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– Mis hombres patrullan el barrio, por si el criminal anduviese por las inmediaciones, y acabo de ordenar controles en las principales salidas de la ciudad.

– ¿La víctima había recibido amenazas?

– De este anticuario sospechábamos que pudiera estar implicado en un robo de piezas sacras cometido en una ermita de los Picos de Europa. En ocasiones anteriores, Gedeón Esmirna habría podido ejercer como perista y receptor de objetos robados. Respondiendo a su pregunta, no nos consta que hubiese sido amenazado.

– ¿Quién encontró el cuerpo?

– Su aprendiz, un joven portugués, de raza gitana, con antecedentes penales. Lo hemos trasladado a comisaría, para proseguir interrogándole.

La jueza le clavó una mirada admonitoria.

– ¿Han interrogado y detenido a un testigo sin mi preceptiva autorización?

Satrústegui se estiró las solapas. Las únicas referencias que tenía de esa magistrada hablaban de una mujer de armas tomar. También él había desprendido que de Macarena Galván emanaba una impredecible combinación de inexperiencia y soberbia.

– Sus primeras declaraciones resultaron confusas -se justificó el comisario.

– ¿Consideran a ese aprendiz sospechoso de asesinato?

– Su coartada es débil.

– ¿Tenía un móvil?

– Quizá podamos responder a esa cuestión cuando se haya hecho inventario. En la tienda hay objetos de mucho valor, y todavía no sabemos lo que el anticuario guardaba en la casa: dinero, joyas, piezas únicas…

La jueza hizo un gesto de aquiescencia. No obstante, advirtió:

– Doy por supuesto que en interrogatorios sucesivos, si éstos fueran necesarios, y siempre bajo mi prescripción, un letrado de oficio asistirá a ese ciudadano.

Satrústegui afirmó con vigor:

– Yo mismo le recordaré sus derechos.

– Está bien, comisario. No perdamos más tiempo. Quiero ver el cadáver.

– Vuelvo a prevenirle que…

– No es necesario que se repita, Satrústegui. ¿Lo han asfixiado, acuchillado…?

– Decapitado.

Macarena Galván recibió esa información con absoluta indiferencia y avanzó con decisión por el establecimiento. Satrústegui le presentó al inspector Buj y al forense Marugán, a quienes no conocía. El Hipopótamo se había aflojado la corbata. Debido al calor y a algún trago que llevaría encima, tenía el rostro como la grana. Buj extendió la diestra a la jueza, pero ella pasó a su lado como si el grueso y desaseado inspector, simplemente, no existiera. Por su parte, el médico se puso a su disposición.

– ¿Dónde está la víctima? -parpadeó la señora Galván, aturdida por la cegadora luz de los focos; una polvorienta muralla de muebles abigarraba aquel opresivo ambiente.

– Detrás de aquellos espejos -indicó Satrústegui.

Una vez en la escena del crimen, pareció que a la titular del Juzgado le hubiese impactado un ariete invisible. La impresión del cuerpo decapitado y salpicado de sangre le aflojó las rodillas, revolviéndole el estómago y haciéndola palidecer como una geisha pintada con talco.

– ¿No se encuentra bien? -se interesó el comisario.

La magistrada no pudo responder. Detrás de ella, el tono de Buj no disimuló una intención satírica:

– ¿Es su primer fiambre, señora jueza, o es que éste nos lo han servido un poquito peor conservado?

La señora Galván se llevó las manos a la boca. Una arcada hizo temer a los demás que fuese a vomitar ahí mismo. Con un gesto angustioso, como si se hubiera tragado un hueso de pollo, salió disparada hacia la salida. Enarcando una ceja, el comisario indicó a Martina que fuese tras ella.

En la esquina de la calle de los Apóstoles, a quince pasos de los agentes que custodiaban la tienda, la jueza, doblada en un convulsivo arco, echó la papilla. Martina aguardó a que recuperase la posición vertical para ofrecerle su ayuda.

– Camine sin mirar al suelo -le aconsejó-. Enseguida se sentirá mejor.

