– ¿Sólo había luz en la trastienda? ¿El resto del establecimiento estaba a oscuras?
El aprendiz volvió a vacilar.
– Eso creo. Entré en la tienda por el almacén, encendí una lámpara, la de su escritorio, y volví a llamarle. Como no respondía, me decidí a dar un vistazo. Fue entonces cuando le encontré.
Manuel no pudo ahogar un sollozo.
– Estaba… Ustedes le han visto. ¡Sin cabeza, muerto! ¡Había sangre por todas partes!
El testigo había comenzado a deshacerse en un entrecortado llanto, pero Buj no iba a darle cuartel.
– ¿Qué hiciste después?
Mendes se pasó las manos por la cara.
– Grité… ¡Estuve a punto de volverme loco! Intenté acercarme a él, pero no tuve valor. Me puse a llorar y a buscar la cabeza. ¡Oh, Dios! Pensé tantas cosas… ¡Pensé que no podía enterrarle sin ella! Luego cogí el teléfono y les llamé a ustedes.
– ¿Sabías de memoria el número de la policía?
– El señor Esmirna lo tenía anotado, por los robos. Lo encontré en su agenda.
– ¿Tocó usted algo más? -preguntó Martina.
– No, no… Me quedé sentado hasta que llegaron ustedes. No sabía qué hacer.
Desde hacía un par de minutos, Buj estaba manoseando su carnet de identidad, que le había reclamado al inicio de la declaración. Le consultó:
– ¿Eres de donde dice tu documentación, hijo? ¿Natural de Setúbal?
– Soy portugués, pero me crié en Bolsean.
– ¿Realmente tienes dieciocho años?
La pregunta era pertinente. Mendes aparentaba algunos más.
– Cumpliré diecinueve en abril.
– ¿Dónde reside tu familia?
– Mi padre murió. Creo que mi madre vive en algún lugar al sur de Portugal, cerca del Algarve, pero no sé nada de ella. Me abandonaron cuando era un crío. Pasé algunos años en centros de acogida, hasta que me adoptó una familia.
– ¿De Bolsean?
– Sí.
– ¿Quiénes eran?
El chico hizo un gesto disperso, como si no le resultase grato recordar su pasado.
– Salió mal y me hicieron probar con otra, y después con otra. Dijeron que no me adaptaba. Con el señor Esmirna, en cambio, me resultó muy fácil. Fue como un padre para mí.
Haciendo honor a su apodo, Buj se sobó los carrillos y expulsó una bocanada de aire procedente de su esófago, capaz de contaminarlos a todos. Olía a gas. El brasero del escritorio seguía encendido. La temperatura de la tienda estaba provocando al inspector auténticas ansias de beber una cerveza helada. Conocía un tugurio, abierto hasta el amanecer, donde los policías eran bien recibidos. Si conseguía despistar al comisario, se acercaría para refrescarse el gaznate y olvidar cuanto antes aquel ingrato servicio. Sólo bebería un par de cervezas bien frías. O quizá tres.
– Compruebe sus antecedentes, subinspectora -masculló el Hipopótamo, incorporándose con pesadez. Sobre el polvo del escritorio de Esmirna quedó impresa la huella de su trasero.
Mendes livideció.
– Yo… Estuve en la cárcel.
Buj sintió que el cielo se abría ante él.
– ¿Bajo qué acusación?
– Otro chico y yo atracamos una gasolinera. Fue un error. Estoy arrepentido.
– El arrepentimiento deja de ser una virtud cuanto más se practica -filosofó el Hipopótamo, enjugándose el sudor del cuello con un pañuelo barato-. Ahora contéstame a una cosita, chaval. ¿Quién crees que mandó al otro barrio a tu patrón?
– No lo sé.
– ¿Le viste discutir con alguien, tenía enemigos?
– No lo sé.
– ¿Se peleó con algún proveedor, con algún cliente?
– Lo ignoro.
– ¿Había adquirido recientemente obras de arte robadas?
– ¡Claro que no! ¡Era un profesional honesto!
Ernesto Buj se le aproximó tanto que su estómago rozó la delgada cintura del chico.
– ¿Te cargaste al anticuario, hijo? ¿Mataste tú a Gedeón Esmirna?
