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—Cuéntame algo menos violento, por favor.

Entonces le hablé de la señora Majnur, que aullaba por las calles el día que se quemó el ayuntamiento y de Vasiliki y de la abuela, que dijo «cómo no me habré muerto el invierno pasado», cuando se enteró de la llegada de Vasiliki. Le estaba contando algo sobre la última visita de la tía Xemo y sobre la derrota de Grecia, cuando oí la voz de la mayor de mis tías, que me llamaba para comer.

Estaban ya a la mesa. Los restos de una disputa se apreciaban en el ambiente. La menor de mis tías tenía la cabeza gacha.

—Que no te vea más con ese tarambana, ¿te enteras? —dijo la abuela, sirviendo la comida en los platos.

—Es amigo mío, me deja libros —respondió ella con terquedad.

—Libros. ¡Vergüenza te debería dar! Libros de enamoramientos que te confunden la mente.

—No son de enamoramientos, sino de política…

—Tanto peor. Un día nos traerás a casa los carabineros.

—¡Basta ya! —dijo el abuelo.

El silencio no duró mucho.

—Ya eres toda una mujer —la emprendió de nuevo la abuela—. Tus amigas no levantan la cabeza del bordado. Mañana irás a ver a tu prometido.

La tía sacó la lengua, como siempre que le hablaban del asunto.

Al día siguiente, Susana estaba pensativa.

—¿Cómo era el anillo del dedo del inglés? —me preguntó.

—Muy bonito, brillaba con el sol.

—¿Qué crees tú? ¿Quién le habría dado el anillo?

Me encogí de hombros.

—A lo mejor se lo había regalado su novia —dijo.

—Quizá.

Me cogió del brazo.

—Escucha —me dijo, acercando su boca a mi oído—. De todo lo que me has contado, lo que me ha hecho más impresión es lo de la hija de Aqif Kaxahu. ¿Me lo cuentas otra vez?

Yo dije que sí con la cabeza.

—Pero, por favor, recuerda bien cómo sucedió y no confundas las cosas.

Estuve un rato pensando.

—No te apresures —insistió—, recuérdalo bien.

Fruncí el ceño para darle a entender que estaba repasando todos los detalles, cuando en realidad me venían a la memoria, sin pretenderlo, otras cosas embarulladas y sin ninguna relación.

—Ahora, cuéntamelo —dijo.

Ella escuchaba atentamente. Sus ojos, su pelo, sus brazos ligeros, todo su ser estaba expectante y escuchaba.

Cuando acabé, respiró profundamente.

—¡Qué cosas tan extrañas suceden en el mundo! —dijo.

—Un amigo mío tiene un mundo pequeño de cartón. Puedes moverlo con el dedo.

Pero ella ya no me escuchaba. Su pensamiento estaba en otra parte.

—¿Vamos a la cueva?

Yo no tenía ningún deseo de ir a la cueva; estaba harto de bodegas y de lugares húmedos, pero no quise contrariarla.

En la cueva hacía fresco. Nos sentamos en unas piedras y permanecimos en silencio.

—¿Sabes? —dijo repentinamente—. Hagamos como que vienen los aeroplanos y tiran bombas. Tú haces como aquel chico y yo como la hija de Aqif Kaxahu.

No sabía qué decir.

—Ya vienen —siguió diciendo y bajando la voz—. ¿Los oyes? Son muchos. Suena la sirena. Ahora están bajando. Las bombas caen cerca de nosotros. ¿Cuándo se apaga la lámpara?

—Ahora.

Extendió los brazos y me los echó alrededor del cuello. Su mejilla suave rozó la mía.

—¿Así? —me preguntó.

—Sí.

Sus brazos eran tran fríos como el aluminio. Su cuello despedía un agradable olor a jabón.

—Alguien enciende la lámpara —dijo poco después—. Ahora él nos verá.

Yo mantenía el cuello estirado. Susana apartó los brazos con arrebato.

—Me llevan arrastrando de los pelos, ¿lo ves? ¿Qué harás tú ahora?

—Bajaré a los infiernos —dije en tono solemne.

Ella rompió a reír.

