– No me hagas reír.
– En serio, Mar. Necesito verte.
– Es muy tarde.
– ¿Puedo ir a tu casa?
– Naturalmente que no. Estoy acostada.
– Para lo que me gustaría que hiciésemos, ni siquiera te pediría que te levantases de la cama.
Martina se sonrojó. El hecho de que él no pudiera verla no la consoló de su flaqueza.
– No has cambiado.
– ¿Puedo verte? ¡Ahora!
– No insistas, por favor. Voy a colgar.
Junto al otro auricular chasqueó un mechero. Martina notó cómo sus axilas se humedecían de sudor.
– Escucha, Mar -suplicó él-. Estoy en un hotel, no recuerdo cuál. Me fijé en que en la esquina había un bar abierto. Se llama Quick, o algo así. ¿Lo conoces?
– Por mi trabajo, conozco todos los garitos de Bolsean, incluidos los que gozan de buena reputación.
– ¿Desde cuándo necesitas trabajar?
– Soy policía.
Fue como si Maurizio se hubiese caído de un guindo.
– ¿Qué significa eso?
– Que, como subinspectora, pertenezco al Grupo de Homicidios de la Jefatura Superior de Bolsean. Si mi teléfono suena a estas horas, mal asunto. ¿No te habrás metido en algún lío?
– Agente de la ley, válgame el cielo… ¡Jamás lo hubiera imaginado!
– El factor sorpresa hace la vida más divertida, ¿no te parece?
– ¡Y yo que te llamaba para darte una!
– Lo has conseguido. ¿Satisfecho?
– Lo estaré cuando consiga verte. ¿Desde cuándo llevas uniforme y placa?
– Me gradué hace dos años. Mi placa cuelga de aquella cadena de plata que me regalaste en Santiago de Chile. Ah, y suelo vestir de civil.
– El colgante, sí… ¡Investigadora de crímenes! -volvió a exclamar el músico, sin darle crédito-. ¿Cómo no me lo habías dicho?
– ¿Acaso tuve oportunidad?
Si en la respuesta latía un reproche, Maurizio lo ignoró.
– ¿Vas armada?
– En este momento no, pero contigo estaré prevenida.
La intuición de que ella había sonreído animó al pianista.
– Lo que debo decirte no puede esperar.
– Compruebo que la paciencia sigue sin ser una de tus virtudes.
– ¿En el Quick, digamos, dentro de media hora?
Martina aspiró hondo.
– Tres cuartos. Me gustaría arreglarme un poco.
– Tú siempre estás perfecta. Y otra cosa, Mar…
La subinspectora no quería oír más, pero se oyó preguntar:
– ¿Qué?
– Te quiero.
– No mientas.
– Jamás he querido a otra.
– Eres un farsante.
– ¡No me iré de Bolsean sin llevarte conmigo!
– Entonces, tendrás que quedarte.
– ¡Anularé la gira, lo dejaré todo! ¡Me empadronaré!
– Amandi…
– ¡Dime que no me has olvidado!
– En eso tienes razón. Es imposible olvidar a alguien como tú.
Martina colgó preguntándose qué iba a hacer. Pero no tenía demasiadas dudas.
Del entreabierto armario de su dormitorio colgaba el vestido negro que esa tarde había usado para su disfraz. Aunque era más apropiado para una cita galante que para desanimar a un hombre, limpió el único tirante de un resto de maquillaje y decidió ponérselo.
Cuando se hubo peinado, el espejo le devolvió una sensual versión de sí misma. Su rostro emitía un suave rubor. Ella no ignoraba el motivo. Si en el mundo había alguien capaz de descolocarla, ése era Maurizio.
Se retocó los labios y bajó al garaje.
Su coche se deslizó por las silenciosas calles de la urbanización, en dirección al centro.
«Estás loca», se dijo, encendiendo un cigarrillo.
23
El Quick era una de esas whiskerías de luz tenue y tapicerías atigradas que se pusieron de moda a principios de los años ochenta.
