—¿Qué viento es ése?
El hombre del cabello semicanoso pronunciaba discursos por todas partes tratando de calmar la ciudad. Nunca olvidaba mencionar los cinco kilos de hierro.
Vísperas de invierno. Miraba la primera escarcha que vestía el mundo y pensaba de qué país serían los harapos que nos traería esta vez el viento invernal.
XIV
Los dos camiones cargados de detenidos partieron por la tarde. La plaza del centro estaba repleta de gente. Los carabineros se movían entre la multitud. Los que iban a ser internados, subidos a la caja de los camiones, se habían levantado las solapas de sus viejos abrigos. Muchos de ellos sostenían en la mano pequeños hatillos. El resto no llevaba nada. Permanecían prácticamente en silencio. En torno, la multitud vociferaba. Muchas mujeres lloraban. Las demás, las viejas, daban recomendaciones. Los hombres hablaban en voz baja. Los condenados callaban.
—¿Qué han hecho? ¿Por qué se los llevan? —preguntó un transeúnte.
—Han hablado en contra.
—¿Cómo?
—Que han hablado en contra.
—¿Qué significa eso? ¿Cómo contra?
—Que han hablado en contra, te estoy diciendo.
El otro se dio medio vuelta.
—¿Por qué se los llevan? ¿Qué han hecho? —volvió a preguntar.
—Han hablado en contra.
El comanante de la ciudad, Bruno Archivocale, atravesó la plaza seguido de un grupo de oficiales. En el ayuntamiento iba a celebrarse una breve reunión.
Los motores de los camiones llevaban tiempo calentando. Después, el fragor amortiguado de la plaza se incrementó repentinamente. El primer camión se movió. De aquel mar fragoroso se desprendieron gritos, alaridos, palabras en voz alta. El segundo camión se movió también. Los condenados saludaban con la mano.
—¿Dónde los llevan?
—No se sabe; lejos.
—¿A Italia?
—A lo mejor.
—He oído que a Abisinia.
—Es posible. El imperio es grande.
En ese momento, los condenados entonaron una canción. Sus notas eran prolongadas. Entre los gritos, el ruido de los camiones y las voces cortantes de los carabineros no se distinguía bien la letra.
Uno de los detenidos gritó.
—¡Viva Albania!
La plaza hervía. Los camiones atravesaron por fin la multitud que los rodeaba y se alejaron con rapidez.
La plaza se fue vaciando. En el ayuntamiento, la reunión parecía haber comenzado. Numerosos guardias caminaban lentamente ante la acera. Las calles iban quedando también desiertas.
La ciudad oscureció sin aquellos que habían hablado en contra. Pero, sorprendentemente, durante la noche volvieron a distribuirse panfletos. La señora Majnur abrió su puerta al amanecer y se dirigió a la gendarmería.
Ilir vino por la tarde.
—¿Hablamos en contra?
—Vale.
—No nos vayan a oír los chivatos.
—¿Dónde vamos? —pregunté.
—Al tejado.
Fuimos a casa de Ilir y sin hacer ruido subimos al tejado. Aquella visión daba miedo. Miles de tejados de la ciudad se extendían sin fin, cenicientos y pendientes, como si se hubieran movido y se hubieran vuelto sucesivamente a un lado y a otro durante un sueño desasosegado. Hacía mucho frío.
—Empieza tú —dijo Ilir.
Saqué la lente del bolsillo y me la puse sobre el ojo.
—Xhundra-bullundra —dije.
—Straftra-kallamastraftra —dijo Ilir.
Nos quedamos pensando un momento.
—¡Viva Albania! —dijo Ilir.
—¡Abajo Italia!
—¡Viva el pueblo albanés!
—¡Abajo el pueblo italiano!
Silencio. Esta vez era Ilir quien pensaba.
—Eso no está bien —dijo—. Isa dice que el puelo italiano no es malo.
—¡Vaya, hombre!
—Es así.
—No —me empeñé yo—. Si son malos los aeroplanos, ¿cómo va a ser bueno el pueblo italiano? ¿Pueden ser los hombres mejores que los aeroplanos?
