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– Sí.

– ¿Hay cerradura en la falsa?

– Desde hace algún tiempo, no. El señor Esmirna usaba la trampilla con frecuencia, cuando trabajaba de noche. Me hizo quitar el pestillo, para evitar que uno de los dos, por un descuido, quedase encerrado abajo.

– ¿A don Gedeón no le preocupaba que un ladrón pudiera acceder al establecimiento, y de ahí a la vivienda?

– El señor Esmirna pensaba que la doble persiana metálica de la puerta de entrada, más la alarma, bastarían para evitar robos nocturnos.

– Pero durante el día sí sufrieron atracos -intervino la subinspectora, recordando su conversación con el anticuario.

Buj la contempló con aire impaciente. Mendes repuso:

– Es verdad. Unos cuantos. Siempre a la luz del sol.

– ¿Podría usted identificar a los atracadores? -inquirió Martina.

Manuel la miró con gratitud. El hecho de que al menos ella no le tutease le reintegró un gramo de seguridad en sí mismo. Contestó:

– El señor Esmirna estuvo mirando fotos cuando cursó las denuncias. Creía que eran gentuza del barrio.

– ¿Capaz, alguno de ellos, de coger el hacha de la armadura que está en el escaparate y de utilizarla contra el anticuario? -apuntó Martina-. Lo digo, inspector, porque me fijé ayer en esa armadura, y acabo de darme cuenta de que le falta el hacha.

Buj asintió y retomó la palabra:

– Por partes, subinspectora. Sigamos con los delincuentes de la vecindad. ¿Eran chulos, bujarrones?

El joven Mendes le dirigió una mirada empozada.

– ¿Qué está insinuando?

– Yo no insinúo; afirmo. -Pesada y sólida, la mandíbula del Hipopótamo se recortaba con nitidez bajo la grasienta piel de su cara-. ¿Cuánto te pagaba tu jefe?

– Teníamos un acuerdo personal.

– Tu vida acaba de dejar de ser un asunto privado -le advirtió el inspector-. ¿Cuánto?

– Ochenta mil pesetas.

– ¿Al mes?

El aprendiz asintió. Buj emitió un silbido.

– No está nada mal. Bastante por encima del salario mínimo. Hay policías que, jugándose el pellejo, no cobran eso. ¿Gastos, alojamiento y manutención aparte?

– El señor Esmirna era muy generoso. No me cobraba la comida ni la…

Los porcinos ojos del Hipopótamo se achicaron como cantos de monedas.

– ¿Ni la cama?

– ¡No sé qué es lo que quiere decir!

– ¡Claro que lo sabes! ¿Por qué iba a cobrársela a un chico tan guapo como tú?

El testigo desasió sus manos. Un temblor convulsivo se le instaló en un párpado. Sus largas pestañas aletearon como insectos atrapados.

– Nuestra relación -se demudó- era de discípulo y maestro.

– Como la nuestra -rio Buj, dirigiéndose a Martina-. Sólo que la subinspectora pretende aprender demasiado deprisa, antes de proceder a cortarme la cabeza. Metafóricamente, me refiero, no como le ha ocurrido al pobre diablo de tu jefe. ¿O le gustaría convertirse en una nueva Salomé, De Santo?

Martina palideció. El Hipopótamo sonreía, feliz por poder atormentarla a placer. Pero al ver entrar al comisario Satrústegui, que acababa de presentarse escoltado por algunos agentes y por el forense titular del Instituto Anatómico, el doctor Marugán, se olvidó de ella y volvió a concentrarse en la propiciatoria víctima que tan gentilmente parecían depararle las circunstancias del caso.

Satrústegui se había desplazado hasta ellos, pero decidió mantenerse a unos pasos para asistir con discreción al careo. Consciente de que el comisario le agradecería un resumen de las declaraciones de Manuel Mendes, Buj recapituló:

– Nos decías, hijo, que regresaste al piso del anticuario en torno a las dos de la madrugada, solo, después de haberte comido un bocadillo en las escaleras del Mercado de Pescados. Entraste al portal, con tu llave. ¿Te fijaste en el escaparate de la tienda?

– Pude hacerlo porque la persiana estaba subida.

– ¿Te extrañó?

– No era normal.

– ¿Por qué?

