– No me contradigas. Sigue con tu relato.
Maurizio arrugó la boca, pero obedeció:
– Después de asfixiar a Moser con una cuerda, el criminal le robó las llaves, abandonó la Ópera, se dirigió a la Kärntnerstrasse, penetró en su establecimiento, se apoderó de lo que había ido a buscar y le pegó fuego a la tienda. Los bomberos tardaron demasiado en llegar y el local resultó arrasado por las llamas.
– ¿Cuál era el móvil?
– Se ignora.
– ¿Pudo tener algo que ver con las cartas de Mussorgsky o con el Han?
– Lo desconozco.
– ¿Han sido recuperados los manuscritos?
– Según la policía, ni la partitura ni las cartas aparecieron entre los restos del fuego. Fueron objeto de robo, probablemente, pero también pudieron quemarse.
El conde se atusó el bigote. Lo tenía algo más oscuro que la perilla, asimismo cuajado de hebras blancas.
– Creo recordar que Moser disponía en su despacho de una enorme caja fuerte de hierro fundido. ¿Comprobaron su interior?
– La caja había sido forzada. Curiosamente, nada parecía faltar. Margarita Schultz me aseguró que los documentos nunca estuvieron allí, sino en los cajones del escritorio del anticuario, que ardieron hasta convertirse en cenizas.
– Esa Margarita… ¿era tu amante?
– Más o menos -repuso Maurizio, con frialdad.
– Y, siéndolo, ¿no acudió a tu concierto en la Ópera.-Iba a casarse con el hijo de Moser. Supongo que prefirió no exponerse a que la vieran conmigo.
– Pobre Moser -se condolió el noble-. Todo lo que me cuentas es tan absurdo…
– Comenzando por mi propia implicación -asintió Mauricio-. Porque ese inspector, esa mala bestia de Arno Hanke, cuyo nombre no olvidaré mientras viva, me sometió a un interrogatorio digno de la Gestapo…
Su padre dio un respingo.
– ¿Es que la policía austríaca llegó a sospechar que tuviste algo que ver con la muerte de Moser?
Maurizio se encogió de hombros.
– Las apariencias me señalaban.
La barbilla del aristócrata había comenzado a temblar.
– ¡Dime que tú no…!
– ¡Claro que no, papá! ¡Por una vez que pretendía sorprenderte y devolverte parte de todo lo que has hecho por mí!
Don Alessandro pasó por alto esa muestra de infantilismo. El niño que alentaba en Maurizio resucitaba de vez en cuando. Reintegrarlo a la madurez no era tan sencillo como poner el reloj en hora.
– ¿Quedaste libre, sin cargos?
Maurizio rompió en su característica risa.
– En aquella comisaría, en los momentos de mayor apuro, pensé en recurrir a nuestra sede diplomática. ¡Pero en las embajadas no soy yo, sino tú, quien tiene antecedentes!
Ofendido, su padre lo contempló con asombro y dolor.
– ¿Te avergüenzas de mí?
– Se oyen cosas, papá.
– ¿Qué insinúas?
– Podría referirme a la suspensión de tu rango de embajador. A la procedencia de esta mansión y al origen de tu fortuna.
– ¡Calumnias!
– Será mejor que aplacemos esta aburrida charla -decidió Maurizio, acabando de desquiciar al conde-. Creo que bajaré al pueblo. Dame suelto, olvidé cambiar en San Andrés.
13
Entre las dos y las seis de la tarde, il bello Maurizio estuvo en El Galeón Hundido. Se bebió dieciséis cervezas, alternándolas con tragos de ron añejo, y tocó el teclado para una parroquia de pescadores y de desenfadadas muchachas nativas.
Al atardecer, borracho, el joven Amandi pagó una última ronda y se encaminó hacia II vecchio castello. A medio trayecto, cuando atravesaba las calles de Pueblo Viejo, se tropezó con la pelirroja del avión, que estaba sola. Le pareció que se le insinuaba y se las ingenió para arreglar una cita en el Puente de los Enamorados, la pasarela que unía Providencia con el itsmo de Santa Catalina.
