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Recordó haberlo hecho en el Londres de su salvaje juventud, en el apartamento en el que había conocido a Maurizio Amandi. ¡Qué ridículo, santo Dios! ¡Utilizando una peluca, unos bombachos y un sujetador de lentejuelas se había caracterizado de princesa hindú para bailar la danza de los siete velos!

El espejo reflejó oblicuamente el telegrama que había recibido el día anterior, y que permanecía tirado en la cama, sobre la funda de la almohada. Martina acabó de quitarse la ropa, se tumbó sobre el edredón y, con el corazón agitado, volvió a repasar sus taquigráficas frases:

Actúo Bolsean 10 enero. No lo haré si no asistes.

Sueño, escribo tu nombre.

Maurizio Amandi

20

La subinspectora cerró los ojos, negándose a resucitar el pasado.

Hacía casi cuatro años que no veía a Maurizio, y temía volver a encontrarse con él. Su última cita resultó tan decepcionante como las anteriores. Si ninguno de los dos había nacido para hacer feliz al otro, ¿para qué obstinarse en sufrir?

Una innata tendencia a la infidelidad descompensaba las virtudes de Maurizio, su encanto, su ingenio, su histriónico talento… ¿Cuántas mujeres habrían pasado por sus brazos?

Maurizio era un coleccionista de amantes, un cazador. También, una víctima de sus íntimas inseguridades. A Martina nada podría extrañarle que, en el terreno meramente deportivo del amor, Maurizio continuara siendo un vanidoso y falso donjuán. Mucho tendría que llover para que aprendiese a convivir con una mujer, y toda una eternidad si pretendía que le fuesen conmutadas sus innumerables, y a veces inocentes, mentiras.

El pianista era famoso por su carácter ciclotímico y por sus numerosas rarezas.

Cuando estaba de gira, Maurizio exigía en los hoteles habitaciones insonorizadas y un piano para sus ensayos, además de toallas nuevas, comida oriental, gimnasio y suficientes bebidas como para abastecer a una orquesta. Pero aun siendo esas y otras cláusulas de sus contratos debidamente atendidas, su conducta devenía imprevisible. En muchos detalles imitaba a los ídolos del rock, cuya estética había asimilado. Le encantaban las cruces, las drogas, el sexo. Durante una época en la que coqueteó con la heroína se quedó extremadamente delgado. Fue su etapa más gótica, con candelabros junto al piano, dedos enjoyados, amistades peligrosas, lecturas esotéricas, irascibilidad y enfrentamientos con los periodistas…

La prensa no lo tragaba, a causa de su arrogancia, pero solía comentar sus excentricidades. A él le encantaba la publicidad, y hacía todo lo posible, actuando, maniobrando, por alimentar su leyenda. En una violenta discusión con Thule Feyerdhal, una violinista sueca con la que mantuvo un tórrido romance, había destrozado una habitación en el Hotel Ritz de Barcelona. En otra ocasión, en el Danieli veneciano, apareció con un Picasso, lo colgó encima de su cama y se hizo fotografiar medio desnudo para una revista gay. Años atrás, en Múnich, había posado con indumentaria neonazi; poco antes, en Santiago de Chile, adonde había viajado en compañía de Martina, firmó una proclama de artistas contra la Junta Militar. En cuanto a su origen aristocrático, unas veces presumía de linaje y otras abominaba de él. Portaba sangre siciliana, la de su padre, y española por parte de madre, una mallorquina que había vuelto a refugiarse en su isla natal tras separarse del conde de Spallanza, con quien había tenido un único hijo y demasiadas noches de amargura; pero, en realidad, se consideraba ciudadano del mundo. «Sólo me inclino ante Mozart», había respondido en una ocasión, cuando le interrogaron por su bandera o su patria. «O ante Modest Mussorgsky».

En Madrid, en plena Gran Vía, el pianista poseía un lujoso apartamento en el que apenas pasaba unas semanas al año. Solía alquilar una limusina, con la que recorría las discotecas y los clubes recogiendo a lo peorcito de cada casa. La comunidad, compuesta por privilegiados vecinos de renta alta, estaba harta de denunciar sus orgiásticas fiestas, pero él siempre se las arreglaba para emerger del fango con un pícaro brillo en su sonrisa de arroz.

