– Creo entrever un juego de simetrías. Si es que se trata de un juego. Un amigo mío, Maurizio Amandi…
– ¿El pianista? -apuntó Horacio. A la hora de retener nombres, la memoria del archivero llevaba fama entre sus colegas. Era capaz de recitar las alineaciones del Bolsean Fútbol Club desde los años cincuenta, cuando el equipo de la ciudad conquistó su primera Liga y una Copa de Ferias.
– ¿Le suena?
– Suelo leer los periódicos. Anunciaban que ayer llegaría a la ciudad.
– Está en el Marina Royal. Me llamó a medianoche.
– ¿Para qué?
– Quería verme.
– ¿Por qué motivo?
– ¿Qué desea un hombre cuando está solo en un hotel y llama de madrugada a una mujer a la que conoció en otra época?
Horacio se sofocó.
– ¿Y usted se…?
– A veces me gusta recibir llamadas en mitad de la noche. No me mire así, Horacio. Le aseguro que muchas mujeres no se le resistirían. Amandi es hermoso como un Apolo.
– No creo que le convengan esa clase de tipos.
Martina le destinó una mirada franca.
– Sé que es usted capaz de guardar un secreto. Entre Amandi y yo hubo algo, pero eso fue hace mucho tiempo. Lo que él pretenda ahora de mí no tiene ninguna importancia, y en cuanto a mis sentimientos… Dejemos el tema. Mire, esta carta le interesará más.
La subinspectora sacó del precinto de pruebas una de las cartas, la dirigida por Alessandro Amandi a Gedeón Esmirna, y se la dio a leer. El archivero deslizó sus ojos por sus excusatorias líneas.
– Lo siento, subinspectora, pero no entiendo nada.
– Le explicaré. Alessandro Amandi, conde de Spallanza, es el padre de Maurizio. Don Alessandro era el embajador italiano en Londres cuando yo le conocí, hacia 1970. Mis padres y él fueron amigos. Yo misma asistí a algunas fiestas en su embajada. Recuerdo que el conde atesoraba las más variadas colecciones, desde mapas de los Descubrimientos y de las primeras colonias a máscaras africanas o plumas estilográficas, de las que poseía una magnífica colección; tan variada, que le permitía utilizar una distinta cada jornada. Don Alessandro viajaba por medio mundo a la caza de nuevos tesoros. Esta carta demuestra dos cosas: que estuvo relacionado con Gedeón Esmirna y que el anticuario asesinado se puso en contacto con él, en fecha reciente, para pedirle un favor o negociar alguna cuestión relacionada con el mundo de las antigüedades y de sus respectivos intereses como coleccionistas. La respuesta, según evidencian las líneas del conde, fue negativa.
– Desconocemos la naturaleza de la petición -observó Horacio.
– Por desgracia, así es.
– ¿Cómo averiguarla? -se cuestionó el archivero-. ¿Localizando el paradero de Alessandro Amandi?
– Sería lo más natural. En principio, salvo que su hijo Maurizio posea información al respecto, y esté dispuesto a facilitármela, no habría otro modo.
– ¿Se propone interrogar a Maurizio Amandi?
– Algo me dice que haría mejor en no levantar sus sospechas.
Horacio la miró con recelo.
– ¿No se fía de ese Apolo con pezuñas de macho cabrío?
– Digamos que todavía no he resuelto la incógnita de su presencia en la ciudad. Sería prematuro implicar a Maurizio en este enigmático crimen, pero lo cierto es que su padre conocía a la víctima, y que ésta le pidió un favor personal. Hay que tirar de ese hilo. ¿Podría encargarse de rastrear la pista del conde de Spallanza?
– Lo intentaré.
– Creo recordar que, hará unos cuatro o cinco años, Alessandro Amandi ostentaba la cancillería italiana en Bogotá. Puede que todavía permanezca en el mismo destino.
– Eso será fácil de verificar. Llamaré al Ministerio de Asuntos Exteriores y…
Un requerimiento les interrumpió.
El comisario, que se hallaba a tan sólo unos pasos de ellos, conversando con los inspectores Villa y Buj, les dirigía una seña.
– Haga el favor de venir un momento, Martina.
