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La subinspectora notó las manos frías sobre el volante.

– Me gustaría escuchar algo.

Su amigo la contempló con infinita gratitud.

– Más adelante, tal vez. Te agradezco el interés, Mar. Eres muy buena.

Como si le hubiese sobrevenido un súbito agotamiento, el pianista apagó el cigarrillo y se recostó en el hombro de la subinspectora. Al poco rato, bostezó y se quedó dormido. Su peso la incomodaba, pero Martina encendió la radio, para no pensar en él, y prosiguió conduciendo hasta el desvío de la reserva.

25

Cuando el músico despertó, el motor estaba apagado. Los faros del automóvil iluminaban el mar.

– ¿Dónde estamos?

– En la playa. -Ella seguía fumando, para disipar el sueño-. Baja, daremos un paseo.

La negrura de la noche apenas dejaba adivinar la marea. Martina remontó una duna. Los faros la iluminaron como si fuera un espectro.

– Envuelta en una luz espiritual -comentó Maurizio-. Como un hada sin corazón.

– El amor de una mujer es un secreto para ti.

– El tuyo, no. Eres igual que yo, Mar. Incapaz de perder. Incapaz de amar.

Los hombros de la subinspectora tiritaban por la humedad. Ayudándola a descender la duna, Maurizio le cogió una muñeca.

Ella le retiró la mano. Pasearon escuchando el rumor de las olas, hasta que el arenal se inundó y tuvieron que arrimarse al acantilado para evitar la resaca. Sus espaldas rozaban las rocas.

– Puesto que no se ve lo bastante para coger conchas, ni los percebes que juraría que acabo de tocar, déjame que te haga el amor -susurró él.

Martina gateó por las piedras, alejándose.

– No tenemos dieciséis años. Me gustan las sábanas, y que alguien me traiga un café al despertar.

– He venido sin mi equipo de campaña. Y esos hornillos de gas me dan pánico.

– Hay un albergue marinero cerca de aquí.

– ¿Has reservado habitación?

– Estamos en Navidad. La gente prefiere ir a esquiar. No habrá nadie. Podemos alquilar dos cuartos.

– ¿En plural?

– Eso he dicho.

El aliento de Maurizio sopló cerca de su boca.

– Vamos a esa posada. Más tarde negociaremos la cuestión de las habitaciones.

Regresaron al coche. El albergue al que había aludido Martina quedaba a un par de kilómetros, por la pista de tierra que bordeaba las marismas y los sotos de anidamientos y cría de aves. La subinspectora comentó que a veces, fuera de temporada, se refugiaba allí. Para ella, equivalía a un santuario donde sacudirse el polvo de los días y recuperarse del estrés a base de una dieta de pescado fresco y silencio. Sobre todo, paz.

Por un sendero recorrieron la distancia que los separaba del albergue. Martina se disponía a llamar al timbre cuando el pitido del walkie, que ella había dejado en el interior del coche, sujeto de un velero, la hizo regresar corriendo al Saab.

Abrió la portezuela y aferró el transmisor. Aunque la recepción era pésima, identificó a Baldomero Villa. El inspector estaba en Bolsean, en la calle de los Apóstoles, cerca del puerto.

– ¿Me escucha, subinspectora?

– ¿Qué sucede?

La voz de Villa se impuso a las interferencias:

– Malas noticias, Martina. Han asesinado en su tienda a Gedeón Esmirna, el anticuario.

Ella se quedó paralizada.

– Le han rebanado el cuello -añadió Villa-. ¿Dónde está usted?

– No muy lejos de la ciudad. A unos tres cuartos de hora.

– Deje lo que esté haciendo y acuda de inmediato a la escena del crimen. El inspector Buj se encuentra de camino, y acabo de alertar al comisario.

Los ojos de la investigadora se desviaron hacia la silueta de Maurizio. Bajo el umbral de la posada, que casi rozaba con su elevada estatura, Amandi la invocaba con un mudo gesto de sus brazos abiertos.

La subinspectora pegó los labios al walkie.

