—Che putana!
El insulto iba dirigido a doña Pino.
Cada día, al aproximarse la noche, bullían en nuestros cerebros las especulaciones sobre la brujería. Era de imaginar que mientras la noche lo cubría todo, comenzando por las torres de la fortaleza y la prisión hasta llegar a la ribera del río, en algún lugar, bajo soportales abandonados, manos desconocidas juntaban uñas, cabellos, restos de hogar y otros objetos de poder maléfico y los envolvían en trapos murmurando palabras escalofriantes de múltiples sentidos.
La ciudad, grande y ceñuda, después de haber despreciado lluvia, granizadas, truenos y arcos iris, se devoraba a sí misma. La extensión de los aleros, la deformación de las calles, la posición de las chimeneas, todo mostraba su contrariedad.
«La ciudad está enfebrecida». Era la segunda vez que oía esta expresión. No encontraba modo de comprender cómo puede enfermar una ciudad. En el patio de Mane Voco, Ilir y yo escuchábamos a Javer e Isa mientras hablaban de la cuestión de los encantamientos. Repitieron varias veces las palabras «misticismo» y «psicosis colectiva». Después Isa le preguntó a Javer.
—¿Has leído a Jung?
—No, ni tengo intención de hacerlo.
—Yo lo he encontrado por casualidad. Habla precisamente de esto.
—¿Para qué quiero yo a Jung? —dijo Javer—. Aquí todo está claro. A la reacción le interesan estas psicosis, pues desvían la atención de la gente de los problemas reales. Mira lo que dicen en el periódico: «La brujería forma parte, en cierto modo, del patrimonio folklórico de un pueblo».
—Teorías fascistas —respondió Isa.
El otro tiró el periódico.
—Estos bárbaros con la cabeza de serrín están dispuestos incluso a revivir las costumbres medievales con tal de que le sean útiles a Mussolini.
Hacía dos semanas que Javer había sido expulsado del colegio por participar en una paliza propinada a un profesor de italiano. Ahora trabajaba en la fábrica de curtidos de Mak Karllashe.
Cogió un papel y escribió con su letra inclinada: «Dejaos de brujerías. Tenemos otros problemas».
—No está mal —dijo Isa limpiándose las gafas—, pero quedaría mejor si lo explicáramos un poco más científicamente.
Javer se enfadó. Poco después se reconciliaron y se dieron cuenta de que los escuchábamos.
—¡Eh, buscadores de encantamientos! —dijo Javer— ¿Os enteráis?
Verdaderamente, nosotros, al igual que la mayoría de los chicos del barrio, éramos buscadores de encantamientos. Los habíamos buscado durante días enteros por todas partes: bajo los umbrales de las casas, en las alacenas, bajo los tejados y alrededor de los hogares. Las huellas de nuestras pesquisas se tornaban especialmente claras cuando llovía y los techos, cuyas tejas habíamos desplazado, goteaban en distintos puntos a un tiempo. Habíamos buscado muy en particular alrededor de la casa de Nazo y ello en honor de su bella y joven nuera.
No obstante, no habíamos conseguido encontrar nada y nunca hubiéramos imaginado que precisamente entonces, cuando veíamos definitivamente frustradas nuestras esperanzas, la suerte iba a sonreímos.
Sucedió un día de sol en el Callejón de los Locos. No habríamos cambiado aquella callejuela retorcida y fea por el más grande bulevar del mundo, pues ningún bulevar del mundo hubiera sido tan generoso como para permitirnos levantar sus piedras y sus losas y hacer con ellas lo que quisiéramos en pleno día. El Callejón de los Locos sí nos lo consentía.
Ese día estábamos jugando con las piedras cuando de pronto uno de nosotros gritó horrorizado:
—¡Brujería!
