—Se nos fue Tare —dijo uno—, por una prostituta.
—¡Se matan unos a otros! ¡Se matan unos a otros! – gritó una voz lejana.
La señora Majnur asomó su cara por la ventana y gritó con el rostro descompuesto:
—¡Que se despedacen!
Los dos hombres la oyeron. Alzaron las cabezas rápidamente, pero ya no se veía a nadie en las ventanas. Entonces, uno alzó la metralleta y disparó una ráfaga hacia las ventanas. Los vidrios rotos cayeron ruidosamente sobre el empedrado.
Está escrito en viejos libros: vendrá un pueblo que tiene los cabellos rubios y tratará de reducir a cenizas esta ciudad.
XVII
Los ejércitos alemanes habían cruzado la frontera meridional y marchaban sobre la ciudad, que se desalojaba ante su amenaza. Éste era el tercer desalojo en el transcurso de toda su existencia. El primero fue provocado por una peste, mil años antes. El segundo había tenido lugar hacía cuatrocientos años, cuando las tropas imperiales turcas habían cruzado la frontera, bajo el estandarte del Islam, exactamente por el mismo lugar que ahora presenciaba el avance de las tropas alemanas.
La ciudad se vaciaba. Se presentía la intensa soledad de la piedra.
Aquella noche de martes estaba llena de voces, pasos y rechinar de puertas. La gente se preparaba formando grupos, cerraba los portones pesados y emprendía el camino en la oscuridad, hacia la periferia y las aldeas cercanas.
En nuestro corredor se habían reunido Mane Voco y Bido Sherif junto con sus mujeres e hijos, además de Nazo y su nuera. Maksut había desaparecido. Yo estaba triste por la abuela, que se negaba nuevamente a venir, lo mismo que doña Pino. Temía que pudieran celebrarse bodas en su ausencia. Podían necesitarla. Durante sesenta años había engalanado a todas las novias de la ciudad. No podía abandonarla ahora. Una novia sin adornar es la cosa más horrible del mundo. «Es la hecatombe», había dicho cuando intentaban convencerla de que se fuera, «No y no.»
Partimos. Caminábamos con paso irregular, como ebrios. Aquí y allá, en la oscuridad, se escuchaban otros pasos. Todos se iban. Nos quedamos solos a la salida de la ciudad. Bido Sherif iba en cabeza con un bastón en la mano. Papá tropezaba continuamente con las piedras. Los demás murmuraban, maldecían, tosían, se torcían los tobillos en los hoyos. Tan sólo la nuera de Nazo, incluso en mitad de aquella noche negra, caminaba con elegancia, contoneándose levemente. Quizá no sabía andar de otro modo.
Atravesamos sembrados desiertos. En el momento en que salió la luna, caminábamos por la carretera. Nunca había visto algo tan terrorífico como aquella carretera en la noche, con las rodadas interminables de los camiones que, bajo la sombra debida a la luz de la luna, parecían líneas negras de muerte. Nazo cayó y volvió a levantarse.
Cruzamos el puente del río. Teníamos ante nosotros el campo abandonado del aeropuerto, a través del cual debíamos pasar. Más allá se distinguía la colina de la Santísima Trinidad e inmediatamente tras ella, negra y amenazadora, sorprendentemente próxima, como si se hubiese alzado de pronto para ver quien se le acercaba, esperaba la montaña.
La luna, como doña Pino, se esforzaba por embellecer o al menos suavizar un poco el aspecto lóbrego del paisaje. Pero su luz era tan escasa y tan débil que, absorbida con lujuria insaciable por la niebla y el barro, no hacía más que afearlo todo en mayor grado.
Finalmente desapareció tras las nubes.
—No se ve nada —dijo la nuera de Nazo. Todos volvieron la cabeza. La ciudad había desaparecido.
Alguien se quejó.