Cuando llegó a la mansión, después de dar más de un tumbo por la senda de El Pico, todo parecía en calma. Procedente de los salones abiertos al céfiro se oía, rayada, la melodía de Cuadros para una exposición.
El perrazo Brahms no acudió a recibirle; tampoco se le oía ladrar. En cambio, Amadeus, el loro, se mostraba alterado; articulaba estridentes chillidos y sus alas cepillaban los barrotes de su jaula en forma de pagoda. La brisa había barrido plumas en la tarima del porche.
Ni Jenny ni Felicidad se hallaban en la casa. Maurizio supuso que su padre les habría dado fiesta, por Nochebuena.
El conde no se encontraba en los jardines. Tampoco en el museo o en los establos. Maurizio lo buscó por las habitaciones, hasta que, harto de dar voces, decidió bañarse para que se le pasara la trompa.
Se quitó la ropa, arrojándola al césped. Iba a tirarse de cabeza cuando vio un jipijapa surcando el agua como un barquito de juguete.
Un poco más allá, hacia la oculta curvatura de la piscina, un hombre flotaba sumergido de espaldas. Tenía los brazos abiertos en cruz y el blanco cabello como esponjado por el peine de una sirena.
Maurizio se metió en la piscina, lo sacó con gran esfuerzo y lo tendió en la hierba.
El decimoquinto conde de Spallanza debía de llevar muerto bastante rato. Su lívido rostro recordó a su hijo una pintura de El Greco que colgaba en su dormitorio y que ahora, como todo lo que allí, en Il vecchio castello, se contenía, acababa de transcurrir a su propiedad.
«Soy huérfano, soy rico, soy el decimosexto conde de Spallanza», pensó el pianista, antes de romper a llorar sobre el cadáver de su padre.
PROMENADE
14
Bolsean, 8 de enero de 1986, miércoles
Tras el mostrador de recepción de La Colmena, Miriam Gómez elevó sus miopes ojos hacia el reloj de pared, sobre los archivadores donde se acumulaban periódicos atrasados y carpetas contables. Sus cuatro dioptrías apenas le dejaron intuir la hora: ocho treinta de la tarde.
La noche anterior, mientras besaba a su novio, se le habían roto las gafas. Desde hacía un par de citas, permitía a Adrián deslizar una mano debajo de su sujetador. ¿Resultado? En plena excitación, él le había tirado las gafas al suelo. En la óptica le advirtieron que tardarían un día en reparárselas. Pese a lo cual, Miriam había ido a trabajar. ¡Qué remedio, si no quería problemas con su jefe, ese verraco de Vacas!
Sin sus lentes, aquella borrosa jornada se le había hecho interminable. Perdía las facturas, las notas de prensa. No se atrevía a abandonar el mostrador para recoger el correo que diariamente el cartero depositaba en el buzón porque, según decían que le había ocurrido a más de un ciego -y era casi como si ella lo estuviera-, temía caer por el hueco del ascensor.
En su punto álgido, la jaqueca estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas, pero ya faltaba poco para cerrar. A las nueve en punto apagaría las luces y abandonaría la redacción de La Colmena. Había quedado con Adrián, el hombre con quien, sonrió para sí (porque él aún no lo sabía), iba a casarse.
Adrián estaba terminando Medicina. Se lo tomaba con calma. Tanta, que había suspendido varios cursos. Pero eso iba a cambiar, le había prometido a Miriam.
Ella quería creer que Adrián -el futuro doctor Martínez- llegaría a convertirse en uno de esos médicos de la Seguridad Social, con su uniforme verde quirófano y su salario fijo, guardias retribuidas y congresos gratuitos, en pareja, a lugares exóticos, como el Caribe; capaz de amarla en la salud y en la enfermedad (circunstancia esta última en la que, con un médico en casa, estaría mejor atendida) y de sacar adelante a una familia. La suya, los Martínez-Gómez. Con guión, sí, para dar lustre a los deslucidos galones que su padre, Alarico Gómez, un anónimo comandante del Ejército de Tierra, no había sabido o no había podido abrillantar.