Para mi sorpresa, vi a Susana al día siguiente. Pasó por delante de nuestra puerta junto a su padre, como una señorita, y ni siquiera volvió la cabeza para mirar. Me resultó completamente extraña. Lo repitió otra vez por la tarde. En cuanto me vio en la puerta, levantó la cabeza y se apretó todavía más contra su padre. Este me miró con el rabillo del ojo. Era un hombre muy apuesto.
Durante los días siguientes salió con su madre. Siempre del brazo, como una señorita. Su madre me clavaba los ojos como si estuviera viendo un perro rabioso. ¿Quién sabe cuántas palabras sabía de aquellas de alambre de espino? ¡La bruja!
Casi todo el verano y el comienzo del otoño los pasé con babazoti. Fue el verano más largo de mi vida. Estaba continuamente adormecido. Los días pasaban sin acontecimientos y sin nombre. Los miércoles, los domingos, los viernes, después de haber amontonado las horas del día y de la noche que contenía cada uno en un cúmulo informe, se habían quitado de en medio como envoltorios inservibles.
Así continuó todo durante mucho tiempo. Refrescaba. Restallaron los primeros truenos detrás de la línea del horizonte. La casa del abuelo se ensombrecía. La abuela se peleaba cada vez más con la menor de mis tías. Ésta daba vueltas por la casa llena de alegría, sin prestarle atención, tarareando una canción que, al parecer, había salido recientemente.
La abuela escuchaba y balanceaba la cabeza, pensativa, como si dijera: «Me tiene hasta la coronilla esta chica».
Llegó la primera lluvia. Llegó el día de volver a casa. Estaba nublado. Soplaba el viento de las montañas del norte. Dejé atrás el camino de la fortaleza, atravesé el Puente de las Disputas y caminaba ya por el barrio del centro. Me sorprendí al encontrarme de nuevo entre los muros grises de piedra que se alzaban a ambos lados hacia lo alto. Las calles estaban asombrosamente desiertas. Sólo en la plazuela, junto al mercado, un pequeño corrillo de gente escuchaba a alguien que pronunciaba un discurso. Me acerqué a escuchar yo también. No conocía al hombre que hablaba. Era de talla mediana, con el cabello semiencanecido, y durante su alocución extendía repetidamente los brazos.
—En estos tiempos tormentosos, debemos conservar el cariño mutuo. El amor nos protegerá. ¿Qué ganaremos con el fratricidio? Se alzará el hijo contra el padre, el hermano contra el hermano. La sangre correrá a torrentes. Alejad el fratricidio de nuestra ciudad. No permitáis que penetre en ella la muerte. El desdichado albanés se ha pasado la vida con cinco kilos de hierro a la espalda. Las otras naciones con pan, el albanés con hierro. ¡Dejemos los hierros, hermanos! El hierro engendra discordia. Tenemos necesidad de conciliación. La lucha fratricida…
Las calles de nuestro barrio estaban completamente vacías. Las puertas estaban entornadas. Apreté el paso. ¿Dónde estaría la gente? Caminaba casi a la carrera. Mis pasos resonaban de forma temerosa. Más puertas cerradas. Aldabas en forma de mano humana. La confabulación era unánime. Nuestra puerta estaba abierta. Me esperaba. La empujé y entré.
—¿No has encontrado mejor día para venir? —me dijo mamá.
—¿Por qué?
No quiso decírmelo. La abuela y papá me abrazaron.
—¿Por qué ha dicho eso mamá? —pregunté a la abuela.
—Han herido a un hombre.
—¿A quién?
—A Gerg Pula.
—¡Ah! ¿Quién ha sido?
—No se sabe. Eso investiga la gendarmería.
—Y la hija de Aqif Kaxahu, ¿apareció?
—¿A qué viene acordarse ahora de la hija de Aqif Kaxahu? —dijo ella en tono de reconvención—. Está con unos primos lejanos.
Un guerrillero. En el barrio del centro se había ido uno de guerrillero. Una semana antes era una persona corriente: con casa, llamadas a la puerta, bostezos antes de dormir; era el nieto segundo de Bido Sherif. Y de pronto se había convertido en guerrillero. Ahora estaba en la montaña. Caminaba, has montañas estaban cubiertas de brumas invernales, que rodaban por los barrancos como en una pesadilla. El guerrillero estaba allí. Todos estaban aquí. Sólo él estaba allí.
—¿Por qué dicen «se ha ido el guerrillero»?
—Porque… Porque se ha ido de la ciudad.
—¿Y por qué no vuelve?
—¡Uf, me aburres todo el día con esas preguntas!
Una bruma cegadora, cargada de electricidad, partía la ciudad en dos. Los barrios altos se encontraban por encima de ella, como en tierra de dioses, y los bajos por debajo, como en el infierno. En días así, cuando la ciudad quedaba de ese modo dividida por la niebla, era peligroso subir de abajo arriba o bajar de arriba abajo. Los rayos habían matado tiempo atrás a dos viejas comadres.
El invierno arrojaba lluvia y viento sobre la ciudad como nunca lo había hecho antes. Las nubes se apresuraban a descargar cuanto antes la porción de truenos, granizo y lluvia que llevaban consigo. El horizonte estaba ahogado en niebla.
Mamá lo encontró una mañana fría. Había bajado a la planta baja para sacar agua del pozo con un cubo. Nos calentábamos junto al fuego, cuando oímos sus pasos precipitados por la escalera.
—Se le habrá caído el cubo al pozo —dijo la abuela.
Mamá entró con aspecto inquieto. Llevaba en la mano un pequeño paquete descuidadamente envuelto, un paquete de papel o de trapo, no se distinguía bien.
—¿Brujería? Ya empezamos otra vez…
—Tíralo al suelo —dijo la abuela.
Mamá lo tiró. Papá se levantó con brusquedad, cogió el envoltorio y comenzó a deshacerlo con sus dedos nerviosos. Yo miraba con los ojos desorbitados, esperando que de aquel paquete terrible cayeran de un momento a otro uñas, pelos, ceniza y alguna vieja moneda turca.
Pero no cayó nada del envoltorio. Al abrirse se transformó por sí solo en un papel arrugado. Papá le dio varias vueltas de un lado y de otro y después comenzó a leerlo.
—¿Qué es? —preguntó mamá.
—Alguna deuda —dijo la abuela.
Papá no respondió. Me acerqué y miré por encima de su hombro. Era un papel escrito a máquina. Tenía algo añadido al final. Mis ojos quedaron presos en aquellos dos renglones escritos a mano. Aquellas letras inclinadas hacia adelante, como si se apresuraran bajo la lluvia y el viento… las conocía: era la letra de Javer.
—¿Qué es? —preguntó otra vez mamá.
Papá volvió a envolver el papel arrugado.
—Nada —dijo—. No digáis nada a nadie.
Por la tarde vinieron las mujeres, una tras otra.
—¿También a vosotros os han echado panfletos?
—Sí, ¿y a vosotros?
—La señora Majnur fue a avisar a los gendarmes.
—Es la hecatombe.
—¿Qué quiere decir partido comunista?
—¡Vete a saber!
—Cosas sorprendentes —dijo la abuela—. Cosas que nunca habían sucedido.
Por la noche hubo nuevas detenciones.
—El mundo se está volviendo salvaje —dijo la abuela.
La ciudad se volvía verdaderamente salvaje. Las chimeneas aullaban, enajenadas, con el viento.