– Déjese de bromas estúpidas.
– Prevengámonos contra una alianza matriarcal -le advirtió el Hipopótamo.
– ¿Se siente inseguro frente a tantos encantos? -bromeó Satrústegui.
Sin embargo, el comisario seguía irritado por la altanería de la jueza. El inspector Buj se limpió con la uña un resto de la cena pegado al colmillo y sentenció:
– No será a mí a quien esas dos den de comer sus manzanas.
Satrústegui le dirigió una mirada estupefacta. Obedeciendo las instrucciones de la jueza Galván, varios agentes, auxiliados por una escalera que uno de ellos halló en la trastienda, se aplicaron a la faena de recuperar el cuerpo.
La soga que ejercía el contrapeso, firmemente anudada a una de las columnas de hierro que dividían el espacio interior de la tienda, dificultaba la operación. A medida que la destensaban, el cuerpo de Gedeón Esmirna, sostenido por varios brazos, y en medio de un silencio sepulcral, fue descendiendo con lentitud. La falta de la cabeza debía de provocar en los agentes un efecto aterrador, pero, por otro lado, supuso Martina, contribuiría a deshumanizar el hecho criminal. La subinspectora pensó que era como si a la víctima, reducida a la condición de un despojo, se le hubiese querido arrebatar, además de la vida, su identidad, su dignidad.
El forense había hecho traer una camilla. Los celadores izaron el cadáver, que los agentes habían depositado en la alfombra, y lo acostaron sobre una sábana.
Aun presentando una adiposa barriga, el cuerpo de Gedeón Esmirna era más fornido de lo que Martina hubiera podido imaginarse cuando habló con él disfrazada de pelirroja. El bíceps de su único brazo se marcaba con rotundidad y la musculatura de las piernas estaba bien definida. Sólo el torso, con su mata de vello todavía negra, aparentaba corresponderse con el de un hombre de menor edad, alejándose de esos sesenta años que el decapitado anticuario debía de haber cumplido con creces en el momento de ser sorprendido por su trágica muerte.
Antes de que el doctor extendiese un lienzo sobre los restos, la subinspectora reparó en la coloración de la piel, casi luminiscente bajo los inmisericordes focos cuyos generadores eléctricos emitían un molesto zumbido, como si un panal de abejas, alarmado por la presencia de intrusos, estuviera despertando bajo las bóvedas de sillería. Los pies de la víctima eran espatulados, con las uñas descuidadas y pronunciadas callosidades en varios de los dedos.
– Examinaré el cadáver de acuerdo a mi protocolo -dijo el doctor Marugán-. Si le parece, señora jueza, ordenaré una exhaustiva serie de fotografías forenses.
La magistrada consintió y volvió a retomar su conversación con Satrústegui. La camilla había desaparecido en la sala contigua. Marugán cogió su maletín y se dirigió a esa improvisada enfermería, dispuesto a determinar la data de la muerte.
Por su parte, Carrasco y Salcedo, dos de los detectives veteranos del Grupo, procedieron a la búsqueda de huellas dactilares y a la toma de muestras de sangre en la escena del crimen. Había sueño y agotamiento en sus caras, pero también una rutinaria determinación, los arrestos de un oficio que transcurría entre disparos y cadáveres, más allá de los cánones de la vida, en el trágico e injusto umbral de las muertes violentas.
Otros agentes, al mando del inspector Villa, inspeccionaban el establecimiento y el piso superior. Todos sabían que las primeras horas resultaban claves en una investigación. Si el criminal había cometido algún error, lo atraparían con mayor facilidad.
La subinspectora se dirigió al almacén y subió las escaleras que accedían a la trampilla del apartamento.
Las luces de la vivienda de Esmirna estaban encendidas. Un ancho corredor comunicaba las habitaciones. Que eran seis: dos dormitorios, un cuarto de baño, una salita, una cocina y un comedor, más un sombrío vestíbulo de cuyo perchero colgaban los abrigos y sombreros del difunto propietario.
