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—¿Dónde estáis vosotros? —les pregunté.

—En aquella… aquella… Allí.

—¿Y tú?

—En… ésta… aquí.

No éramos capaces de pronunciar la palabra casa. Por fin encontré a Ilir. Desde la muerte de Isa estaba como aturdido. Le conté lo que nos había dicho Xexo sobre Maksut. Sus ojos centellearon.

—Escucha —me dijo—, cuando volvamos, mataremos a Maksut. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. He visto en casa un viejo puñal del abuelo.

—¿Es afilado?

—Mucho. Y tiene unas letras en turco.

—Lo esperaremos cuando vuelva a casa de noche. Yo lo cogeré por el cuello y tú le clavarás el puñal.

Estuve un rato pensando.

—Es mejor que lo invitemos a cenar y lo matemos mientras duerme, como hizo Macbeth —le dije—. Después le cortaremos la cabeza.

—Y la tiraremos por la escalera para que se le reviente el ojo derecho —me secundó Ilir—. Pero ¿cómo lo vamos a invitar a cenar?; ¿dónde?

Nos pusimos a tramar el plan con todos los detalles. Éramos casi felices. Pasó cerca de nosotros Qani Kekez. Su rostro redondo y rojo parecía sosegado, aunque, si se lo observaba con atención, tenía algunos arañazos recientes.

—¡Adiós los gatos de la aldea! —dijo Ilir.

Reímos los dos. Me alegré por Ilir. Después de la muerte de Isa, tenía la impresión de que había crecido de pronto y me había dejado solo. Ahora estábamos de nuevo juntos.

Charlando sobre el plan de ejecución, habíamos llegado inadvertidamente a un extremo de la aldea. La tierra estaba cubierta de escarcha. Todo lo que había alrededor: los árboles cuyos nombres desconocíamos, los pájaros que veíamos por primera vez, los almiares aislados, la tierra esponjosa y suelta por la acción de la azada, las boñigas de vaca salpicadas aquí y allá, todo era ajeno e incomprensible para nosotros. Unos niños del lugar nos miraban con timidez con sus ojos tiernos. Miré la cara alargada de Ilir, sus pelos tiesos como pinchos y recordé que mi aspecto era poco más o menos el mismo. Los pequeños aldeanos comenzaron a caminar detrás de nosotros.

—¿Has visto cómo se asustaban? —dijo Ilir—. Somos terribles.

—Somos asesinos —dije yo.

Saqué la lente y me la puse sobre el ojo.

—¡Tú no puedes decirme que yo he sido…! ¡No agites contra mí tu cabellera ensangrentada! —dije en voz alta, dirigiéndome a un almiar reducido a la mitad.

—Estas palabras se las diremos al espíritu de Maksut cuando se nos aparezca después de muerto.

—¡Qué bien! —dijo Ilir.

Los pequeños campesinos que venían detrás de nosotros temblaban. Ahora caminábamos por tierra labrada.

—Y esta tierra, ¿por qué es así de blanda? ¿Qué le han hecho? —preguntó Ilir con enojo.

Me encogí de hombros.

—Cosas de los campesinos —dije.

—¡Tanto trabajo sin sentido!

—¡Completamente sin sentido!

—Es mejor que hablemos de la ejecución —dijo Ilir.

El llano sosegado, levemente inclinado, quedaba abierto a los vientos invernales. Los almiares desperdigados le conferían aún mayor sosiego. Caminábamos entre ellos y hablábamos de matar. Sin darnos cuenta salimos al camino por el que, junto con los refugiados, pasaban algunos aldeanos con sus mulas. Algunos de ellos marchaban en dirección contraría. Una mujer con la cara pálida apenas podía sostenerse sobre la mula.

—Aquí cerca hay un monasterio donde curan a la gente enferma —dijo Ilir.

Regresamos en dirección a la aldea. Andábamos detrás de un grupo de refugiados que volvía del monasterio, al que debían de haber ido para pasar el rato. Frente a nosotros venían más refugiados.

—¿Dónde vais? —preguntaron desde el grupo al que seguíamos.

—Al monasterio —dijeron—, a ver la mano que hace milagros.

—¡Qué milagros, hombre! De allí venimos nosotros. ¿Sabéis lo que es? La mano del piloto inglés.

