De noche, todavía veía peor. Al cruzar la calle, un coche estuvo a punto de atropellarla. Por asociación, le vino a la cabeza el difunto anticuario. La vaga noción de la levedad de la vida la aturdió hasta que se obligó a reflexionar que ni ella ni Adrián habían empezado a quemar etapas, y que un futuro feliz les aguardaba a la vuelta de la esquina.
La secretaria de La Colmena apresuró el paso y se olvidó de todo, excepto de lo que pensaba hacer esa madrugada con su novio en las escaleras que bajaban al garaje de la Residencia Militar, junto al cuarto de calderas, cinco plantas por debajo del dormitorio donde roncaría, en sus pesadillas de cañones y anís, el comandante Alarico Gómez, su padre, a quien pronto, en cuanto Adrián se decidiera a casarse con ella, dejaría de deber obediencia.
Porque estaba harta, realmente harta, de obedecer. ¿De qué le había servido?
16
Bolsean, 9 de enero de 1986, jueves
Eran las nueve de la noche. Un cielo denso y oscuro oprimía el barrio portuario. La humedad calaba la ropa. A causa de la niebla, no se distinguía a diez pasos.
En la calle de los Apóstoles, salvo un negro asomado a un balcón, no se veía gente. Una percusión de bongos ponía ritmo al silencio. De otra ventana más alejada surgían gritos, con acento calé, de una riña doméstica.
En el único local comercial del callejón (porque, ¿podría recibir esa consideración el Calypso, un lupanar de marineros con una novia en cada puerto?) la campanilla de Antigüedades Esmirna emitió un repiqueteo.
Una esbelta pelirroja, vestida de negro, la había hecho sonar. Las sombras del callejón se diluían hacia el interior del establecimiento. Impaciente, la mujer cambió de postura sobre sus zapatos de tacón y volvió a tirar de la campanilla.
En el misceláneo escaparate, apenas iluminado, se disponían, entre otros muchos objetos, una armadura medieval con un hacha de formidable aspecto, un par de jarrones orientales, un arcón castellano, la gorra de un oficial nazi y una serigrafía firmada por Juan Gris. Más allá, hacia el lúgubre ámbito de la tienda, reinaba una espesa penumbra.
El anticuario demoró en abrir. Su humanidad se fue abriendo paso entre una barricada de muebles, hasta que la acristalada puerta de entrada, decorada con el logotipo del negocio, un guante de prestidigitador del que surgía una muñeca de porcelana, reflejó su reluciente rostro.
Gedeón Esmirna debía de pesar no menos de noventa kilos. Sobre la camisa azul lucía una corbata rosa con un alfiler de diamantes. Un batín de seda púrpura, anudado al estómago por un cinturón con borlas, cubría el tiro de un afelpado pantalón, que daba calor sólo de verlo. Las perneras caían sobre las redondeadas puntas de unos zapatos hechos a mano.
El anticuario había sonreído mientras descorría el pestillo. Con una entonación amistosa, casi familiar, dijo:
– Entra.
De pronto, enmudeció. Su globosa sonrisa dio curso a una expresión precavida.
– ¿Qué desea usted?
– Necesito hacer un regalo -contestó la mujer del pelo de fuego-. Estoy de visita en la ciudad. Si no puede atenderme, regresaré en otro momento. O tal vez no me tome la molestia de hacerlo.
El sentido práctico del anticuario se impuso. Contestó, con afabilidad:
– Estaba cuadrando la caja, pero nada me impide dejarlo para después. Pase.
– Gracias. Acabo de tener la impresión de que me confundía con otra persona.
– Me precio de ser buen fisonomista. Y no, no se parece usted a nadie que yo conozca.
El establecimiento era un ordenado caos. La mujer fue sorteando obstáculos hasta que una otomana le impidió avanzar.
Gedeón Esmirna conectó un interruptor: una luz cerúlea, de bodegón, se difuminó por la tienda. De las cruces de las bóvedas colgaban ganchos para sostener lámparas de araña, cuyas teselas, lágrimas y caireles de cristal translúcido rozaban entre sí, tintineando a causa de la corriente. Un par de ganchos exentos revelaban que esas piezas seguían vendiéndose.