– Aunque se quedase trabajando, el señor Esmirna solía bajar la persiana y conectar la alarma una vez cumplido el horario comercial.

– ¿Se te ocurre alguna razón para explicar que esta noche no lo hiciera?

– Ninguna.

Buj esperó a que Martina acabase de anotar sus respuestas.

– ¿Las luces de la tienda estaban encendidas o apagadas?

– Apagadas -especificó Mendes-. A través de la luna no se veía nada.

– ¿Llamaste al timbre de la tienda?

– No.

– ¿La puerta del establecimiento estaba cerrada?

Martina adivinó que la pregunta de Buj tenía doble intención. En el caso de haber contado con un cómplice dentro del negocio (el propio Manuel Mendes, sin ir más lejos), lo lógico hubiera sido que éste hubiese cerrado la puerta y bajado la persiana, y que los autores del crimen hubieran escapado por la trastienda hacia el piso de arriba, a fin de mantener el cadáver oculto durante más tiempo, retrasando su descubrimiento y, en consecuencia, dificultando las pesquisas policiales.

– Supongo que sí, pero no lo comprobé -admitió el aprendiz-. Lo hice después, cuando les abrí a ustedes. La cerradura de seguridad estaba accionada.

El inspector decidió darle aire, pero sin reducir la presión:

– Compruebo con alborozo, hijo, que tu memoria empieza a funcionar. De la leal colaboración con la policía se derivan grandes ventajas.

– Estoy dispuesto a contarles todo lo que sé.

– Muy bien, chaval. ¿Qué hiciste después de entrar al portal? ¿Subiste por las escaleras al piso de la primera planta, el que compartías con el señor Esmirna?

– Sí.

– Y abriste con tu llave. ¿Fue así?

– Así fue.

– ¿Estaba echada la cerradura?

Mendes volvió a asentir. Buj razonó:

– Y, sin embargo, pudiste abrir con tu propia llave. Eso significa que Esmirna no había dejado la suya puesta por dentro.

Mendes vaciló un instante. Fue como si hubiese presentido un peligro. Las fosas nasales de Buj percibieron una leve y ácida sudoración procedente del testigo: su miedo.

– No, no la dejó puesta -recordó Mendes-. Casi nunca lo hacía.

– ¿Casi nunca? ¿Algunas veces la dejaba puesta y otras no?

Mendes parecía aturdido. Buj dejó que esa cuestión flotase en el aire. Concedió al testigo diez segundos de descanso y le invitó a seguir reconstruyendo la secuencia:

– Una vez estuviste en el interior de la casa, ¿cerraste la puerta con llave?

– No puedo recordarlo.

– Tendrás que hacerlo, hijo. ¿Dejaste tu llave puesta?

– No, pero creo que eché el cerrojo.

– ¿No era el señor Esmirna, el propietario, quien cerraba la puerta cada noche, antes de acostarse? Las personas mayores suelen asegurarse de que la casa queda cerrada, y más en un barrio como éste.

– Normalmente, cerraba él. Salvo que se quedase dormido, leyendo en la cama. Entonces, lo hacía yo.

– Esta madrugada, hace apenas un rato, cerraste con tu llave antes de comprobar si el anticuario estaba dentro del piso. ¿Por qué?

– Era tarde. Supuse que don Gedeón dormía.

Buj sonrió. Mendes estaba aprendiendo a deducir que era preferible que no lo hiciera.

– Me encantan las suposiciones -afirmó el inspector, con un tono zumbón-. Hay quien dice que las cárceles están llenas de presuntos delincuentes, pero yo creo que se trata tan sólo de otra suposición. ¿Dónde se supone que están tus llaves, hijo?

Mendes se hurgó los bolsillos.

– Aquí.

– ¿Quieres dármelas, si eres tan amable y te lo pido por favor?

El testigo obedeció y Buj se guardó su llavero.

– Sigamos -indicó el inspector-. ¿Qué hiciste a continuación?

– Bebí un vaso de agua en la cocina y fui a mi cuarto -detalló Manuel-. Iba a acostarme cuando observé que la trampilla estaba abierta. Me asomé al dormitorio del señor Esmirna y comprobé que la alcoba se hallaba vacía. Bajé a la trastienda y le llamé.