– ¡No!
– ¿Ibas a robarle, te pilló in fraganti y se te fue la mano?
– ¡No!
– ¿Se resistió, luchasteis, cogiste el hacha, lo rebanaste a trocitos, le robaste la cartera y las llaves y cerraste la puerta al huir?
La cara del Hipopótamo estaba a tres centímetros de la suya. Con las pupilas dilatadas, el chico contuvo la respiración para no absorber su aliento. Buj amagó un puñetazo, retrocedió un paso y se sonó ruidosamente la nariz.
– Con el permiso de nuestro comisario, aquí presente, voy a enviarte a Jefatura, caballerete.
Satrústegui asintió, casi imperceptiblemente, y se dio media vuelta, en dirección a la sección de la tienda donde los agentes habían precintado la escena del crimen. El Hipopótamo agregó, satisfecho:
– Te diré que nuestros calabozos no son muy cómodos. Se duerme poco y mal. Tendrás tiempo para recordar si alguien puede ratificar tu coartada. Ya sabes: tu bucólico paseo nocturno por el Mercado de Pescados. También podrás recapitular sobre todo lo que no nos has contado aún. ¿Quieres un consejo, sincero y gratuito? Si pretendieses comprar tu libertad, ése sería tu único capital.
La última pregunta de Manuel Mendes sonó a culpabilidad:
– ¿Soy sospechoso?
Buj lo contempló con una díscola compasión, como si llevara una mala mano y no pudiera descartarse.
– Todavía no sé, hijo, si eres un idiota o un criminal. Apostaría por lo segundo, pero me estoy haciendo viejo y no siempre me funciona el olfato.
A una indicación del Hipopótamo, el agente Carrasco sacó de la tienda al aprendiz. Antes de subir al vehículo celular, el joven Mendes vociferó en plena calle:
– ¡Soy inocente! ¡Yo no maté al señor Esmirna! ¡Repito que le quería como a un padre!
– Hay amores que matan -epilogó Buj, con la boca seca. Ahora sí que iba a tomarse ese par de cervezas heladas en el bar de policías. O tres. Y uno o dos coñacs para compensar aquella noche de perros.
29
La jueza Macarena Galván acababa de presentarse en la calle de los Apóstoles. Con treinta años cumplidos, era novata en la profesión, y bastante atractiva.
El aspecto de su señoría no permitía presumir que se acabase de levantar de la cama. Pese a la urgencia con la que debía de haber sido convocada, había tenido tiempo de maquillarse. Más de un agente pensó que era como si la notificación de un asesinato al Juzgado de Guardia le hubiese sorprendido tomando copas.
La señora Galván llevaba un abrigo de piel de nutria y un traje de chaqueta de color marfil. Del cuello le colgaba una medalla de la Virgen del Rocío. El pelo negro, peinado con raya, le caía hasta la cintura en una larga cola de caballo. Los dedos de su mano derecha aferraban un portafolios con conteras metálicas, tan nuevo que parecía sin estrenar; los de la izquierda lucían sortijas en los dedos índice, anular y corazón.
Martina de Santo había salido a la calle para escoltar a Manuel Mendes hasta la unidad celular cuando la vio apearse de un coche del Juzgado. La señora Galván pasó junto a ella, por lo que Martina pudo fijarse en su nariz, aguileña, e incluso en su sombra de ojos. El rímel adherido a sus pestañas no conseguía ocultar, ni lo pretendía, un ligero estrabismo. Horacio Muñoz le había hablado de esa magistrada, que apenas llevaba unos meses destinada en Bolsean. «Trae de cabeza al personal y se comporta como una diva», le había prevenido el archivero, que seguía manteniendo buenos contactos en los Juzgados.
El comisario Satrústegui conversó parcamente con la jueza, poniéndola en antecedentes sobre la identidad de la víctima.
– Le advierto que lo que se va a encontrar ahí dentro no tiene nada de grato.
– Déjese de rodeos -le cortó ella-. ¿A qué hora se produjo la muerte?
– El forense no ha practicado su examen, a la espera de que usted lo ordenara, pero el cuerpo aún está caliente.
– ¿Qué medidas ha tomado?