El vómito resbalaba por una sucia pared. Con una humillada expresión, la jueza se apartó de esa inmundicia. Extrajo del bolso un frasco de colonia y se perfumó el cuello.

– ¿Agua de Rochas? -apuntó Martina.

– Chanel.

Ambas rompieron a reír. Macarena Galván anduvo unos pasos, hasta que otra vez las náuseas la hicieron detenerse.

– Está mareada, apóyese en mí -se ofreció la subinspectora, sujetándola.

Cogidas del brazo, caminaron unos metros, hasta dar la vuelta a la esquina. La palidez no liberaba el rostro de la magistrada. Martina propuso:

– Siéntese en ese portal. Le traeré un poco de agua.

Sin pensárselo, la subinspectora entró al Calypso, en cuyo chaflán seguían agolpándose unos cuantos curiosos. Compró un botellín de agua mineral, regresó al instante y le sugirió que se enjuagase la boca.

– ¿Mejor?

– Un poco -se animó la jueza, incorporándose-. No me diga que acaba de comprar el agua en ese antro.

– Me la han cobrado a precio de cava. ¿Prefiere que la lleve a su casa?

– Debo cumplir con mi deber. Pero estoy tan abochornada… ¡Oh, perdone!

Su señoría inclinó la cabeza. Estremecida por las arcadas, regresó una bocanada de bilis. Cuando alzó la cabeza, se le saltaban las lágrimas.

– No tiene por qué avergonzarse -la consoló Martina-. Un día de estos le contaré cómo reaccioné frente a mi primer cadáver.

– ¿Por qué no me lo cuenta ahora?

– Porque volverían a entrarme ganas de hacer pipí.

Macarena Galván sonrió. Hinchó sus pulmones con el aire de la noche y espiró como si acabase de subir una montaña.

– ¿Lista? -preguntó Martina.

– Vamos allá.

La subinspectora sacó un paquete de cigarrillos.

– ¿Me da uno, por favor?

– Le sentará mal.

– No puedo encontrarme peor. Al menos, mejorará mi aliento.

Martina le ofreció uno de sus Player's, y fuego con un encendedor dorado.

– Quisiera darle las gracias, agente…

– Subinspectora De Santo.

– ¿Seguridad Ciudadana?

– Homicidios.

– Creía que en el Grupo no había ninguna mujer.

– La soledad se manifiesta de distintas formas.

Macarena la miró con solidaridad.

– ¿Cuál es su nombre?

– Martina.

– ¿Opina usted, Martina, que esto podría ser el principio de una larga amistad?

La detective se colgó el pitillo en los labios.

– No soy tan dura como Humphrey Bogart, y no tengo demasiadas amigas que usen Chanel.

– Tampoco yo conocía a ninguna mujer policía con un Dupont de oro.

– Lo heredé de mi padre.

– En ese caso, admitiré que, en realidad, rellené el frasco de Chanel. -Mientras rebuscaba su monedero en el bolso, la jueza obtuvo otra sonrisa de la investigadora-.

¿Cuánto me ha dicho que le cobraron por el botellín de agua?

– No se lo dije, pero corre de mi cuenta. La próxima ronda será suya.

– Entonces, habrá próxima vez.

– Eso dependerá de usted.

– Creo que me apetecerá invitarla un día. ¿Le gustan los daiquiris?

– Prefiero el whisky de malta.

– Lástima. Conozco un sitio donde de verdad saben combinar los cócteles.

Los labios de Martina se estiraron en una contenida sonrisa.

– Por una vez, romperé mis reglas.

Ambas mujeres intercambiaron una mirada intensa.

El mismo brillo seguía animando la expresión de Macarena Galván cuando, unos minutos después, de nuevo en la escena del crimen, todavía un tanto pálida, pero ya dueña de su voz, disponía:

– Más que el levantamiento del cadáver, voy a ordenar su descendimiento. Que sus hombres procedan, comisario, pero no vayan a cortar esa soga, ni a destruir pruebas.

– No suelen hacerlo -los defendió Satrústegui, molesto.

– Por si acaso.

– Aprende rápido -murmuró Buj al oído del comisario-. La subinspectora se ha tomado a pecho lo de levantarle la moral.