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– ¿Cuadros para una exposición?

Esmirna no disimuló su arrobo.

– Volvió a acertar. Es eterna, ¿no cree?

La afinidad musical creó un clima de confianza. Los dedos del anticuario tabaleaban la melodía contra el filo del escritorio.

– Adoro los Cuadros. En mi pick-up sólo suena la versión original, antes de que Ravel decidiera colorearla, o profanarla. ¡Ese Maurice! -le increpó, como a alguien a quien conociera de toda la vida-. ¡Condenado impostor! Por suerte, algunos intérpretes jóvenes, como ese otro Maurizio, Amandi, quien, por cierto, es cliente mío, se han decidido a recuperar la partitura original. ¿No cree que Amandi es uno de los mejores pianistas vivos?

La pelirroja se alteró un tanto. Sin percibirse de ello, el gordo Gedeón continuó parloteando:

– Mañana, precisamente, en el Balneario del Mar, Maurizio Amandi interpretará, en su versión original, los Cuadros. ¡No me lo perdería por nada del mundo! Aunque le resulte paradójico, y admitiendo que, en parte, subsisto gracias a ellas, odio las restauraciones. Nada me halagaría tanto como que usted llegase a pensar que cuanto contiene mi establecimiento es auténtico. Menos el tiempo, que se revela ilusorio. Por eso permito que el polvo cubra mis tesoros. Lo indulto, prohíbo limpiarlo. ¿Una pluma estilográfica, tal vez, para su amigo?

– Tal vez.

Gedeón se palpó el pecho para desprender un colgante del que pendía una pequeña llave, con la que abrió el cajón central del escritorio. Extrajo una arqueta y alzó su tapa. Inclinando con unción la urna, como si contuviese alguna reliquia, mostró a su clienta varias estilográficas acostadas sobre un paño de terciopelo de color ciruela. Escogió una y la exhibió con delicadeza.

– Egmont-Snake, 1904. Una joya de la escritura.

La pelirroja tomó la pluma, decorada con una serpiente de plata, la destapó y trazó unas líneas en la cuartilla que le ofrecía el anticuario. La tinta se deslizó con fluidez. Los dedos de la mujer acariciaron las esmeraldas engarzadas a ambos lados de la cabeza del reptil, a modo de hipnóticos ojos.

– Nunca había visto una pluma como ésta.

– Ni volverá a verla, se lo puedo garantizar. John Egmont, el fabricante que inventaría el sistema de émbolo, celebró el cambio de siglo con el símbolo de la mudanza, del renacimiento. La serpiente del XIX mudaba de piel para recibir a la nueva centuria. La suya, el siglo XX, el de Eva y la sierpe, la centuria del diablo. Porque vivimos bajo el imperio del mal, ¿o tiene usted alguna duda?

A la pelirroja no le seducía la disquisición filosófica. Inquirió:

– ¿Un ejemplar único?

– Ah, no. Hace ochenta años, la edición conmemorativa, destinada a coleccionistas, ascendió a trescientos ejemplares. De la Egmont-Snake deben de quedar apenas medio centenar en todo el mundo. Casi ninguno en tan buen estado de conservación, le doy mi palabra.

– ¿Precio?

A la sonrisa de Esmirna asomó el desdén.

– ¿De verdad opina que cualquiera podría pagarla?

– ¿Cuánto? -insistió ella, herida en su orgullo.

Una chispa relumbró en las pupilas de su interlocutor.

– No saldrá de esta humilde morada. Pertenece a mi colección particular.

La pelirroja observó las restantes plumas. Algunas, moldeadas con ebonita y primitivos derivados del caucho, procedían del siglo anterior. Reparó en una estilográfica muy curiosa, de oro, con giróvagas cruces de pedrería decorando el capuchón y el cargador.

– ¿Y ésa, está en venta?

– ¿La Egmont-Swastika? Se trata de una imitación -se apresuró a explicar el anticuario, con un deje de vergüenza-. Tampoco los rubíes son auténticos. De la edición original de principios de siglo sólo deben de quedar…unos pocos ejemplares. Su valor es incalculable. ¿Qué más puedo ofrecerle?