—¿La mano del inglés?

—Esa misma. Con el anillo en el dedo, como entonces. ¿Te acuerdas que la robaron del museo?

—¿Cómo no me voy a acordar? Mira por dónde…

—Es mejor que os volváis.

Se volvieron. Nosotros caminábamos aturdidos entre el grupo bullicioso. Las palabras fueron escaseando después gradualmente hasta que sólo se oyeron los pasos.

—¡Ese brazo! —dijo alguien con voz grave—. Ese maldito brazo no se despega de nosotros.

Nadie respondió.

—¡Ah, infelices de los hombres! —dijo la misma voz—. ¡Si supieran a dónde pueden ir a parar sus cabezas o sus manos…!

Habíamos llegado a la aldea.

Por la noche, lejos, en la dirección en que debía encontrarse la ciudad, se divisaron fuegos. Todos los refugiados salieron al exterior y contemplaban boquiabiertos el temblor débil de las llamas. Se decía que estaban quemando las casas de los guerrilleros, pero no se sabía nada con certeza. Entre la oscuridad y la niebla, la ciudad lanzaba señales mediante los pañuelos lejanos de las llamas, que nadie era capaz de descifrar.

Nosotros, los chavales, encaramados a unas rocas desnudas, gritábamos todo lo que se nos ocurría.

—Aquella es mi casa. ¡Está ardiendo mi casa! ¡Hurra!

—¡Mentira! Es la mía.

—¿Sí? ¿Y quién de tu familia se ha hecho guerrillero?

—Mi tío.

—¿Y de mi casa, que se ha ido mi hermano? ¿Qué?

Después siguieron las disputas por las llamas. Cada cual presumía que su casa ardía con unas llamas más altas que la de su compañero.

—¿Y mi casa, que suelta todo ese humo? Una vez, cuando se atascó la chimenea…

—¡Cuando se queme mi casa ya veréis!

—¡Pues cuando se quemen los libros turcos de mi abuelo, que son tan gordos como una empanada! —dije con gesto presuntuoso.

—¡Pues cuando se queme mi abuela, que es toda grasa! —dijo el nieto de la señora Majnur.

—No tienes vergüenza. ¿Cómo hablas así de tu abuela?

—Mi abuela es ballista.

—¡Ilir, Ilir! —gritaba su madre.

Uno a uno, nos fuimos retirando todos. Cuando regresaba vi a la nuera de Nazo en la plaza desierta, completamente sola, vestida con una chaqueta preciosa, con el cuello de piel. Acababa de salir la luna y su cabeza surgía de entre la piel blanca como de la niebla.

—Buenas noches —me dijo.

—Buenas noches.

Me puso la mano en la nuca y durante un rato sus dedos juguetearon con mi pelo, sin peinar hacía largo tiempo.

—¿Qué has oído decir de Maksut? —preguntó de pronto.

Yo bajé aún más la cabeza y no dije nada. Sus dedos, que por un instante se habían crispado sobre mi cuello, se tornaron nuevamente acariciadores.

—Se quema —dijo mirando en la dirección en que relumbraban los fuegos—. ¿Te da pena?

No sabía qué decir.

—Pues yo quiero que se queme. Toda —la palabra «toda» me sonó extraña en su boca—. Que no queden más que ruinas y ceniza. ¿Te gusta la ceniza?

Estaba desconcertado.

—Sí —le dije.

En ese momento, sus ojos, a la luz de la luna, me parecieron dos ruinas maravillosas.

¿Quiénes sois vosotros, que no conocéis ni los pájaros, ni la paja, ni los árboles? ¿De dónde habéis venido?

Hemos venido de aquella ciudad, de allí. Conocemos las piedras. Son como las personas: ásperas, suaves, rojizas, porosas, jóvenes, viejas, pulidas, arrugadas, con venas, cortantes, astutas, bonachonas, que te sujetan cuando resbalas; desleales, que se ríen de tu desgracia; fieles, aguantan durante siglos sobre los cimientos, cumpliendo su deber, bobas, ceñudas; pretenciosas, que sueñan con ser lápidas conmemorativas; sencillas, que te sirven sin pago a cambio, tendidas en el empedrado en hileras interminables como el pueblo, sin nombre, sin nombre, por los siglos de los siglos.