En ese mismo cajón central del escritorio había, además, gemas antiguas y estuches de monedas clasificadas por épocas: desde cecas del emperador Augusto hasta acuñaciones de los reinos medievales hispánicos. Pero, como ya había pronosticado el comisario, mientras no se cotejaran las existencias con los inventarios, si es que Esmirna llevaba un libro de asientos, les resultaría imposible verificar si faltaba algo más.
La subinspectora abrió y revolvió los cajones laterales. En el izquierdo, unos viejos escapularios y un rosario de pétalos de rosa competían en esencias de olor con los frascos de perfume que allí se guardaban. El cajón derecho contenía una pila de facturas y cartas sin ordenar.
Para asombro de Martina, una de esas cartas, fechada a principios de diciembre en el departamento colombiano de Providencia, estaba firmada por el padre de Maurizio Amandi, el embajador italiano, quien, de manera harto lacónica, comunicaba a Gedeón Esmirna lo siguiente:
Muy Sr. mío:
Lamento sinceramente no poder hacerme eco de su solicitud. En cualquier otro asunto, como usted bien sabe, por la lealtad y el cariz de nuestras pasadas relaciones, no dude en contar con mi auxilio.
Suyo, afectísimo
Alessandro Amandi, conde de Spallanza
Pero sería otra de las cartas, ordenada precisamente debajo de ésta, la que produjo a Martina tal impresión que se le resbaló de los dedos. Certificada en Burdeos, y escrita con tinta escarlata y letra de calígrafo, llevaba la inconfundible firma de Maurizio, y decía así:
Apreciado Sr. Esmirna:
Por una fidedigna fuente que mantendré en reserva, he podido saber que está usted en posesión de ciertos documentos relacionados con el legado de Modest Mussorgsky. Asimismo, me informan de que obra en su propiedad un busto del compositor utilizado por el artista Ilya Repin como modelo para su último retrato. Estando en disposición de plantearle una suculenta oferta por tales piezas, le ruego me reciba aprovechando mi estancia en Bolsean, prevista para el 9 y 10 de enero. Con antelación a esa fecha, intentaré contactar telefónicamente con usted. Conocedor de su reputación, no será necesario que le pida la máxima discreción respecto a nuestras futuras gestiones…
Mientras su mente trataba de adivinar entre líneas, la subinspectora releyó el texto hasta memorizarlo. Introdujo ambas cartas, la de Maurizio y la de su padre, en sendas bolsas de pruebas, que entregó a Salcedo, y acabó de revisar la correspondencia de Esmirna, en la que no halló nuevos elementos de interés.
30
Un minuto más tarde, el comisario la abordó para comentarle:
– El inspector Buj opina que este crimen podría obedecer a una venganza entre homosexuales. Se propone remover los bajos fondos de la prostitución masculina, por si puede reunir más información sobre las costumbres de Gedeón Esmirna.
– ¿Buj da por hecho que el anticuario era gay?
– No tiene ninguna duda. El inspector Villa, tampoco.
– Me dijo que había interrogado a Esmirna por otro asunto -recordó Martina-. ¿Cuánto le costó colgarle la etiqueta de invertido, al primer vistazo? ¿O se fueron a cenar a la luz de las velas?
Satrústegui se encogió de hombros.
– No hace falta sulfurarse, subinspectora. No es más que una línea de investigación.
– Encontraremos otras más sólidas. Las finanzas de Esmirna, por ejemplo.
– Tiene razón. Encárguese de que alguien de su equipo compruebe sus cuentas. ¿Apareció la caja fuerte?
– De momento, no.
– Sería el primer anticuario que prescinde de ella.
– Esmirna era un tipo singular.
Satrústegui contempló durante un par de segundos los líquidos ojos de Martina, del color del acero fundido; su densidad los hacía impenetrables. Comentó, sonriente:
– Villa me ha contado que esta misma tarde le hizo usted una visita, disfrazada de Rita Hayworth. Descontando a su asesino y al aprendiz, en el caso de que ambos no sean, en realidad, sino un mismo individuo, debió de ser la última persona en ver con vida al anticuario. ¿Notó algo extraño en él?
