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—¿Te acuerdas dónde has escondido el puñal? —me preguntó Ilir.

—Sí.

Nos detuvimos a descansar. Ilir y yo fuimos a orinar junto al aeroplano derribado. ¡Nunca lo hubiera imaginado! Amanecía. Confusamente comenzaron a dibujarse los contornos de la ciudad, que se erguía a nuestra espalda como una esfinge. No sabíamos qué hacer, si entrar o no. Del caos de las tinieblas iban surgiendo los tejados de los edificios más altos, las chimeneas y las ventanas. Las agujas de los minaretes, los campanarios y los desvanes, recubiertos de hojalata, parecían locos que vagaran entre el resto de las construcciones, después de ponerse en la cabeza sus viejos cascos.

Decidimos entrar. Atravesamos el puente del río (el puesto de vigilancia militar estaba abandonado) y después la carretera. No había alemanes por ningún lado. Quizá se habían encerrado en la fortaleza.

Caminamos un poco más por tierra yerma. De pronto, la ciudad se alzó ante nosotros. Alta. Se la veía arrogante, ofendida por el abandono. Las huellas de los disparos eran visibles. Frentes de casas quebrados, balcones arrancados.

En el primer poste del teléfono se distinguía algo blanco. Al acercarnos vimos un cartel. Aún estaba oscuro y apenas se distinguían las letras: «Ordeno… prohibición… espero… asimismo… muerte tras… fusilamiento… así como… El comandante de la ciudad, Kurt Volerlzeju».

Ascendíamos la calle de Varosh. En la ventana del cronista Xivo Gavo parpadeaba una luz débil. De pronto sentí cómo una mano me apretaba la cabeza contra un cuerpo.

—No mires.

Había un bulto a un lado del camino, encogido. No pude verlo bien. Sentía náuseas.

Más adelante nadie me impidió mirar. Caminábamos como autómatas. Dos italianos muertos. Más allá, otro.

El ahorcado se veía desde lejos, en la encrucijada, en el poste del teléfono. Al acercarnos pudimos comprobar que se trataba de una mujer. Era vieja. Xexo emitió un lamento ahogado.

—Doña Pino —dijo Ilir.

Era ella. Menuda. El viento la balanceaba levemente. Sobre el pecho, un trapo blanco llevaba escrito, medio en albanés, medio en alemán: «Saboteadora».

Apresuramos el paso. El callejón. La casa. Mamá ya había sacado la enorme llave. Unos pasos más. Pero en el empedrado… había un hombre tendido. Junto a la cabeza, un charco de sangre. Sobre el pecho, una hoja escrita. Nazo lanzó un alarido, aunque contenido: «¡Maksut!». Su nuera miró con indiferencia el cuerpo de su marido y pasó por encima de él con precaución, como si temiera salpicarse de sangre. No podía apartar los ojos de la hoja de papel donde se leía: «Así muere un espía». Aquella escritura inclinada hacia adelante, como si se apresurara bajo el viento y la lluvia, yo la conocía. Era la letra de Javer.

—Van a ocurrir cosas terribles —dio Xexo y se fue por las callejuelas.

Todos se dispersaron. Nazo y su nuera comenzaron a arrastrar el cadáver hacia su puerta.

En cuanto mamá dio la vuelta a la llave, la puerta se abrió sola. La abuela apareció como un fantasma.

—Venid, venid —dijo en voz baja.

Entramos.

—Os esperaba.

—Maksut, allí… afuera…

—Lo sé. Lo mataron a medianoche.

—Doña Pino…

—Lo sé —repitió—. La colgaron ayer.

Subimos.

—Iba a vestir a una novia —dijo la abuela—. La cogió la patrulla por la calle.

—¿Quién puede casarse en estos momentos? —exclamó mamá.

—Se casan —respondió la abuela—. Siempre lo hacen.

—¡Es terrible! ¡Es inaudito!

—Parece que se confundieron con sus avíos —dijo la abuela—. Pensaron que eran cables para construir minas. Por lo menos, eso se dice.

Miré al exterior por la ventana. Hacía frío. Un proyector terrorífico se encendió y volvió a apagarse. Ocupación alemana. Grisalla. Teutones. Sobre la torre de la cárcel se veía su bandera. Dos eses o dos zetas se retorcían con el viento.

Afuera se oía cómo Nazo y su nuera arrastraban el cuerpo de Maksut.

—Va a ser una guerra despiadada —dijo la abuela, poniéndome la mano sobre la cabeza.

Se oyeron pasos cautelosos.

—Regresan —dijo ella—. Están regresando durante toda la noche.

La carne tierna de la vida volvía a llenar el caparazón de piedra.

PROYECTO DE PLACA CONMEMORATIVA

Tras una larga ausencia volví a la ciudad gris e inmortal. Mis pies se posaron con timidez sobre el lomo de su empedrado. Me sostuvo. ¡Me habéis reconocido, piedras! En ciudades extranjeras, caminando por los amplios bulevares, mis pies tropezaron con frecuencia donde no tropieza nadie. Los transeúntes volvían la cabeza sorprendidos; pero yo lo sabía: erais vosotras. Surgíais de pronto del asfalto y volvíais después a hundiros en sus profundidades.

La calle. El aljibe. La vieja casona. Sus vigas, sus suelos, sus pretiles gemían quedamente, muy quedamente, con un crujido constante, monótono. ¿Qué tienes? ¿Qué te duele? Parecía quejarse de que le dolieran sus huesos y sus miembros seculares.

La abuela Selfixe, Xexo, la tía Xemo, la abuela mayor, doña Pino… Ya no están aquí. Pero entre las encrucijadas, por los rincones de los muros, me ha parecido ver unos contornos conocidos, algo semejante a rasgos humanos, a sombras de mejillas y de ojos. Están allí, perdurables, petrificados en los muros, junto con las huellas que han dejado sobre ellos los terremotos, los inviernos y las tempestades humanas.

Ismail Kadaré