Entonces, la llanura, la carretera, la colina de la Santísima Trinidad, la niebla sin nombre, la misma montaña (me resultaba difícil creer que camináramos hacia una montaña, pues sus contornos eran ahora tan indeterminados que parecía que allí delante no hubiera otra cosa que un pedazo más denso de noche): todo aquello, abandonado a la oscuridad, comenzó a crujir y a moverse torpemente, como un monstruo. Poco a poco yo iba perdiendo la noción de la realidad. Nuestro caminar carecía ya de dirección, era un avance sin objeto, un errar por el vientre de la noche. Además, me sentía incapaz de pensar. Estaba acostumbrado a hacerlo entre las paredes, en las calles, las habitaciones, que, al parecer, me ordenaban los pensamientos, mientras que ahora todo era, no sólo inabarcable, sino también fatal. Ahí estaba la montaña: inclinada sobre la colina de la Santísima Trinidad, devoraba su lomo calladamente. Y ésta moría.
Alguien estornudó. Fue un sonido providencial, pero desgraciadamente breve.
Volvió a salir la luna. La bruma se arrastró rauda hacia su luz, tiñéndose las barbas con ella y derramando el resto sobre el barro de la llanura. Cogida por sorpresa, la montaña se alejó instantáneamente de la colina, pero no resultaba difícil ahora distinguir los desgarrones profundos que había dejado en su lomo.
La nuera de Nazo, la única que no había emitido un solo quejido ni suspiro durante la marcha (esto se debía quizás a que ella caminaba por el mundo de la magia, con el que estaba vinculada hacía tiempo), volvió nuevamente la cabeza.
—La ciudad —dijo entre dientes.
—¿Dónde? —le pregunté en voz baja.
—Allí.
No vi nada.
—Sí, allí —repitió.
—¿Aquello como niebla?
—Sí.
Allí estaba la abuela.
La luna volvió a ocultarse. Aquel recuerdo fugaz de la abuela fue devorado instantáneamente por las tinieblas. Aprovechando la oscuridad, la montaña volvió a inclinarse sobre la colina.
Continuamos largo rato así. Ahora ascendíamos.
—No os durmáis caminando —dijo Bido Sherif.
Ilir estaba junto a mí.
—Me estaba durmiendo —dijo.
—¿Y eso?
—No sé.
Subíamos sin cesar.
—Amanece —dijo Mane Voco.
El sol, en efecto, vertía una luz débil, pero parecía que en cualquier instante fuera a retractarse y a dejarnos de nuevo en la negrura.
Paramos a descansar en un pequeño altozano. La llanura, allá abajo, la carretera, los ribazos, la niebla y la montaña se liberaban lentamente del yugo de la noche y esperaban la mañana, cansados y lívidos por la angustia pasada.
—Allí —dijo Ilir—. Mira allí.
A lo lejos, entre la turbiedad que se originaba de la mezcla de la noche y el día, aparecieron los contornos de la ciudad. Era la primera vez que la veía de lejos. A punto estuve de gritar de alegría, pues durante toda la noche había estado imaginando que resbalaba y resbalaba irremisiblemente y se hundía en el barro de la llanura como un barco viejo.
El relieve de la tierra se había sacudido ya definitivamente los duendes de su lomo y se descubría con lentitud bajo la luz del día. Tan sólo en los ojos cenicientos de la nuera de Nazo había quedado algo de la magia de la noche.
La ciudad estaba allí, completamente sola entre las mandíbulas de la niebla, que se abrían torpemente por todas partes. Allí estaban las viejas de la vida. Allí, desde sus ventanas, la abuela y la tía Xemo, con los impertinentes rotos sobre su nariz, vigilaban la carretera, esperando la aparición de los hombres de cabellos rubios. Llevaba tiempo observando algunos signos. Ahora esos signos eran ya infalibles: la abuela y la tía Xemo se preparaban para ser candidatas a viejas de la vida. La prueba frente a los alemanes era, al parecer, la definitiva para ellas, del mismo modo que lo habían sido para las otras las grandes incursiones de los turcos, las masacres sobre las ruinas de la república y después de la monarquía, como también el hambre ininterrumpido durante cuarenta años.