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El anticuario le saludó con familiaridad.

– Buenas noches, Manolito. ¿Todo bien?

– Todo bien.

La pelirroja reparó en la sonrisa blanca y tímida del muchacho. Sus labios brillaban como si los hubiera animado con una barra de cacao.

– Manuel Mendes, mi ayudante -lo introdujo Esmirna-. Uno de los más prometedores alumnos de la Escuela de Artes y Oficios. Me acompaña a las ferias y se introduce conmigo en los secretos del gremio. Es un chico serio. Aguárdame en la trastienda, pequeño -le indicó.

La mujer estrechó la blanda diestra del anticuario, le reiteró que regresaría al día siguiente con la cantidad acordada y desapareció por la calle de los Apóstoles entre un ritmo de bongos y los gritos de la misma riña casera que había percibido al llegar y que, a juzgar por un llanto convulso y los insultos que profería un vecino fuera de sí, amenazaba con pasar a mayores.

Tanto, pensó la pelirroja, sonriendo para sí, que tal vez tuviese que acudir la policía.

PROMENADE

17

Al llegar a la esquina, la mujer que acababa de salir de Antigüedades Esmirna se detuvo para asegurarse de que nadie la seguía. Sonrió, se ajustó la peluca, cortó por las calles transversales al puerto y se dirigió hacia el Mercado de Pescados.

Entre los coches aparcados buscó el de Horacio Muñoz, el agente que la estaba aguardando desde hacía más de una hora.

Responsable del archivo documental de la Jefatura Superior de Bolsean, Horacio Muñoz era un policía atípico, con una mirada viva y hundida y barba de profeta.

Su automóvil, un Volkswagen Escarabajo de color amarillo, no destacaba por su discreción.

El motor estaba apagado, pero el zapato ortopédico del conductor permanecía apoyado sobre el freno. Ajeno a cuanto sucedía en el exterior, Horacio leía una novela policíaca. Sobre la guantera reposaba un envoltorio de caramelos. Por cada capítulo, se llevaba uno a la boca.

– Misión cumplida -anunció la pelirroja al abrir la portezuela-. ¿Se le ha hecho larga la espera?

Horacio cerró el libro. Era una edición barata de E. Stanley Gardner, tomada de la Biblioteca Municipal.

– ¡Realmente, está usted desconocida!

– De eso se trataba.

– ¿Sabe? Hay veces en que me parece usted un personaje… novelesco. Como esas detectives que salen en los libros y en las películas, ya me entiende.

– ¿Se refiere a la novia de Perry Masón?

– Y a Lauren Bacall y a…

– ¿Tendré que recordarle que no son reales?

– Yo prefiero pensar lo contrario. A lo mejor me animo a emular el oficio de contador de historias. Sin ir más lejos, sus casos podrían servirme de inspiración. ¿Me permite que le haga una pregunta?

– Si no es literaria ni personal, sí.

– ¿Dónde aprendió a caminar de ese modo?

– Con los zapatos que llevo no hay otra forma de hacerlo.

– ¡Y esa peluca! Me recuerda a una mujer fatal, a una de esas francesas de los cafés de París. O a una vampiresa.

– ¿Me está acusando de chupar la sangre a mis colegas?

– Usted sabe que tiene bula para abusar de mis modestos atributos.

La subinspectora Martina de Santo se echó a reír. Después de una larga jornada en las calles, inspeccionando tiendas de antigüedades, necesitaba relajarse.

– No crea que mi educación me impide apreciar sus dobles sentidos, Horacio. Recuérdeme que le invite a cenar, por las molestias.

– ¿Cuántas cenas me debe ya?

El sarcasmo era cariñoso. Martina encendió un cigarrillo.

– Dos. Una por cada enigma que hemos resuelto juntos.

– Como no me citaba, pensé que estaría ocupada atendiendo a algún admirador.

– No es fácil establecer relaciones con una mujer que termina de trabajar cuando no han puesto las calles.

– Porque quiere, Martina. Todos nuestros colegas están libres para cenar. En especial, si no es con su pareja. ¿Cómo le ha ido esta vez?