Ilir quedó desconcertado. Al parecer estaba cambiando de opinión. Pero justo cuando eso iba a suceder, dijo con obstinación:
—No.
—Tú eres un traidor —le dije—. ¡Abajo los traidores!
—¡Abajo el fratricidio! —dijo Ilir cerrando los puños.
Instintivamente, ambos miramos a los lados. Podíamos caernos por el tejado.
Sin decir una palabra más, bajamos uno tras otro y nos separamos enfadados.
Durante todos aquellos días se habló de los que se iban a la guerrilla. Se había ido gente de Palorto, de Jobek, de Varosh y de Sfaka, de los barrios del centro y de las afueras de la ciudad. También se había ido una muchacha del barrio de Hazmurat.
Alguien había traído a la ciudad la noticia del primer muerto entre los guerrilleros. Era el segundo hijo de Avdo Babaramo. No se sabía dónde había muerto ni cómo. No habían encontrado el cuerpo.
Avdo Babaramo y su mujer se encerraron en su casa durante muchos días. Después, Avdo alquiló una mula por tres meses, tomó algún dinero y partió en busca de su hijo a lejanas montañas y comarcas. Ahora estaba allí, buscando.
El invierno de la guerra: así llamaban a aquel invierno todas las mujeres que venían de visita.
Un día, al abrir la puerta, me quedé asombrado. En el umbral estaba la abuela mayor. Era una cosa extraordinaria. Venía a nuestra casa una vez al año o cada dos años, porque ella no hacía nunca visitas, pues estaba demasiado gorda para recorrer trechos largos a pie. Además, sólo venía en primavera, cuando no la molestaban ni el frío ni el calor. Y ahora se encontraba en el umbral, con su rostro ancho, blanco y apaciblemente triste.
—Ha venido la abuela mayor —grité desde abajo.
Mamá bajó corriendo las escaleras con la ansiedad en el rostro.
—¿Qué ha pasado? —gritó.
La abuela balanceó la cabeza lentamente.
—No se ha muerto nadie.
Mi otra abuela apareció en lo alto de la escalera, completamente inmóvil, como una estatua.
—¡Bienvenida! —dijo con voz sosegada.
—¡Bienhallada, Selfixe! ¡Bienhallados todos!
Apenas pudo acabar la frase. Se quedaba sin aliento al subir la escalera.
Todos permanecimos expectantes.
Se sentaron las dos sobre los cojines del salón, la una frente a la otra.
De pronto, sobre el rostro blanco y obeso de la abuela mayor se movió algo, se descolocó; los ojos, la barbilla y las mejillas temblaron de un modo casi ridículo y lloró serenamente.
—La niña —dijo entre el llanto—, la pequeña… se ha ido… a la guerrilla.
Mamá lanzó un suspiro y se dejó caer sobre el diván. Los ojos grises de la abuela Selfixe no se movieron.
—No sé lo que me había imaginado —dijo mamá en voz baja.
La abuela seguía llorando.
—Estaba ya en edad de casarse. Le estaba preparando el ajuar. Se fue, lo ha dejado todo. ¡Con este invierno, en las montañas, sola! ¡Diecisiete años! Los bordados se han quedado a medias, abandonados. ¡Ay, Dios mío!
—Anda, no llores más —dijo la abuela Selfixe—. Estará con sus compañeros. Ya se ha ido y no la vas a hacer volver con lloros. Que vuelva sana y salva, eso es lo que hace falta.
Mojada por las lágrimas, la cara de la abuela mayor resultaba aún más ridicula.
—¿Y el honor? —dijo. —¿Y lo que dirán, Selfixe?
—Su honor estará junto con el de sus compañeros —dijo la abuela Selfixe—. Haznos un café, hija.
Mamá puso el cacillo al fuego. Yo no podía contener la alegría. Aprovechando la turbación general me escurrí escaleras abajo y corrí en busca de Ilir. Olvidé por completo que nos habíamos enfadado. Salió, todo nariz y morros.
—Ilir, escucha, mi tía se ha ido a la guerrilla.