Aquél no parecía en absoluto el piso de un amante del arte o de un experto en antigüedades. Numerosos detalles evidenciaban que allí jamás había residido una mujer. Una monástica austeridad limitaba los ornamentos a unos paños bordados, extendidos a modo de quitapolvos sobre las encimeras de las alacenas, y a unos pocos y severos bodegones.
Con sus cabeceros de caoba negra y las floreadas colchas hundiéndose en colchones de lana, las alcobas adolecían de un aire entre rancio y rústico.
En el dormitorio principal destacaba un cartel de la película El gatopardo, de Visconti, acaso el personaje en el que hubiera deseado encarnarse Gedeón Esmirna. En la otra alcoba, el dormitorio que debía de corresponder a Manuel Mendes, fragmentos de papel celo fijaban sobre la cabecera de la cama el póster de un grupo de rock satánico, Inferno, famoso en todo el país porque en los conciertos arrojaban a los fans barreños de sangre y vísceras de animales recién sacrificados.
Martina revisó los armarios. Tanto las prendas del anticuario como las de su aprendiz estaban apiladas con pulcritud, respetando un mismo orden: ropa interior en los primeros estantes, calcetines en los segundos, pijamas y toallas abajo. En el ropero de Esmirna colgaban trajes y americanas confeccionados a medida en una sastrería de Bolsean. El anticuario poseía varios pares de zapatos y botines hechos a mano en una zapatería madrileña. Su compañero de piso, en cambio, sólo parecía disponer de unas gastadas zapatillas deportivas.
A la luz de una desnuda bombilla, la cocina era triste, desolada, casi, y la nevera estaba vacía. No era de extrañar, pensó Martina, que Manuel hubiera tenido que salir a comprar un bocadillo. Seguramente, el anticuario comería y cenaría fuera de casa.
En el cuarto de estar no había televisión, pero sí un viejo aparato de radio, un Phillips, un verdadero armatoste de los años sesenta, con el cursor de onda bañado en una verdosa resistencia.
Pasado de moda era, también, el tocadiscos arrumbado en la sala de visitas, pero propia de un melómano la colección de vinilos apilados junto a los altavoces. El corazón de Martina le decía que iba a encontrarlas allí, y revisó los discos hasta descubrir, en efecto, las grabaciones de Modest Mussorgsky. Entre ellas, la versión de Maurizio Amandi sobre Cuadros para una exposición.
De repente, se oyeron ruidos. Otro de los agentes golpeaba las paredes para intentar localizar tabiques falsos o escondrijos secretos. En un negocio como aquél, obligatoriamente tenía que existir un lugar donde ocultar piezas valiosas. Pero, aunque tantearon las baldosas y movieron las pesadas consolas del comedor, no hallaron nada.
La subinspectora concluyó la inspección del apartamento, retornó a la planta baja y se dispuso a analizar a fondo la escena del crimen.
Alrededor del lugar donde había colgado el cadáver había señales de lucha: una lámpara rota, un sillón caído. Carrasco había hecho un primer descubrimiento en forma de una cerilla de madera a medio consumir, enredada en los ensangrentados pelos de la alfombra. Tras un minucioso rastreo, Martina encontró, oculto bajo un aparador, el colgante y la llavecita que habían pendido del cuello de Esmirna. No había posibilidad de error: se trataba de la misma llave con la que el anticuario había abierto delante de ella el cajón de su mesa de trabajo.
La subinspectora se apresuró a probar la llave: el cajón central del escritorio, el único que disponía de cerradura, se deslizó hacia ella.
El cofre con la colección de estilográficas antiguas seguía en el mismo lugar. En medio de aquel caos de luces y órdenes cruzadas, la subinspectora no pudo recordar con precisión las plumas que Gedeón le había mostrado. No estaba la cotizada Egmont-Snake, con su serpiente de plata y sus diabólicos ojos tallados en esmeraldas. Tampoco la Egmont-Swastika, con sus cruces de falsos rubíes incrustadas en el capuchón y en el cargador. Martina recordó que el anticuario, que tan orgulloso se mostraba de otras posesiones, se había referido a este último ejemplar con cierto desprecio, al tratarse de una imitación.