitado, recordó que no conocía las reglas de la administración de la sal a una cabeza cortada ella me puso la mano en la boca y con voz implorante me dijo: