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Martina inquirió:

– ¿Diría usted que fue una ejecución?

– El corte no es lo bastante limpio como para presumir que la cabeza fuese desprendida del tronco de un solo golpe -aseveró el forense, recorriendo con el pulgar los tejidos afectados, que mostraban colgajos de piel-. Por el traumatismo de la nuca y los destrozos en las vértebras cervicales, sospecho que el difunto estaba de espaldas cuando sufrió el impacto, o acaso acostado e inmovilizado en el suelo. No descarto que en la escena aparezcan esquirlas de hueso.

– ¿Qué arma se utilizó? -preguntó Martina-. ¿El hacha que falta en la tienda?

– Lo mataron con una hoja de considerable tamaño, pero yo no descartaría un machete o una catana. El asesino es diestro.

Ambos policías, Satrústegui y De Santo, permanecieron pensativos. Marugán añadió:

– Por ahora, es cuanto puedo adelantarles. Si la señora jueza lo autoriza, trasladaré los restos al Instituto Anatómico. Voy a dar prioridad absoluta a este caso, comisario. En veinticuatro horas espero haber concluido mi informe. Hasta entonces, les deseo los mayores progresos. Tengan cuidado.

El comisario fue a informar a la señora Galván. Por su parte, la subinspectora permaneció junto al médico.

– No es imprescindible que nos acompañe a este caballero y a mí -carraspeó el forense; los síntomas de una incipiente gripe le estaban afectando las cuerdas vocales.

Sopesó un bisturí entre los dedos, pero no se decidió a cortar. Una vez el comisario había aceptado su cálculo de la data, no vio la necesidad de practicar una incisión para poner en contacto el termómetro con algún órgano vital y precisar un poco más el instante de la muerte; ya sajaría más tarde, sin testigos ni molestias, en las esterilizadas salas del Anatómico.

– ¿Es usted religiosa, subinspectora? -preguntó, de improviso.

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Porque, desde que la conozco, me ha parecido percibir en usted una cualidad espiritual.

– Nunca me habían dicho nada semejante. ¿A qué se refiere, doctor?

– A algo así como a una inclinación mística.

Martina tuvo que hacer un esfuerzo para contener la hilaridad. Lo grave era que el doctor parecía estar hablando completamente en serio.

– ¿Le recuerdo a alguna santa?

– A Juana de Arco -rio Marugán-. Volveré a lo mío, perdone la deformación.

– ¿Profesional?

– Doméstica. Tengo una hija novicia.

– No lo sabía.

– En realidad, lo sabe muy poca gente. Cuando me enfrento a un cadáver, no sé por qué, pienso en ella, en su bondad. Ingresó hace un año, en una orden de clausura. Se encuentra recluida en un monasterio cisterciense, al pie de la sierra de Guara, en la provincia de Huesca. Se pasa el día pintando. Ya dibujaba muy bien, pero tendría que ver los bocetos y óleos que ha hecho desde que tomó los hábitos. En sus cartas, afirma que es Dios quien mueve sus pinceles, siendo su emanada clarividencia la que le permite asomarse al alma de los demás y reflejarla en sus lienzos.

– En el fondo, tenemos algo en común. Nuestra ciencia es a las almas lo que el abogado al diablo.

– ¿Querría traducirme ese adagio, subinspectora?

– Usted me preguntaba si creo. Le responderé: creo en la inocencia, en los inocentes. No me hice policía para bucear en las raíces del mal, sino para descubrir la armonía.

– ¿La paz interior?

– El equilibrio. Lo que otros buscan en el arte, en la música o tras los muros de un convento. ¿Cómo se llama su hija?

– Brígida. Nombre de monja, ¿verdad?

Martina se apartó de la camilla.

– Los dos tenemos trabajo, doctor. Echaré otro vistazo, no sé si clarividente, a los cuadros. Procuraré no molestarle.

Al fondo de la pinacoteca de Esmirna, clausurando la colección de óleos que colgaban de la improvisada galería, una hilera de dibujos reclamó la atención de la subinspectora.