La melodía de un piano surgía de algún rincón. El sonido no era nítido.
Esmirna apartó la otomana y asió a su clienta del brazo.
– Estaremos más cómodos en mi gabinete.
Ella supuso que se refería a una especie de abierto y destartalado despacho en el que, junto a un escritorio, el único mueble virgen de polvo, se arracimaba un foro vacío de sillas desparejas. En principio, podría pensarse que la mesa de trabajo era una propiedad particular, pero una etiqueta adherida al vade advertía que estaba en venta, como las antiguallas amontonadas de cualquier manera hasta la boca de la trastienda, separada por una cortina.
El anticuario tosió como si hubiera tragado el polvo que flotaba en el avaro aire de su negocio y fue rodeando el escritorio hasta acomodarse en un sillón Voltaire.
Un brasero de propano emitía un calor enfermizo. Esmirna respiraba con dificultad. Su frente transpiraba. De un frasco tapado con un corcho vertió unas gotas de colonia y se masajeó la cara. Un intenso efluvio impuso su aroma vegetal.
– ¿Eucalipto? -preguntó la pelirroja.
– No soporto los perfumes industriales -explicó el anticuario, antes de revelar-: Uso una colonia de hierbas que fabrico yo mismo.
– Soy fanática de los cosméticos. ¿Me revelaría la fórmula?
– Recolecto los ingredientes en la ladera del monte Orgaz. Cerca de la refinería, si conoce la zona.
– Ya le he dicho que soy forastera.
– Las plantas vienen de ahí, pero el secreto morirá conmigo. Hablemos de su regalo. ¿Para hombre o para mujer?
– Hombre -repuso ella, lacónica.
– ¿Alguien especial?
– Para mí, lo es.
– Eso está bien -aprobó el gordo Gedeón. Bajo unas cejas de mandarín, sus ojos, de una decoloración castaña, no cesaban de escudriñar a su clienta-. ¿Un tictac, tal vez?
Riendo, se abrió el batín. Contra su orondo vientre reposaba un reloj de bolsillo, cuya tapa se expresó con un chasquido en cuanto su dedo pulgar, amoratado por una negruzca uña, hubo pulsado el mecanismo. A su costado, enfundada en una cartuchera, asomaba la culata de un Derringer. El anticuario depositó el reloj y la pistola sobre el vade del escritorio.
– ¿Le da miedo el revólver? No se asuste. A ratos perdidos me he entretenido reparando el percutor. Una vez compuesto, me apeteció enfundármelo. No tiene nada que ver con las armas que usábamos entonces, pero me sentí de nuevo en el Frente del Ebro.
– ¿Estuvo en la guerra?
– En Belchite, en primera línea, combatiendo sin desánimo. Más tarde, con diecinueve años, me alisté en la División Azul. En cuanto al cronómetro -Esmirna sopesó el reloj, abriendo y cerrando su tapa-, le garantizo que sobrevivirá a cualquiera de nosotros. ¿Sería apropiado para ese hombre tan especial para usted?
– Tiene reloj.
– ¿Y el Derringer?
– Mi amigo sólo sabe disparar elogios envenenados.
El anticuario celebró con una moderada risita la ingeniosa respuesta.
– ¿Puedo saber a qué se dedica tan singular caballero?
Ella tardó unos segundos en responder.
– Es pianista.
Ese oficio pareció agradar a Gedeón. Comentó, expansivo:
– Me encanta el piano. Yo mismo lo toco en mis ratos libres. Nada del otro jueves, no vaya a creer. Estoy abonado al Balneario del Mar, aunque no siempre puedo asistir a los conciertos. Me encanta abandonarme a un nocturno, a una suite. El mejor momento de la jornada es precisamente éste, cuando me dispongo a cerrar y puedo concentrarme en mis composiciones predilectas. Escuche con atención. ¿Reconoce la que está sonando?
La melodía se oía ahora con más brío. La mujer del pelo rojo apuntó:
– ¿Mussorgsky?
El anticuario la evaluó con mayor indulgencia.
– Acertó. Una de sus suites.