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La abuela y la tía Xemo se habían colocado sobre las narices sus viejos impertinentes, que resultaban extremadamente ridículos con los cristales rotos, y escudriñaban la carretera repleta de soldados.

—Ya se ha derrumbado también Italia —dijo la tía Xemo—, después de castigarnos los oídos durante tanto tiempo.

—Era insoportable —dijo la abuela.

—¿Y dónde van a ir esos desdichados en medio de este invierno tan crudo? —siguió diciendo la tía Xemo.

—A deambular por los caminos. ¿Qué otra cosa pueden hacer?

—¡Pobres! ¡Las madres que los esperan!

—Es lo que pasa cuando se derrumban los reinos en invierno —sentenció la abuela.

La tía Xemo suspiró.

—Mantas. Montañas de mantas —dijo al poco rato.

Por la carretera pasaban columnas innumerables de soldados y mulos. El ajetreo duró todo el día y toda la noche. Por la mañana parecía que estuvieran allí las mismas columnas interminables del día anterior.

La ciudad embarrada, después de pasar una noche inquieta, amaneció aún más sombría. A medianoche, las bandas de Isa Toska habían entrado coreando viejas canciones. Aún no había amanecido cuando lo hicieron algunos destacamentos de «ballistas». Por la mañana, las bandas de Isa Toska, los destacamentos de ballistas y la multitud derrengada de soldados italianos deambulaban por las encrucijadas y las plazas, aparentando no verse unos a otros. Aquí y allá hubo pequeñas peleas entre las patrullas de ballistas y las bandas de Isa Toska. La más seria se produjo a mediodía, entre los ballistas y los italianos. Los primeros pretendieron apoderarse de una parte de las armas y las mantas de un destacamento italiano maltrecho que seguía camino hacia el norte. Los italianos no aceptaron las condiciones del cambio que les proponían. Al final de las discusiones, tras las ofensas y los insultos por ambas partes, restalló la ametralladora.

Simultáneamente, unos oficiales italianos hicieron un intento de volar con el bulldog, que hacía tiempo había quedado prácticamente abandonado en el campo. Chirriando y lanzando alaridos, el bulldog logró elevarse algunos metros y recorrer un breve trecho como atolondrado, hasta que se desplomó sobre un sembrado unos cientos de metros más allá, poniendo fin así, con este último vuelo tan breve como vergonzoso, a la historia del aeropuerto militar.

Una hora después del derramamiento de sangre, a través del campo del aeropuerto, llegó a la carretera la primera columna guerrillera. Delgada y larga, con una bandera roja al frente, pasó entre la multitud de soldados italianos y se acercó a la ciudad ascendiendo por la cuesta de Zalli. Una segunda columa descendía por la vertiente norte.

De lejos llegó un grito prolongado:

¡Los guerrilleros! ¡Los guerrilleros!

Subí corriendo a la segunda planta para verlo. Las columnas me parecieron escuálidas. Esperaba ver gigantes con armas refulgentes y eran sólo dos columnas vulgares, tremendamente vulgares, con sendas banderas rojas al frente. ¿Adonde se dirigían? ¿No sabían que la ciudad estaba enfurecida y armada hasta los dientes? Al parecer no sabían nada de esto, pues continuaban avanzando con rapidez hacia el centro. Una tercera columna, aún más escuálida y todavía menos imponente, estaba atravesando el puente entre las turbas de soldados italianos. También ésta llevaba una bandera roja.

¿Por qué no eran más y por qué no tenían coches, cañones, antiaéreos, bandas de música, sino tan sólo una bandera roja y unas cuantas mulas cargadas con municiones y con los heridos al final?

Por la ladera norte descendía una cuarta columna. Entretanto, la primera avanzaba por la calle de Varosh. Las ventanas estaban abarrotadas. La gente hablaba en voz alta, agitaba los pañuelos; alguien tocaba una armónica.

Salí corriendo a la calle. Se acercaban, pálidos, delgados, vestidos con ropas que les estaban grandes o demasiado ajustadas. Buscaba con la mirada a mi tía. Una muchacha, otra más. No. Aún más muchachas. Se dirigían hacia el centro. Sin percatarme yo mismo, caminaba junto a ellos, con un grupo de chavales. La tía no aparecía por ningún lado. Quizás en la otra columna. Desde las ventanas continuaban saludándolos. Un grupo de mujeres corría junto a ellos y preguntaba sin parar. Alguien se abrazaba, rompiendo la formación.