La subinspectora aspiró una profunda calada y expulsó el humo contra el parabrisas.

– Es posible que hayamos localizado a nuestro perista. Y, acaso, alguno de los cuadros robados.

– ¿Quiere informar ahora? ¿Vamos a Jefatura?

Martina de Santo tenía otros planes.

– El pájaro no volará. Estos malditos zapatos me están matando. Necesito quitarme el disfraz. Lléveme a mi casa. Desde allí llamaré al inspector Villa.

El archivero encendió el motor del Escarabajo, que sonó como un concierto de latas, y condujo hacia la zona alta de la ciudad. Aunque nunca había estado en casa de la subinspectora, sabía su dirección. Entre ambos, a raíz de los casos en los que habían colaborado, venía cimentándose un sentimiento amistoso, una tácita complicidad que no incluía mayores confianzas.

Martina residía en uno de los pocos edificios modernistas que habían sobrevivido a la especulación de los años setenta. Su padre, el embajador Máximo de Santo, había adquirido esa casa años atrás, cuando abandonó la carrera diplomática para retirarse a Bolsean, su ciudad natal.

El Volkswagen frenó ante una verja de forja. La combustión del tubo de escape hizo que las hojas caídas de los plataneros revolotearan como moribundos pájaros.

Martina descendió del Escarabajo y, arrancándose al caminar la peluca pelirroja que ocultaba su media melena castaña, se perdió entre las sombras del jardín.

Eran las diez de la noche. Horacio decidió regresar a su puesto en el archivo de Jefatura. Quería encontrarse allí cuando la subinspectora informara de los resultados de sus pesquisas.

Con ella, con Martina de Santo, nunca sabía si su concurso podía resultar útil, pero su olfato de antiguo patrullero le decía que un nuevo caso estaba en marcha.

Y no sería él quien fuese a perdérselo.

18

El caso lo había expuesto ocho horas antes, ese mismo mediodía, Conrado Satrústegui, el comisario jefe, durante un almuerzo rápido en La Marea, un restaurante que solían frecuentar mandos policiales y al que Satrústegui, desde su reciente y mal llevado divorcio, estaba abonado.

Además de la subinspectora De Santo, los inspectores Ernesto Buj, de Homicidios, más conocido como el Hipopótamo, y Baldomero Villa, del departamento de Robos, compartían la mesa del comisario.

– Un buen botín -había resumido Satrústegui-. I orzaron la puerta de la ermita de San Caprasio, en Muruago, que carece de vigilancia. El cura estaba ingresado y no se apercibió del robo hasta que hubo regresado al pueblo. Debido a lo apartado del santuario, nadie advirtió el expolio. Fue un trabajo de especialistas. Se llevaron varias tallas del siglo XIII, románicas, el lígnum crucis que se conservaba en la sacristía y lo que pudieron desmontar de capillas y retablos: capiteles, molduras, incluso la pila bautismal.

El comisario había hecho una pausa, antes de añadir:

– La tabla más valiosa representa una Anunciación.

El obispo está preocupado y el gobernador nos ha ordenado que colaboremos con la Guardia Civil. Se supone que debemos impedir que las piezas robadas salgan del país.

– Como si no se hubiera concedido a los ladrones todo el tiempo del mundo -se quejó Villa.

– Son gajes del oficio.

– ¿Qué es eso del lígnum crucis? -había preguntado Buj, que llevaba consumida media botella de tinto.

– Ernesto, por Dios. -Villa era de los valles, y conocía la reliquia-. Un trozo del madero donde crucificaron a Cristo.

– ¿Y estaba en ese pueblo, en Muruago, a miles de kilómetros de Jerusalén?

– Eso dicen -había asentido Satrústegui, sin excesivo convencimiento.

– ¡Y este cristiano viejo sin saberlo! -había exclamado el Hipopótamo, masticando a dos carrillos-. ¿Cuánto vale?

– No tiene precio.

– Entonces, comisario, ¿para qué movilizarnos?

Obviamente, Buj iba con un trago de más. Villa había apuntado: