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En medio de una orgía de sangre, la muerte sonreía con su expresión más siniestra. El perfume de la dama negra, ese olor intenso y dulzón, vagamente corrupto, que la subinspectora conocía bien, flotaba en el aire.

La sangre había empapado los geométricos dibujos de la alfombra persa que cubría el suelo, pero la rasa pared contra la que se recortaba el cadáver estaba limpia. Los focos radiografiaban cada grieta, cada mancha de humedad.

La corriente que penetraba por la puerta de entrada hacía oscilar ligeramente el desnudo y masacrado cuerpo. De forma grotesca, los restos de Gedeón Esmirna pendían de uno de los ganchos atornillados a la abovedada techumbre. Lo habían decapitado e izado boca abajo con ayuda de una soga anudada a la base de una columna.

Ni el brazo derecho ni la mano izquierda del anticuario estaban en su lugar, y tampoco su cabeza se veía por parte alguna. Por la segada base del cuello se distinguían vértebras rotas y la sección de la médula espinal. La zona inguinal era una pura tumefacción; le habían cortado el pene.

– Espeluznante, ¿no? -dijo Villa, a su espalda.

28

Martina intentaba concentrarse en la escena, pero la visión del cadáver no le permitía pensar con claridad.

– ¿Quién dio el aviso?

– El aprendiz del anticuario. Un tal Manuel Mendes. Aquel chico que está con el inspector Buj.

Martina desvió la mirada hacia la pinacoteca donde esa misma tarde, apenas unas horas atrás, Gedeón Esmirna le había mostrado la Anunciación y aquel Goya que el anticuario insistió en acreditar como auténtico.

Con los glúteos aposentados sobre el escritorio de su difunto dueño, el Hipopótamo procedía a practicar al testigo la declaración preliminar. Apoyado en el respaldo de una silla, asidas las manos para disimular su temblor, Manuel Mendes parecía estar pasando un mal trago.

Buj llevaba un rato interpelándole. Aunque no se le había imputado cargo alguno, era obvio que el aprendiz empezaba a sentirse arrinconado.

La impresión de haber descubierto el cadáver y permanecido a solas con los restos hasta la llegada de la policía guardaría relación con el evidente desasosiego de Mendes; además, Martina sabía por experiencia hasta qué punto podía llegar a resultar desagradable carearse con Ernesto Buj.

En manos del Hipopótamo, hasta una simple toma de declaración podía derivar en un proceso inquisitorial. El inspector era experto en conseguir que los testigos perdieran su aplomo, cayendo, a menudo sin darse cuenta, en la contradicción o el error. Buj pertenecía a ese club de sabuesos para quienes todo el mundo, hasta que no se demostrara lo contrario, era culpable de algo.

– Repitiendo las cosas, como en la escuela, es como mejor se aprende de los propios errores -estaba diciendo un amostazado Buj-. De modo, hijo, que vamos a recapitular los hechos.

Junto al inspector, otro de los agentes de Homicidios, Carrasco, tomaba apuntes en una libreta. El Hipopótamo se la arrebató de un zarpazo, echó un vistazo a las notas y siguió tuteando al aprendiz:

– Acabas de afirmar que encontraste el cuerpo de tu jefe hará no más de una hora, hacia las dos de la madrugada. Te sobrepusiste a la correspondiente conmoción y nos llamaste desde este mismo teléfono. ¿Correcto?

Manuel Mendes asintió, mudo. Buj le dirigió una sonrisa cortada, y su siguiente pregunta:

– ¿Puedes explicarnos qué hacías en esta tienda a semejantes horas de la noche?

– Vivo aquí.

La zurda del inspector dibujó un incrédulo arabesco.

– ¿Dónde?

– En el piso de arriba.

– ¿En la primera planta?

– Eso es.

– ¿A quién pertenece ese piso?

– Pertenecía al señor Esmirna.

El Hipopótamo consideró la posibilidad de que el aprendiz no estuviese mintiendo.

– ¿Cómo se accede al apartamento?

– Hay dos entradas -precisó Mendes, con un hilo de voz-. La principal, por el portal, y una segunda por la trastienda, subiendo una escalera.

El inspector indicó a Carrasco que descorriera la cortina del almacén y se asomase a la trastienda. Estaba en penumbra, pero arriba, al cabo de los peldaños, se intuía una especie de falsa silueteada por un trapecio de luz.

– ¿Esa trampilla franquea el acceso a la vivienda?

El joven Mendes lo corroboró.

– Suba usted, Carrasco -le indicó Buj-, y registre el piso.

– Yo le acompañaré -decidió el inspector Villa, desenfundando su arma-. Podría haber alguien oculto.

Ambos policías desaparecieron en el almacén. Buj volvió a descansar las posaderas en el bufete de Esmirna y miró al testigo hasta obligarle a bajar la vista. Aquel chico moreno y delgado, con negros rizos y figura de efebo le inspiraba cualquier cosa menos confianza.

El Hipopótamo ordenó a la subinspectora:

– Si quiere ser de utilidad, De Santo, hágame de escribana. Transcriba sus respuestas, con los puntos sobre las íes.

Martina se obligó a acatar la orden sin rechistar. Sacó su libreta y su pluma y se situó a la derecha de Mendes.

Buj preguntó a éste:

– ¿Qué hiciste antes de descubrir el cadáver?

– Había salido a cenar.

– ¿Solo?

– Sí.

– ¿Dónde cenaste?

– En la calle. Compré pan y embutido en el ultramarino del barrio, que está abierto hasta medianoche, y me comí el bocadillo en los porches del Mercado.

– ¿Con esta temperatura?

– Estoy acostumbrado al frío.

– ¿Alguien puede corroborar tu coartada?

– ¿Por qué me lo pregunta? ¿Es que necesito una?

Meneando la enorme cabeza de un lado a otro, Buj hizo chasquear la lengua contra el paladar, como si acabase de probar un guiso todavía crudo.

– Yo diría que no andas muy sobrado de crédito, hijo. ¿Hablaste con alguien? ¿Alguien te vio?

– Las calles estaban vacías. Granizó y llovió.

Al tono del inspector afloró el sarcasmo.

– Eso ya lo sé. ¿Por qué regresaste a la tienda, porque habías olvidado el paraguas?

– Se lo he dicho. Vivo aquí.

– ¿En el piso del anticuario?

– Eso es.

– ¿Te unía algún parentesco con el difunto Gedeón Esmirna?

– No. Tan sólo soy… Era su auxiliar.

El Hipopótamo sonrió como cuando el Gordo pisaba al Flaco.

– ¿Nada más? ¿No cocinabas para él ni le hacías la cama?

Un chispazo de odio incendió la mirada del testigo, pero la humillación no alcanzó a desbordar su cautela. La boca de Buj se había fruncido en un mohín obsceno.

– ¿Desde cuándo vivíais juntos, como tortolitos?

Mendes iba a saltar, pero el amigo prudente que llevaría dentro le aconsejó pensárselo mejor.

– Siempre he ocupado una habitación independiente. Me trasladé a su casa cuando el señor Esmirna me contrató.

– ¿Y cuándo sucedió eso?

– Hará un año.

– ¿Cómo conociste a tu patrón?

– Yo estudiaba en la Escuela de Artes y Oficios, con una beca. El nos daba clases de restauración.

– Qué poco romántico. Pensaba que ibas a hablarnos de Mikonos o de Sitges.

La oscura piel de Manuel Mendes pareció adquirir mayor densidad. Martina experimentó un principio de indignación, pero se mantuvo al margen. El Hipopótamo decoró con una risita sus tareas de demolición, que iban a continuar por otra vía:

– ¿Tienes llaves de la casa?

– Sí -murmuró Manuel.

– ¿Y de la tienda?

El aprendiz lo negó con un pestañeo.

– ¿De qué manera pudiste entonces entrar esta noche al establecimiento, si carecías de llave?

– Subí al piso por el portal y bajé por la falsa.

Buj volvió a señalar el almacén.

– ¿Por la trastienda, desde el apartamento de arriba?