Ese día y el siguiente repetimos muchas veces aquello. Me gustaba permanecer inmóvil mientras sus brazos envolvían mi cuello. Del suyo emanaba aquel agradable olor a jabón. Un día (allí no había jueves ni martes como en nuestro barrio; sólo existían mañanas, mediodías y tardes) estábamos abrazados a nuestro modo, contando las bombas que caían con creciente furor, cuando en la entrada de la cueva se detuvo una sombra. Yo la vi primero, pero no pude impedir lo que sucedió entonces.

—¡Susana! —gritó su madre.

Susana apartó rápidamente los brazos de mi cuello. Se quedó paralizada. La mujer, cuyo rostro no veíamos bien a causa de la luz procedente del exterior, se aproximaba:

—Aquí es donde te metes todo el día —exclamó con voz queda pero iracunda. (Aqif Kaxahu, lo recordaba bien, no había dicho una palabra.) Ahora vendría lo de arrastrarla de los pelos—. Levántate —gritó casi la mujer y dio un tirón a Susana por uno de los brazos. En su mano robusta, el brazo de Susana se tensó como si fuera a quebrarse.

Con el tirón, el cuerpo de Susana pareció descoyuntarse. La espalda y toda la parte superior de su cuerpo se lanzaron hacia adelante, mientras la cabeza quedó quieta un instante y las piernas se apresuraron a mantener el equilibrio para no caer.

—Pronto has empezado —gruñó entre dientes la mujer. Después, antes de abandonar la cueva, se volvió hacia mí.

—Y tú, mamarracho, que aún no sabes limpiarte los mocos…

Dijo aún dos o tres palabras más, de ésas con terminaciones gruesas que yo siempre me había representado como plagadas de espinas.

Se fueron. ¿Qué sucedería ahora? ¿Tendría que bajar a los pozos?

Fuera, había calma y luz. Un pájaro volaba en el cielo. La brutalidad y aquellas palabras repulsivas de terminaciones gruesas habían quedado en la penumbra de la cueva.

Me llevan arrastrando de los pelos. ¿Qué harás tú ahora?

Caminaba lentamente. Tenía la cabeza embotada. No se apartaba un momento de mi mente aquella cuerda mojada que había aparecido una mañana en la boca del aljibe. «¿Qué significa este cubo atado a la punta?» La ceniza negra que había en el fondo del cubo olía aún a petróleo quemado. «Esto es lo que nos han dejado esos enamoramientos», dijo la abuela. «¡Ah, querida Selfixe, sólo esto nos faltaba en estos tiempos! ¡Amor, madre mía! ¡Quita, quita! Mejor la tumba.»

arrastrando de los pelos. ¿Qué harás tú?

Me subí al tejado. Desde allí se veía la casa de Susana. En el patio estaban tendidas las sábanas blancas. El juku.

Me tumbé sobre las placas calientes de piedra y miraba al cielo. Una pequeña nube avanzaba hacia el norte. Cambiaba de forma continuamente. «Todo se soporta, querida Selfixe, menos que llegue el día en que se propaguen los enamoramientos. Es preferible la peste.»

En la ciudad continuaba hablándose (decían incluso que había salido en el periódico) del muchacho que había bajado, uno por uno, a los pozos con una cuerda y un cubo con ceniza ardiente, buscando a la hija de Aqif Kaxahu.

La abuela había alzado cuidadosamente el cubo y lo había volcado. Había mirado durante mucho tiempo la ceniza negra y mojada. Después había balanceado la cabeza y yo estuve a punto de preguntarle: «¿Por qué lo haces abuela?», pero el puñado de ceniza negra quitaba las ganas de hablar.

La pequeña nube avanzaba a través del cielo como embriagada. Se había tornado larga y delgada. La vida del cielo debía de ser muy aburrida en verano. Los acontecimientos eran entonces bastante escasos allá en lo alto. La nubecilla que lo atravesó, como un hombre atraviesa una plaza desierta bajo el calor del mediodía, se disolvió antes de alcanzar el norte. Había notado que las nubes mueren muy pronto. Sus cadáveres vagaban largo tiempo por el cielo. No era difícil distinguir las nubes vivas de las muertas.