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El pianista se irguió en su metro noventa.

– ¿Me está aplicando el derecho de admisión?

En apariencia, Maurizio mantenía la calma, pero sus mejillas se estaban arrebolando. También del maître emanaba un aire retador. La subinspectora se interpuso entre ambos.

– Soy policía. Respondo de este caballero. Vamos, salgamos de aquí.

– ¡Si acabamos de llegar! -se resistió Maurizio.

La subinspectora lo enlazó por la cintura y lo fue empujando a lo largo de la barra. El promotor inmobiliario recién devuelto al seno de la sociedad la reconoció y le dedicó una mirada sardónica, como diciendo: «A ver, guapa, ¿quién es ahora el que busca camorra?» Martina consiguió sacar al músico a la calle y alejarlo del radio de acción del portero del Quick, con el que un alborotado Amandi a punto estuvo de llegar a las manos.

El Saab estaba aparcado en una vía paralela. Martina ordenó a su amigo:

– Sube.

– Esto no va a quedar así, Mar.

– ¡Sube al coche!

– No seguiría siendo un hombre si…

– ¡Te he dicho que subas al coche!

– ¡Dame un minuto! ¡Me sobrará para demostrarles con quién se juegan los cuartos!

– ¿Quieres que te deje plantado?

– ¡Un minuto, Mar! ¡El tiempo justo para recuperar mi dignidad!

– ¡Sube al coche de una maldita vez!

El dorso de su mano se detuvo justo antes de impactar en su mejilla. Atónito, Maurizio se la quedó mirando como un alumno pillado en falta.

– ¿Ibas a pegarme?

La expresión del músico había cambiado. Ahora revelaba mansedumbre.

– Me sacas de quicio -masculló ella.

– Perdóname tú, Mar. Creo que he bebido más de la cuenta.

Martina le miró, resabiada. Había aceptado con anterioridad esa misma excusa.

– No importa. Sube.

El músico inclinó sus anchas espaldas y entró al Saab. La subinspectora accionó el cierre automático y encendió el motor.

Atravesaron a demasiada velocidad las calles céntricas, hasta desembocar en la ronda de circunvalación.

Una vez en las afueras, Martina eligió la carretera de la reserva natural y siguió conduciendo hacia sus largas playas, perdidas entre las nieblas invernales.

– ¿Adonde me llevas? -preguntó Maurizio.

– A un lugar tan solitario y oscuro como tu conciencia.

24

Martina apartó la vista de la neblina que desdibujaba el trazo de los carriles y miró de reojo la esfera de su reloj de oro, herencia del embajador Máximo de Santo. Alessandro Amandi, el padre de Maurizio, y él, habían sido amigos.

Eran las dos de la madrugada. Como arrojado por el útero del océano, el nuevo año había nacido frío, gelatinoso, gris.

El automóvil rodaba cerca de la orilla del mar. La subinspectora encendió dos cigarrillos, le pasó uno a Maurizio y bajó la ventanilla. Un helado silbido la obligó a subirla. El vapor de agua ascendía desde la costa, en veloces nubes a ras de tierra.

– ¿Qué es esto, un secuestro? -tonteó Amandi.

– ¿Realmente crees que alguien estaría dispuesto a pagar por tu rescate?

– ¡Eh! ¿Eso que acabamos de pasar no era un acantilado?

– ¿Tienes vértigo?

– Claro que no. Siempre controlo.

– Seguro. Acabas de llegar a la ciudad y ya has organizado un escándalo.

– Algunas cosas no cambian nunca -sonrió él-. Como lo nuestro, Mar.

– No he venido a escuchar cuentos chinos, Amandi.

Él le apoyó una mano en el muslo. La subinspectora pegó un volantazo. Las ruedas rozaron el balasto del arcén. Más allá de la curva, Martina creyó ver la espuma de las rompientes.

– Aparta, sátiro.

– Está bien, cariño. Nada de contacto físico por ahora.

Ella meneó la cabeza.

– No sé qué clase de ilusiones te habrás hecho esta vez, pero te aconsejo que las vayas olvidando.

– ¿Estás exigiéndome que me niegue a mí mismo? ¿Que ignore mis mejores sentimientos?

