—Caminemos —dijo Bido Sherif—, ya nos queda poco.
Nos levantamos. Yo caminaba dormido. Era un sueño difícil, interrumpido y rasgado por los hoyos del camino. Alguien dijo: «Hemos llegado». Abrí los ojos.
—¡Hemos llegado!
—¿Adonde?
—Aquí.
No era consciente.
—¿A la aldea?
—Sí, a la aldea.
—¿Dónde está?
—Allí.
Miré con sorpresa. Aquello era, por tanto, lo que se llamaba aldea. Asombroso. Quedé un rato con la boca abierta. Después me eché a reír de pronto a carcajadas.
—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? —preguntó la nuera de Nazo.
Yo no paraba de reír…
—Este chico me va a volver loca —dijo mamá.
—¿Qué te pasa? —gritó papá con brutalidad.
—Sí… mirad… fijaos… las casas… allí…
—¡Basta!
Mamá me sacudió por los hombros y me echó el brazo por encima.
Lo que estaba viendo me resultaba increíble. Aquellos edificios diminutos, bajos, muy bajos, con los muros encalados, me parecían casas de muñecas. Además, no estaban pegadas unas a otras formando calles, sino separadas, cada una por su lado y, por si esto no bastara, todas estaban cercadas por tierras labradas, corrales de gallinas, almiares y casetas para perros.
También los aldeanos observaban con asombro nuestro grupo, que caminaba a través de la plaza. Dos o tres niños se asustaron y corrieron a esconderse tras las puertas. Mugía una vaca. Aparecieron más aldeanos. Éstos eran de rasgos más amables; tenían más luz en los cabellos y olían a leche. Se oían las esquilas. Olía a hierba. Se me caían los ojos.
Desperté por la tarde. Estaba en una habitación totalmente vacía. Papá ponía papeles en la ventana sin cristales, mamá limpiaba el suelo, todo lleno de excrementos de gallina. Era descorazonador.
Poco después llegó la mujer de Bido Sherif, junto con Nazo.
—¿Os habéis instalado ya? —preguntaron.
Mamá frunció los labios.
—¿Y vosotros?
—Vaya. Hemos encontrado una casa abandonada.
La mujer de Bido Sherif dejó escapar un profundo suspiro.
—¿Dónde hemos ido a parar, dónde…?
Se fueron.
Tenía ganas de llorar. La nostalgia de mi casa y de mi ciudad se me vino encima como una avalancha. Había ocurrido algo irreparable.
Papá bajó al sótano y volvió a subir.
—¡Cuidado! —dijo—, no encendáis fuego. Abajo hay paja. Podemos abrasarnos como ratas.
Llegó Mane Voco. Había adelgazado mucho desde que ahorcaron a Isa.
—¿Tenéis un poco de sal? Nos la hemos olvidado.
Mamá se la dio.
También la nuestra era una casa abandonada. La otra habitación estaba medio derruida. Bajé a ver la paja.
—¡Auuu! —grité a la entrada del sótano.
Ninguna respuesta. La hierba seca, aburrida, tan sólo despedía un olor fuerte. Volví a la habitación y pensé cómo sería posible que viviéramos siempre en casas bajo las que amenazaba el peligro. Allá en la ciudad había el agua del aljibe, aquí el fuego del sótano.
Los refugiados de la ciudad estuvieron pasando durante todo el día. Algunos se quedaban en la aldea, instalándose en casas abandonadas desde hacía tiempo, igual que nosotros; la mayoría seguía adelante, hacia otras aldeas. Entre la gente con hatillos y cunas a cuestas, vi a Qani Kekez. Al pasar, los refugiados dejaban una estela de hojas de periódico, colillas y noticias. En la ciudad habían matado a Gerg Pula. Acababa de presentar su cuarta solicitud en el registro civil para cambiar de nombre, esta vez por el de Jürgen Pulo. (Decían que además de Giorgio, Jorgo y Jürgen, que no llegó a disfrutar, tenía en reserva Jogura, para el caso de que nos invadieran los japoneses.)
La caravana de refugiados estuvo atravesando la aldea durante toda la noche. Tuve un sueño inquieto, interrumpido por toda clase de cencerros, mugidos y llamadas a la puerta.
Dormía cuando oí la potente voz de Xexo que venía del camino.
—Dónde estáis, buenas amigas, os he buscado por todas partes. ¿Dónde estáis, desventuradas?