La clienta derivó una mirada errática por los ángulos de la tienda. El horror al vacío colmaba el espacio con atestadas alacenas y estanterías que alcanzaban el techo.

– ¿Pintura cubista, impresionismo? -le sugirió el anticuario-. Detesto las vanguardias, pero tienen su público y visten la ignorancia. ¿Un paisaje decimonónico, un Romero de Torres?

– Preferiría algo verdaderamente antiguo. Románico, gótico.

El gordo Gedeón se incorporó con pesadez. Ajustándose el batín, se dirigió a una galería contigua y encendió una lámpara turca de alabastro y latón. Una suerte de pinacoteca quedó iluminada al trasluz. Había serrín en el suelo, y alguna baldosa fallaba.

– Elija usted misma. Puedo ofrecerle un poco de todo, como verá. Vistas venecianas del Gran Canal. Retratos costumbristas de la escuela velazqueña. Tallas románicas y góticas, desde luego. Hasta un Goya, ese Natanael que cuelga enfrente de mí. Auténtico, por supuesto.

– No lo dudo.

El tono del anticuario se tornó displicente.

– He reparado en su gesto, y conozco los rumores que perjudican mi oficio. Estoy en disposición de documentar cualquier pieza que decida comprar. En metálico, lo único. En esta casa no se aceptan cheques ni tarjetas de crédito.

– No he traído efectivo. Me aseguraron que este barrio no era de fiar.

La garganta troncal de Esmirna emitió un suspiro.

– Dígamelo a mí, que he sufrido un sinfín de atracos. No sé por qué sigo aquí. Por respeto a mi padre, supongo, que instaló en su fecha, durante la dictadura de Primo de Rivera, una prendería que era también bodega y nevero. Tampoco es imprescindible que pague al instante. Mande a recoger el regalo mañana, si su caballero puede esperar.

– No está acostumbrado a hacerlo.

– Yo, en cambio, esperaría, tratándose de una mujer como usted.

La pelirroja entornó los párpados, rematados por largas pestañas.

– Me lo tomaré como un cumplido.

– Lo es, señorita. Porque no está usted casada, ¿verdad?

– ¿Cómo lo ha adivinado?

– Mis clientas no usan esos zapatos de tango.

Ella lo contempló, divertida.

– ¿Y usted, está casado?

– Con el arte. Soy vehemente, no vaya a pensar. Cuando deseo una pieza, la obtengo. Eso no me impide rendir homenaje a la belleza, aunque no me pertenezca.

La desconocida encendió un cigarrillo. Gedeón arrugó la nariz, pero se limitó a regresar al escritorio para perfumarse de nuevo y coger un cenicero de nácar, en forma de concha.

– Puede que me interese aquella pintura -señaló la pelirroja.

– ¿La Anunciación?

– Sí.

– ¿Le atrae a su amigo el arte religioso?

– Sólo cuando rezuma dolor. Y esa Virgen parece estar sufriendo, como si el éxtasis la atormentase, como si no estuviera en el lugar que le corresponde.

– ¡Qué idea más peregrina! -se extrañó Esmirna-. La tabla es excepcional, en cualquier caso.

– ¿De qué época?

– Siglo XIII, principios.

– ¿Procedencia?

– Difícil de precisar, como la mayoría de obras indocumentadas de ese período.

– Me gusta saber el origen de lo que compro.

– La adquirí a un experto. Yo diría que procede del Alto Aragón, pero también podría ser románico asturiano. Estoy seguro de que a su amigo le encantará.

– ¿Cuánto?

– En un rapto de generosidad, la he marcado en un millón ochocientas mil pesetas. Vale mucho más.

La pelirroja tomó una decisión.

– Vendré a buscarla mañana por la tarde, a última hora.

– La estaré esperando.

– ¿Millón y medio?

– Yo no he dicho eso.

– Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué me pareció oírlo?

– Está bien -sonrió Gedeón.

Conforme, la mujer se encaminó hacia la salida. Justo cuando iba a salir, entró un hombre joven, de unos veinte años, con el pelo negrísimo y rizado y una piel tostada que proporcionaba un aire étnico a su rostro mediterráneo. Llevaba una bolsa de lona atravesada a la espalda.