Aunque eran muy distintos, los grabados pertenecían al mismo autor, Viktor Hartmann, cuyo nombre destacaba al pie de la serie, junto a una explicativa leyenda que abarcaba el conjunto: «Cuadros para una exposición, motivos que inspiraron a Modest Mussorgsky.»Rotulados por sus títulos originales, los dibujos representaban una amplia variedad de temas: un carro con bueyes, una bruja, dos judíos, un día de mercado, cáscaras de huevo de las que surgían polluelos con forma humana, catacumbas, las puertas de un castillo… Y una, sin embargo, aparente anomalía: donde debería colgar el dibujo titulado Gnomus había un hueco vacío.

La investigadora empuñó su cámara y fotografió los grabados uno por uno, tratando de memorizarlos y de relacionarlos entre sí. Tarea, en principio, absurda, pues, aun siendo de un mismo autor, respondían a motivos, estilos y épocas distintas. Pese a lo cual, meditó la subinspectora, esa miscelánea de imágenes dispersas se había sublimado en una obra musical de fama ecuménica, en los Cuadros…

Martina terminó el carrete y regresó a la escena del crimen. Casi se sobresaltó. Horacio Muñoz, el archivero, estaba parado junto a una de las columnas de hierro, contemplando como un sonámbulo el gancho del que había colgado el cadáver.

– ¿Qué está haciendo aquí? -le preguntó ella.

– Me aburría en Jefatura. Pensé que podría necesitarme.

– ¿Nunca duerme, Horacio?

– Sería una buena pregunta para que alguien con suficiente autoridad como para esperar una respuesta se la formulase a usted.

– ¿Puede decirme a qué ha venido?

– Uno de los agentes de Seguridad Ciudadana comentó en Jefatura que acababan de descubrir un fiambre. Pensé que quizá tuviese algún trabajillo para mí.

– Carece de competencias, Horacio. Si no se marcha, se buscará problemas. No me explico cómo no le han llamado la atención.

– Ya lo ha hecho ese melifluo inspector Villa. Le contesté que hablara con usted.

– Para eso están las amigas, ¿no? En fin, ya que ha venido…

Martina atrajo al archivero a un ángulo muerto de la tienda, lejos de los demás policías.

– ¿Qué sabe de música clásica?

– Muy poco, se lo puede imaginar.

– ¿Y de un compositor ruso del siglo XIX llamado Modest Mussorgsky?

– Menos todavía. ¿Por qué?

– Porque podría guardar relación con este caso.

– ¿Con el asesinato del anticuario o con el robo de los cuadros de esa ermita de montaña?

– Tal vez con ambas cuestiones. Gedeón Esmirna había adquirido uno de los lienzos expoliados. Por otra parte, admiraba la música de Mussorgsky. Tenía sus discos. Yo misma escuché con él una de las suites.

– Mussorgsky, vaya nombrecito -repitió el archivero, anotándolo erróneamente; la subinspectora se lo deletreó-. Intentaré conseguir información.

– Toda la información -subrayó Martina-. Quiero saber dónde nació, con quién estudió, qué obras compuso, a quién legó sus bienes y, de manera muy particular, cómo llegó a componer una de sus obras más famosas, Cuadros para una exposición, inspirada en esa serie de dibujos que cuelgan ahí al fondo, concebidos por un tal Viktor Hartmann, a quien supongo conocido o amigo del músico. Necesitaría conocer el origen de cada uno de esos grabados y su relación con la partitura musical. ¿Me sigue?

– ¿Una serie? ¿Está sugiriendo que esos dibujos encubren un comportamiento pautado, algo así como un código?

– Pudiera ser.

– ¿Y que esa pauta sería homologable con una actividad criminal?

La subinspectora enarcó las cejas.

– No creo en las casualidades, y menos aún cuando se van presentando conforme a una cierta lógica.

La mente de Horacio se había puesto a trabajar.

– ¿Dicha pauta estaría relacionada con la muerte de Esmirna?