– Deberías consultar a un psiquiatra.

– Lo hice.

– ¿Complejo de donjuán?

– Últimamente he padecido… trastornos.

– ¿Doble personalidad? ¿Bilocación mística?

– No tan sofisticados. Migrañas, depresión matinal, tristitia post coitum…

– ¿Pequeños traumas derivados del alcohol?

– ¡Aguanto como un estibador!

– Acabo de comprobarlo en ese bar.

– A partir de ahora me abstendré. Toco mañana, ya sabes. Los días de concierto jamás bebo.

Los faros se diluían en un espacio caliginoso, irreal. Martina se obligó a concentrarse en la carretera. La oscuridad era cada vez más angosta. Prácticamente, no se veía nada.

– Estoy impresionada, Amandi. ¿Has probado a dejarlo?

– ¿Para qué? De alguna manera tengo que enfrentarme a la fealdad del mundo.

– ¿A la realidad?

– ¿No son sinónimos?

– ¿Te sigues metiendo coca?

El artista eludió responder.

– ¿Nada más? -insistió ella.

– Marihuana -admitió él-, por los viejos tiempos. Me hace olvidar.

– ¿Lo vacío que estás?

– Es cierto que a veces me siento estéril. Debería probar con la paternidad. ¿Nos animamos?

La vena irónica de Maurizio no hizo que Martina olvidase antiguas ofensas.

– ¿Te has decidido a elegirme temporalmente para formar un hogar, hasta que encuentres algo mejor?

Maurizio arrastró el tono:

– Bolsean no estaba contemplado en la gira, pero impuse una actuación. Quería verte a toda costa, Mar. Sé que no te merezco. Sin embargo, he venido a pedirte otra oportunidad. ¡A veces -exclamó, con un aire desconcertado- ni yo mismo me entiendo!

La subinspectora tuvo que morderse los labios para no sonreír.

– Podrías empezar por explicarme qué hacía esa navaja en tu bota.

Ahora fue Maurizio quien explotó en una de sus contagiosas carcajadas.

– ¿Te fijaste en la cara del maître? ¡Pensaría que iba a rebanarle el cuello!

– No me has contestado.

– Fue un regalo. Ofrecí un concierto en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. En vez de una estatuilla del Quijote o de Sancho Panza, me sorprendieron con ese presente. Habían grabado mis iniciales, como detalle personal. Metí la navaja en la maleta y aprendí a lanzarla como un bandolero de Sierra Morena. También la uso para cortar los bistecs demasiado hechos y para ablandar a los promotores que se olvidan de pagarme en dinero negro.

– Tu vida es un puro desequilibrio, Amandi.

– Eso dicen.

– Acabarás en una residencia, con una camisa de fuerza.

– Eso esperan.

– Abandonado y solo, con la única compañía de una horrible enfermera que te administrará sedantes vía intravenosa.

– ¿Mi cancerbera estará enamorada de mí?

– Desesperadamente.

– ¿Habrá piano en el loquero?

– Un órgano Hammond. Tocarás por Navidad y en cada Cumpleaños Feliz de tus colegas residentes, cuando saquen la tarta sin velas para que no le peguen fuego al hospital.

El rostro del pianista se iluminó.

– ¿La felicidad será una locura o, simplemente, la locura?

– ¿Vas a ponerte trascendente?

– Estoy componiendo.

La subinspectora lo contempló de refilón, pero tornó a centrarse en la carretera. El asfalto parecía flotar sobre un lecho de nubes.

– Háblame de ello.

– ¿De esa sensación desnaturalizada y pura? Nada de lo aprendido sirve. Mudar de piel, adentrarse en lo desconocido, en lo perverso. Llamar a las puertas del reino del mal.

– ¿Quién dijo que el arte no se construye con buenos sentimientos? -se preguntó Martina, quizá porque a su memoria acababan de acudir las frases que Gedeón Esmirna, el anticuario, había pronunciado sobre la centuria de Satán.

– Tenía razón -asintió Maurizio-. La alianza con el diablo resulta más productiva. Venerar la muerte, acariciar el crimen. ¡Confiar en que la visión nos arrastre, en que las teclas del piano se inunden de sangre!