– Le veré en Jefatura, Horacio.
– Me pondré a trabajar con ese músico. ¿Mussorgsky, me ha dicho?
– Eso es.
– ¿Con tres eses y sílabas como onomatopeyas de sorber espaguetis?
Martina sonrió.
– ¿Se lo vuelvo a deletrear?
– Déjelo, con ese nombrecito no puede haber más de uno.
– Y no se olvide de Viktor Hartmann, el pintor que le inspiró sus Cuadros para una exposición. Consulte enciclopedias, intente contactar con algún especialista. Hágase con biografías, fotos, grabados, con el material que encuentre disponible. Es posible que exista correspondencia entre Mussorgsky y Hartmann. Y no deje de lado a Alessandro Amandi.
Horacio se llevó una mano al corazón, como si una pesada responsabilidad agobiara su ritmo.
– ¡Caramba, subinspectora! ¡Menos mal que no tenía nada para mí!
31
La jueza Galván acababa de marcharse.
Eran las cuatro y media de la madrugada cuando el cuerpo de Gedeón Esmirna cruzó por última vez, en dirección al Anatómico Forense, el umbral de su comercio de antigüedades.
Uno de los enfermeros tropezó con el biombo que protegía el escaparate y lo derribó sobre los objetos expuestos. La armadura medieval cayó contra el cristal, agrietándolo.
Los celadores elevaron la camilla con los restos. El ruidoso motor del furgón del depósito se puso en marcha. Martina se arrimó a una fachada para dejar pasar al vehículo sanitario por la estrecha calle de los Apóstoles y se unió a los mandos que conversaban al relente.
Satrústegui acababa de informar a los inspectores de la desaparición de La Anunciación y de su más que posible vínculo al móvil del crimen. Como para celebrarlo, Buj repartió cigarrillos. En sus manazas, el paquete de Bisonte no parecía mayor que una cajita de fósforos.
Ahora era Villa quien hablaba. Su aliento se condensaba en la niebla. Estaba diciendo:
– En el tráfico de obras de arte, las relaciones entre bandas de ladrones y peristas suelen ser de guante blanco. Por lo que a nuestra jurisdicción respecta, nunca han derivado en venganzas de sangre.
El comisario previo:
– Comprueben posibles precedentes en otras demarcaciones. ¿Les he dicho que el obispado ha puesto a nuestra disposición a uno de sus expertos en patrimonio? Se trata de un sacerdote, el padre Hueso.
– ¿Vamos a trabajar con un cura? -protestó el Hipopótamo.
– Usted no, Buj.
– Me alegro. Las sotanas me dan grima. De niño, el párroco de mi pueblo, el padre Ceferino, que en paz descanse, me zurraba porque me bebía el vino de misa. Si no estuviera con su patrón, ahí arriba, le diría que todavía no he encontrado al Buen Ladrón.
El humor de Buj no despertó eco. Ignorando sus jocosos comentarios, el comisario encargó a Villa:
– Le sugiero que contacte con el padre Hueso para determinar si esa Anunciación, según sospechamos, no es otra que la de San Caprasio. Precisaremos su testimonio, subinspectora -añadió-, pues es usted la única que ha visto el cuadro. -Satrústegui había aplicado una calada al Bisonte; el humo le hizo toser-. ¿Cómo puede fumar este veneno, inspector?
– Imposible estirar el sueldo -se encogió Buj.
– No diga sandeces. Sé lo que gana usted.
– Pero no lo que me cuesta sacar adelante a mis hijos.
El comisario recordó que el Hipopótamo era padre de una numerosa prole. En alguna ocasión, Buj le había presentado a dos o tres de sus chicos, los mayores. Eran obesos, con cráneos contundentes y redondeados como piedras de molar, y la misma mirada cejijunta y obsesiva del padre. La idea de relacionar al inspector con la función didáctica de la paternidad le pareció a Satrústegui tan absurda como especular sobre el talento artístico de Adolf Hitler.
– Cotejen los restantes óleos que Esmirna tenía en depósito, por si podemos identificar otras piezas procedentes del mismo expolio. Ah, Horacio -añadió, observando que el archivero salía de la tienda.