Frente a la entrada, un portero aparcaba en doble fila automóviles de marca. Dentro, a media luz, entre estatuas griegas y paredes de papel pintado, departía una clientela madura, con predominio de empresarios de la construcción, concejales y algún artista lampante de los que beben y viven, sablean y cuentan los mejores chistes.
Engominados camareros que torcían el gesto si alguien tenía el mal gusto de pedir un tinto atendían las mesas, redondas y bajas, chapadas en estaño y cuero. Los sofisticados cócteles de la carta de licores sentaban como un tiro, pero la novedad y un provinciano esnobismo justificaban su indiscriminado consumo, alternado con los tradicionales whiskys y ginebras y con alguna que otra cerveza; negra, por supuesto, y jamás de barril.
Con sus largas piernas encogidas debajo de una de esas mesitas, fumando y bebiendo, Maurizio Amandi esperaba desde hacía un rato.
El artista llevaba una camisa de seda de color magenta, un pantalón de lino y unas botas de piel que debían de haberle costado casi tanto como el sueldo del mozo que en ese instante le servía el tercer «cubanísimo» de azúcar, hielo picado, albahaca y ron en un coco natural con tres pajitas de distintos colores.
En cuanto vio entrar a Martina, Amandi se puso en pie con tal ímpetu que la mesa se tambaleó. El camarero le sostuvo la copa a tiempo, pero no logró impedir que unas salpicaduras bautizasen al cliente.
– Lo siento, señor.
– ¿Por qué? El culpable soy yo. Usted se ha limitado a hacer su trabajo.
– Le traeré una toallita con agua caliente.
– No se moleste.
– No es molestia, señor.
– Déjelo. Hola, Mar.
La subinspectora evaluaba la escena con mirada crítica.
– Hay gotas de un pringoso líquido en el asiento que se supone me estabas reservando. ¿Pretendes que lo ocupe?
– Lo limpiaré enseguida -volvió a excusarse el camarero.
Maurizio, que se disponía a cambiar el taburete, le hizo tropezar. El mozo resbaló y volcó la mesita. Un estrépito de vidrios rotos motivó que unas cuantas cabezas se girasen hacia ellos. Martina reconoció a un promotor inmobiliario que acababa de salir de la cárcel.
– Perdón otra vez -masculló el camarero.
– Ya le he dicho que soy yo quien lo lamenta -reiteró Amandi. La subinspectora sonreía. Lamparones de ron añejo decoraban el pantalón del pianista-. Usted se ha limitado a cumplir su trabajo. Quien cometió intrusismo fui yo.
– Le pido disculpas, señor -dijo el maître. A la vista del estropicio, acababa de abandonar la barra-. Permítame ofrecerle un quitamanchas.
– No será necesario -descartó Maurizio, sacudiéndose con exageración las perneras, mientras Martina trataba de contener la risa-. En realidad, me han hecho un favor. No me había cambiado de pantalones en una semana. Y tampoco recuerdo haberlo hecho de ropa interior. Confiaré en el servicio de lavandería de mi hotel, ya que aquí, según he podido comprobar mientras aguardaba a mi pareja, sólo les lavan la cara a los nuevos ricos de esta ciudad. He visto a uno de ellos sacarse algo de la nariz y pegarlo a un cacahuete. Puedo identificarle, si lo desean.
El maître se puso pálido. Su indignación, sin embargo, no procedía de los sarcásticos comentarios de Amandi, sino de lo que acababa de descubrir junto a la derribada mesa. El jefe de camareros señaló al suelo:
– Ha debido de caérsele algo.
Junto a las patas, una navaja de considerables dimensiones mostraba sus cachas de asta. Las iniciales del pianista, M. A., figuraban grabadas en el mango. Con tranquilidad, su dueño la recogió y se la guardó en el caño de una bota.
– Acero albaceteño -alegó Maurizio, por toda explicación-. Producto nacional bruto. Tiene mil usos, y algunos relacionados con la higiene personal. ¿Un ejemplo? Úsese como mondadientes si se ha comido rodaballo o carne mechada.
– No creo que vaya a necesitar esa navaja en nuestro establecimiento -estimó el maître, engallándose-: es más, le pediría que lo abandonase de inmediato.