Corrimos todos hacia él y nos detuvimos petrificados a su alrededor. Nuestro compañero estaba pálido como la cera y señalaba con el dedo hacia el suelo. Allí, entre las piedras, estaba el encantamiento, grande como un puño. Nos miramos unos a otros con ojos asustados y las palabras se nos atascaron en la garganta. (Más tarde, Xexo me explicó que el hechizo había aprisionado nuestras palabras.) Pero a continuación, inesperadamente, nos invadió un valor alocado, tal como sucede a veces en los sueños, cuando te encuentras en un camino solitario, en la penumbra, y el corazón te comienza a latir aceleradamente a causa del miedo, pues sientes una amenaza inminente en ese camino deforme y esperas que de un momento a otro aparezca el mal; pero el mal tarda y tú continúas esperando mientras el miedo crece ante algo qne ves agitarse un poco más allá, una sombra, un rostro en tinieblas que se aproxima, y se te doblan las rodillas, pierdes el habla, te derrumbas entero; pero, de pronto, en el último instante, te invade una furia demente, tus miembros se liberan, tu voz regresa atronadora y, aullando, te arrojas sobre la sombra perversa para destrozarla… y te despiertas.
Exactamente así nos sucedió a nosotros.
—¡Brujería! —aulló de pronto Ilir con toda la voz que le cabía en el pecho y se abalanzó sobre el objeto, lo cogió con la mano y lo alzó sobre su cabeza.
—Brujería, brujería —aullamos también los demás y, sin comprender la causa, nos lanzamos a todo correr callejón abajo. Ilir iba el primero y todos los demás aullábamos, gritábamos, gemíamos de gozo, miedo y terror a la vez. Los postigos de las ventanas comenzaron a abrirse con estrépito uno tras otro y las mujeres y las viejas asomaban asustadas las cabezas y preguntaban:
—¿Qué es lo que pasa?
—Brujería, brujería —aullábamos nosotros, corriendo enajenados arriba y abajo por el barrio, con gritos y aspavientos.
Doña Pino se asomó a la ventana persignándose; la hermosa nuera de Nazo sonrió con sus grandes ojos. Mane Voco sacó el largo cañón de la espingarda por el ventanuco de la buhardilla, mientras que Isa sonrió con sus gafas grandes como dos soles.
—Ilir —gritaba la mujer de Mane Voco, golpeándose el rostro y tratando de seguirnos—, Ilir, pobrecito mío, tira eso, ¡tíralo!
Pero Ilir no la escuchaba. Tenía los ojos desorbitados, lo mismo que los demás y corría seguido por todos nosotros.
—Brujería, brujería.
Nuestras madres nos llamaban desde las ventanas, desde las puertas, por encima de las tapias. Se golpeaban las mejillas, nos amenazaban, gemían, pero nosotros seguíamos corriendo y no soltábamos aquel paquete maléfico. Nos parecía que en aquel atadijo de trapos asquerosos llevábamos la angustia de la ciudad.
Finalmente nos cansamos. Nos detuvimos en la plaza de Zaman, sudorosos, cubiertos de polvo, casi sin aliento, a punto de reventar con aquel enorme regocijo.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo uno.
—Vamos a quemarlo. ¿Tiene alguien cerillas?
En efecto, alguien tenía.
Ilir prendió fuego al paquete y lo tiró al suelo. Mientras ardía, comenzamos a gritar otra vez; después nos desabrochamos las braguetas y nos pusimos a orinar sobre él chillando y salpicándonos unos a otros de puro contento.
El agua del aljibe no espumeaba.
—La han embrujado —dijo Xexo—. Cambiad el agua inmediatamente; de lo contrario, vosotros mismos os buscaréis la perdición.
Cambiar el agua era una labor pesada y difícil. Papá dudaba. La abuela y las mujeres del barrio que cogían agua de casa insistían en que había que hacerlo. Habían reunido entre ellas algún dinero y estaban dispuestas además a trabajar todo el día con los obreros de la limpieza.
Por fin se decidió. Comenzó el trabajo. Los obreros subían y bajaban con cuerdas, llevando fardos en las manos. Los cubos se vaciaban uno tras otro. El agua vieja salía para dejar su sitio al agua nueva.
Javer e Isa fumaban en la escalera, se decían algo y reían.
—¿De qué os reís? —dijo Xexo—. Mejor será que cojáis un cubo.