– Gracias por el aviso, inspector. Voy para allá.

PROMENADE

26

De regreso a Bolsean, la subinspectora dejó a Maurizio en su hotel, el Marina Royal, un cinco estrellas situado en el puro centro.

A partir del precipitado regreso de la playa, el músico se había mostrado de pésimo humor. Durante el trayecto de vuelta, Amandi se mantuvo en silencio, respondiendo con hoscos monosílabos a los intentos de Martina por restablecer la conversación. A la subinspectora no le extrañó su comportamiento, más propio de un niño.

– Que duermas con los angelitos -le deseó Martina, en la puerta del hotel.

– No te librarás tan fácilmente de mí -le advirtió Maurizio-. Tengo Benzedrina. Te estaré esperando despierto.

– Las diligencias me llevarán toda la noche -lo desanimó ella.

Con aire confidencial, el músico le susurró al oído:

– ¿Habrá sido el mayordomo? Porque se trata de un crimen, ¿verdad?

Antes, en la playa, al preguntarle por el súbito cambio de planes, Maurizio ya había presumido que ella acudía a una emergencia. Lejos de confirmárselo, la subinspectora se había acantonado en el mutismo.

– Te llamaré.

– Eres cruel, Mar. No puedo creer que estés haciéndome esto.

Intentó besarla, pero fue neutralizado. Martina ya no pensaba en él, sino en la tienda de antigüedades y en Gedeón Esmirna.

– Hazte un favor: no bebas más.

El artista se cuadró.

– A sus órdenes, mi sargento.

Resignado, Maurizio iba a meterse al hotel cuando introdujo la mano en el bolsillo y la alargó hacia la ventanilla del coche.

– ¿Te importaría guardarme la navaja? Todavía no me ha dado por patrocinar un museo kitsch.

Sin hacer preguntas, Martina cogió el arma, la metió en la guantera y arrancó.

Por el retrovisor vio desaparecer a Amandi entre las puertas giratorias del hotel. Cambió de sentido en la Avenida del Príncipe y condujo a toda velocidad hasta la calle de los Apóstoles.

El casco viejo estaba peor iluminado que las inmediaciones del Marina Royal. Los escasos faroles revelaban basuras en las esquinas y solares tomados por gatos callejeros cuyas pupilas perforaban la noche.

El callejón que subía desde el Mercado de Pescados, cuyo ácido olor, a salitre y bodega, se entremetía en la niebla, estaba cortado por coches patrulla. Destellaban las sirenas. Varios policías vigilaban la zona. Inútilmente, por otra parte, pues el frío no invitaba a salir, y no se veía a nadie. Tan sólo un burdel, el Calypso, situado hacia el tramo final de la calle, acusaba movimiento, siluetas masculinas entre el perfil de las putas, asomadas a la puerta para cotillear.

La subinspectora aparcó con brusquedad sobre la acera, mostró su placa a los agentes de la Unidad de Vigilancia Nocturna y corrió hacia el chaflán de Antigüedades Esmirna.

La puerta del establecimiento estaba abierta de par en par. Había luz, mucha más de la que ella recordaba.

Villa fumaba junto al escaparate. Los ojos de Martina se fijaron en la armadura medieval. El hacha había desaparecido.

El inspector la recibió con un gesto preventivo.

– Prepárese, Martina.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque yo he estado a punto de echar la cena.

La subinspectora asintió, impávida. No era frecuente que Villa y los suyos se enfrentasen a un asesinato. Desde Homicidios se contemplaba el departamento de Robos como un planeta bastante más amable que su galaxia de violencia criminal.

La tienda era un hervidero de agentes. Las voces se mezclaban, esbozando inconexas frases; los rostros de los detectives reflejaban dureza y tensión.

CATACUMBAE

27

Martina avanzó entre una barahúnda de trastos. Hacia la parte central de la tienda, severos muebles antiguos servían de altar a una suerte de retablo de luz. Los focos policiales hacían resaltar la escena bajo la cruz de una de las bóvedas.