Las ventanas de la señora Majnur y del resto de las señoras estaban cerradas. Me asaltó una desazón. Me pareció que allá, en algún lugar por delante, había una trampa. Me pareció además que la columna avanzaba confiada hacia ella. La ciudad era grande y feroz. Las terribles bandas de Isa Toska, los ballistas con sus pellizas negras y sus bigotes, con las águilas bordadas en hilo de oro sobre sus casquetes blancos, las multitudes desesperadas de italianos vencidos, aunque todavía armados, parecían estar esperando la delgada columna guerrillera para devorarla.

En las primeras filas, en efecto, sucedía algo. Se oyeron voces.

—Algo sucede.

—En el minarete.

—¿Qué ha sucedido en el minarete?

—Los ojos.

—¿Qué?

—El clavo. El clavo.

—Apartad a los niños.

—¡Los niños atrás!

Nos apartaron.

Había sucedido algo verdaderamente funesto. Mientras la columna guerrillera avanzaba hacia el centro, el muecín Ibrahim, que había subido al minarete para presenciar la llegada de los guerrilleros, había esgrimido de pronto un clavo y había intentado sacarse los ojos. La gente que pasaba por la calle y que había subido corriendo a la torre al darse cuenta le había arrancado a duras penas de las manos el clavo ensangrentado. Habían intentado bajarlo, pero él, enfurecido y fuerte como era, les pidió el clavo gritando con voz potente: «¡No quiero ver el comunismo!». Por fin, tras inútiles esfuerzos por hacerlo descender y ante el riesgo cierto de rodar ellos mismos por las escaleras a causa de su acometividad, la gente desistió y dejó solo al hombre que había intentado sacarse los ojos. El muecín Ibrahim quedó con el pecho apoyado en la balaustrada, desde donde entonaba habitualmente sus oraciones, y con las manos colgando cantaba de forma estremecedora un antiguo himno religioso.

La noche encontró a la ciudad llena de ballistas, guerrilleros, gente de Isa Toska y multitud de soldados italianos. Era una noche cerrada, repleta de voces, gritos, consignas, cascos de mula, pasos. «¡Alto! ¿Quién va? ¡Alto! ¡Muerte al fascismo! ¿Quién eres tú? ¡Alto! ¡Libertad para el pueblo! ¡Alto! ¿Quién va? Non preoccuparti… No os alarméis. Somos los valientes de Isa Toska. ¡Alto! El santo y seña. Non disturbare, che spariamo! No molestéis, que disparamos. ¡Alto! ¡Atrás! ¡Atrás vosotros! ¡Muerte al fascismo! ¡No disparéis! ¡Alto! ¡Atrás os digo! ¡Muerte a los infieles! ¡Alto!».

La ciudad parecía tener pesadillas. Hablaba entrecortadamente. Su balbuceo era sombrío, invocaba a la muerte.

Al amanecer, todo se tranquilizó. La lluvia había cesado. El cielo estaba gris, pero con mucha luz. Por la callejuela se deslizó la mujer de Bido Sherif.

—Aqi Kaxahu se ha vestido de ballista —dijo sacudiéndose la harina de las manos—. Lo he visto con mis propios ojos, el muy perro, todo cubierto de correajes y cartucheras.

—¡Así reviente! —dijo la abuela.

Doña Pino empujó la puerta.

—¿Cómo es posible? No nos enteramos de lo que pasa —dijo la tía Xemo, que había dormido aquella noche en casa.

—¿En manos de quién está la ciudad? —preguntó la abuela.

—De nadie —respondió Doña Pino—. Es la hecatombe.

La ciudad estaba en manos de los guerrilleros. Se supo alrededor de las ocho de la mañana, cuando sus patrullas se dejaron ver por todas partes. Los ballistas se habían replegado en el barrio de Dunavat. Las bandas de Isa Toska lo habían hecho en el monasterio de Selim. Los italianos llenaban ambos márgenes de la carretera, la orilla del río y una parte de la explanada del aeropuerto.