Entró con gran arrebato. La mujer de Bido Sheríf y la madre de Ilir llegaron corriendo tras ella.
—¿Qué, Xexo? ¿Qué se cuenta?
Xexo se paseó un rato por la habitación, tras lo cual empezó a golpearse las mejillas.
—¡Aaaayy, pobres de nosotras! ¿Adonde hemos ido a parar? ¡Por los caminos, como los gitanos! ¡Desperdigados como las crías de los cuervos! ¡Qué tugurio es éste, hija mía! ¿Dónde os habéis tenido que meter, pobrecita mía? ¿Por qué no nos volverá locas el Señor y así, al menos, no nos enteraríamos de lo que está pasando? ¡Qué desastre! ¡Qué desastre!
—Ya está bien, querida Xexo. Sí nos hemos echado al camino con bien, podía haber sido para mal —dijo la mujer de Bido Sherif—. ¿Qué noticias nos traes?
—¿Por dónde empiezo? La hija de Checho Kaili, ¿lo habéis oído?, se ha largado con los italianos.
—¿Con los italianos?
—Últimamente le había crecido mucho la barba y se le había puesto como la del Mulla Kasem. El barbero entraba y salía a diario en la casa de los Kaili, con la cartera llena de cuchillas de todas clases, de esas francesas. Si no, no había modo. Hasta que una noche se hartó y se largó. Dicen que fue el barbero el que lo arregló todo. Se fue en el camión del burdel.
Tomó aliento. Se hacía notar la falta de la abuela. Sólo ella podía expresar en ese momento un juicio más general sobre lo sucedido y decir algo que no podían decir ni mamá, ni la mujer de Bido Sherif, ni siquiera la de Mane Voco.
—Quizás ahora se vaya con ella esta horrible calamidad que ha caído sobre la ciudad —dijo Xexo—. Una calamidad era esa muchacha con barba. Ha hecho bien en marcharse —siguió diciendo y asombrando a todos, pues contra su costumbre, estaba expresando algo esperanzador. Pero su flaqueza fue breve. Alzando la voz, que atravesaba su nariz con un silbido sordo, casi gritó—: Pero no nos abandonan las calamidades, no. ¿Habéis oído lo de Maksut, el hijo de Nazo? Un soplón, queridas, un soplón.
—¿Soplón?
—Soplón, sí. Una serpiente agazapada. Por eso no se fue a una aldea como los demás, sino que despachó a la mujer y a la madre, porque tiene miedo a los guerrilleros. Se ha escondido y no aparece por ninguna parte. Espera a los alemanes, dicen. Les envía mensajes por las noches y les muestra el camino para llegar. Dicen que fue él quien denunció a Isa.
La madre de Ilir sollozó.
—¡Ah, perro, perro!
Xexo lanzó un gran suspiro.
—Avdo Babaramo no ha encontrado aún el cuerpo de su hijo —dijo ahora con voz sosegada—. Todavía anda por los caminos ese pobre padre. Pero ahora todos vamos por los caminos —Xexo comenzó a elevar la voz—, por los caminos como los judíos. ¿Qué hemos hecho, Dios mío, para que nos trates así? Nos has arrojado bombas, has hecho que nos salga barba, has hecho salir agua negra de la tierra, ¿qué más pretendes hacernos?
Su voz nasal resonaba como un trueno. Después pareció cansarse y empezó a hablar más calmadamente.
—Abandonamos nuestras casas como si estuviéramos locos. ¿Qué puedo deciros, queridas? Filas y filas de hombres y mujeres, cargados con bultos, con cunas y con mantequeras, con tullidos y con gatos, marchan y marchan sin volver la vista atrás, como los desterrados. Dino Chicho caminaba en medio de ellos con su aeroplano a cuestas.
—¿Con el aeroplano?
—Con el aeroplano a la espalda, queridas, con el aeroplano. La gente de su casa se le acercaba y le rogaba: «Dino, anda, deja el aeroplano; ¿dónde lo vas a llevar?; pesa mucho, nos vamos a quedar rezagados». Pero él no los escuchaba. De ningún modo quería dejárselo a los alemanes.
Salí corriendo al exterior con la esperanza de ver entre los refugiados a Dino Chicho cargado con su aeroplano. Hacía frío. Los refugiados eran ya escasos. Apenas podían arrastrar las piernas. Reconocí a dos chicos del barrio.