– Todo lo contrario. Mostraba dominio de sí y me pareció un hombre inteligente. -La subinspectora divagó, abstraída-: Esmirna tenía personalidad. Y era ambicioso. Me aseguró con orgullo que podía conseguir cualquier pieza que se le antojara.
El comisario acababa de reparar en la urna con las estilográficas.
– ¿Qué cree que buscaba el asesino? Desde luego, no una simple pluma.
Martina objetó:
– Faltan, al menos, dos estilográficas, pero no desordenaron nada.
– ¿Tiene sentido matar a alguien por un par de plumas? El móvil del robo me sigue pareciendo el más plausible. ¿A usted no?
– Tengo mis dudas, comisario.
– ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?
– Nada, pues carezco de ella. Por lo que respecta a este asunto, en ningún momento he albergado convicción alguna.
– Hay datos objetivos. El hurto de unas piezas, seguramente ofertadas al mercado negro. El asesinato de un anticuario.
– Si por un momento nos olvidásemos del expolio de esa ermita y de esa Anunciación…
– ¿Qué lograríamos con eso? ¿En qué sentido avanzaríamos?
– ¿Y por qué empeñarnos en relacionarlos? -argumentaba Martina cuando, inopinadamente, recayó en un olvido imperdonable.
Para repararlo, dejó al comisario con la palabra en la boca y se precipitó a la galería de pinturas, que el forense había ocupado como tanatorio. Afanosamente, buscó La Anunciación por todas partes. Desenfundó los lienzos embalados y comprobó si la habían ocultado debajo, encima o detrás de los marcos. Desmontó luego las baldas de unos palés protegidos por esquineras de corcho. Pero el cuadro no estaba.
– ¿Qué sucede, Martina? -le preguntó Satrústegui en voz baja, para no molestar más a Marugán, quien, irritado por las constantes interrupciones, procedía a indicar al fotógrafo los planos e imágenes que iba a necesitar.
– Esmirna guardaba aquí una de las piezas robadas en la ermita de San Caprasio. La Anunciación. Pude verla esta misma tarde, exactamente como le estoy viendo ahora a usted. Ha desaparecido.
– La relación con el móvil está clara. Informaré a los inspectores.
El rostro de Martina era una máscara.
– Lo haré yo misma.
– Déjelo para después. Ya que estamos aquí, comprobemos si el forense ha llegado a alguna conclusión.
La sábana que cubría el cadáver del anticuario se había teñido de sangre. De los muñones del hombro derecho y de la cercenada muñeca izquierda seguía rezumando un plasma rosado. Con las piernas ligeramente separadas y el gran estómago sobresaliéndole como un cinturón de grasa, el cuerpo de Gedeón Esmirna parecía más ancho, pero en absoluto humano. En los costados comenzaba a manifestarse el rigor mortis.
Martina y Satrústegui rodearon la camilla. El comisario preguntó:
– ¿Qué puede adelantarnos, doctor?
– ¿Provisional y confidencialmente, se entiende?
– Por supuesto.
Marugán apartó la cara para emitir una tosecita y dijo:
– La temperatura del cuerpo indica que la muerte se produjo en torno a las doce de la noche.
– ¿Qué margen de error se concede?
– Me atrevería a sostener que muy pequeño.
– ¿La víctima fue golpeada o torturada antes de que la mutilaran?
– Al margen de los cortes y heridas de arma blanca, no presenta contusiones. Era un hombre corpulento, como puede apreciarse, y probablemente intentaría defenderse de la agresión. Al faltarle las manos, no podré determinar si se enfrentó a su agresor.
– ¿Puede que lo hubiesen reducido previamente? -insistió el comisario.
– En los tobillos hay huellas de ligaduras, pero se corresponden con la soga que utilizaron para colgarlo. Quizá estaba consciente cuando recibió el tremendo impacto de una hoja de acero, y quizá no.