El dinero salía de sus bolsillos a manos llenas, y servía para tapar bocas. Todo eran contradicciones, caprichos y, sobrevolando su frívola vanidad, una actitud histriónica, de incesante burla y provocación.

No obstante, al abrir el telegrama, Martina había experimentado una bofetada de calor, como si los buenos momentos transcurridos junto a él reviviesen en esas escuetas palabras.

Brasas de la hoguera, pensó. Al calor de su propia chimenea, que ahora, en el amplio y casi desnudo salón (desde la muerte de su padre, había ido retirando muebles y objetos de una vivienda demasiado grande para ella), chisporroteaba alegremente, volvió a representarse su tersa sonrisa, esa expresión suya de fingido desconcierto que le hacía parecer desvalido o frágil, como si nunca supiera a qué carta quedarse. En el silencio de la casa, perturbado sólo por el crujido de los leños lamidos por el fuego, Martina casi pudo oír de nuevo, almacenada en el légamo de su memoria, la dionisíaca risa de Maurizio. «Nuestro amor es lo único que no envejece», afirmaba el músico. «Porque no existe», alegaba ella.

También Martina, a su manera, había jugado con él, pero cometiendo el error de dar por supuesto que ese invisible torneo duraría sólo el plazo necesario para afirmar sus sentimientos.

Los suyos eran confusos. Los de Maurizio, tumultuosos y aleatorios como las geografías y climas de sus viajes. En esa cadena de eslabones partidos, un desencuentro había antecedido al siguiente.

Durante aquella tarde, mientras investigaba el paradero de los bienes de Muruago, Martina había sido incapaz de decidir si respondería o no al telegrama. Ella sabía, desde hacía semanas, que Maurizio iba a actuar en la ciudad, y había decidido que, llegado el momento, estaría en el concierto, cerca de él, dispuesta a dejarse mecer de nuevo por sus aterciopeladas argucias. Dispuesta a escucharle, si necesitaba su compañía o su consuelo, pero en ningún caso a levantarse otra vez de su cama con el alma desgarrada, derramando las lágrimas que ya había vertido en la Isla de Wight, en Santiago de Chile, en París, en todas las ciudades, en todos los hoteles donde se había desarrollado su tortuoso romance con el hombre con quien había vislumbrado la felicidad; el mismo, precisamente, que se la había arrebatado sin una razón clara, como pretendiendo castigarla, acaso, o demostrarle que el amor sólo podía existir en los otros, para los otros, en el corazón de los otros.

21

A fin de despejarse, Martina se puso un culotte de ciclista, un jersey viejo y unas zapatillas con la lona teñida de tierra batida, y se obligó a correr en mitad de la noche.

Acababa de empezar a llover, pero salió de la casa y trotó con suavidad en dirección al puerto.

No estaba en su mejor forma. Seguía fumando sin parar y alimentándose de modo frugal. Dormía poco y tenía demasiado trabajo. Contra su voluntad, se había visto obligada a alterar sus rutinas deportivas, como el footing, los partidos de tenis o la práctica de tiro.

Con carácter anual, todos los agentes en activo estaban obligados a someterse a un chequeo. El último parte médico de Martina había deparado conclusiones un tanto alarmantes. Estaba baja de glóbulos rojos. Su tensión arterial y su tasa de colesterol rozaban los umbrales de riesgo.

La subinspectora no llevaba una vida sana. A menudo permanecía hasta pasada la medianoche en Homicidios, aprovechando la tranquilidad de la sala para elaborar informes o adelantar casos pendientes. Y todavía, en su casa, de madrugada, insomne, leía tratados de psiquiatría y de medicina forense o jugaba al ajedrez contra sí misma. Se acostaba tarde, y por la mañana no tenía tiempo ni ganas de hacer deporte. Salía a correr cuando se lo permitía el servicio o cuando sus defensas emocionales se veían asediadas y necesitaba agotarse para recuperar una sensación de bienestar.