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– Diga, señor.

– Quería pedirle… Pero, dígame: ¿qué demonios hace aquí?

– Estaba de guardia y me apunté a echar una mano.

– ¿Guardias, en el archivo?

– Puesto que esa unidad la integramos mi sentido del deber y yo, dispongo de libre albedrío para establecer su intendencia.

– Por esta vez, pase -condescendió Satrústegui-. Pero, en adelante, limítese a cumplir sus funciones. Le asignaré una: encárguese de localizar los expedientes de robos eclesiásticos de diez años a esta parte. Nombres, fechas, condenas. Quisiera disponer de esa documentación antes del mediodía.

– Descuide, comisario. Sólo con los deberes que me ha impuesto la subinspectora ya pensaba pasarme la noche en vela.

– Añada otra petición, Horacio -sumó Martina-. Necesitaría saber algo más acerca de una pluma estilográfica fabricada a principios de siglo. En 1904, creo.

– ¿Marca, modelo?

– Egmont-Snake. En forma de serpiente, de plata maciza, con esmeraldas engarzadas.

– Y yo que pensaba que ya tenía usted pluma -dijo Buj, ahogando una risita.

La subinspectora se le encaró. El Hipopótamo y ella eran de parecida estatura, pero Buj habría podido derribarla de un soplido.

– ¿Se trata de una nueva muestra de su ingenio, inspector?

– En absoluto -repuso el Hipopótamo-. Soy de los que no les gusta que se les vea el plumero. De las cosas serias, hablo alto. Al pan, pan, y…

– Tengamos la fiesta en paz -ordenó Satrústegui-. ¿O pretenden que les abra un expediente?

Martina encendió un cigarrillo mientras Buj se frotaba las manos, como solía hacer cuando exudaba adrenalina.

Apelando a su paciencia, el comisario agregó:

– Algunas de esas bandas son extranjeras. No estaría de más que consultásemos con Interpol.

– Yo lo haré, señor -se ofreció Villa.

Satrústegui adoptó un tono especulativo:

– No sé por qué, este crimen me parece muy poco autóctono.

– Soy del mismo parecer -coincidió el Hipopótamo, con un barniz de adulación-. ¿Por qué tomarse tantas molestias para liquidar a un gordo y bujarrón ropavejero del casco viejo? El criminal pudo entrar en la tienda, pegarle un navajazo, coger lo que había venido a buscar y largarse con viento fresco.

– Cuadra -le secundó Villa-. ¿A qué tanta parafernalia? ¿Por qué degollarle? ¿Por qué mutilarle y colgarle de un gancho?

– Vayamos por orden -recomendó el comisario-. ¿Por dónde entró el asesino?

– Lo hiciera por la tienda o por el piso -opinó Buj-, el anticuario le franqueó la entrada.

– ¿Porque esperaba la visita de alguien de quien nada tenía que temer?

– Eso, señor, parece claro.

– Y revelaría que el criminal se integra en su entorno más íntimo -desprendió Villa-. También existe la posibilidad de que el asesino estuviera dentro.

– En ese caso -derivó Buj-, sólo podría tratarse del aprendiz. Estoy convencido de que Manuel Mendes nos ha contado una de indios.

– ¿Por qué iba a liquidar a su patrón? -cuestionó Martina-. El empleado aparenta ser un chico inmaduro. Esmirna le proporcionó trabajo y cobijo. Tal vez, un futuro.

El Hipopótamo hizo un ademán desdeñoso.

– Por dinero. El chaval estaría extorsionándole a cambio de favores sexuales.

– Eso es simple presunción.

– Déjele seguir, Martina -indicó Satrústegui.

Buj remachó su tesis:

– El anticuario se negaría a seguir pagando. Recuerde el caso de Armendáriz, comisario, el sastre del Parque Buena Vista.

Satrústegui no había olvidado aquella tragedia. Nicanor Armendáriz tenía una clientela bastante selecta. Era un homosexual respetado. Le gustaba el juego y la buena vida. Un mal día, había amanecido en su sastrería con unas enormes tijeras clavadas en el corazón. Previamente, con el mismo instrumento, le habían cortado el pene.

– Fue uno de sus patronistas -recordó Buj-. Un puto como Mendes, desclasado, sin apego familiar ni social. Se entendían. El patronista le llevaba al sastre carne fresca, efebos que reclutaba entre los yonquis o entre jóvenes delincuentes. Lo tenían literalmente cogido por las pelotas. Cuando el sastre cortó el grifo, le dieron matarile. Se trata de un patrón delictivo, y no pretendo hacer un chiste.

Se hizo un penoso silencio. La ironía cruel del inspector arrasaba como una pala excavadora con cualquier misericordiosa consideración.

Buj avanzó otro paso:

– A ver qué les parece esto… Mendes, el mancebo, estaba compinchado con la banda que expolió la ermita de Muruago. Uno de ellos le ayudó a despachar al anticuario. Dicho cómplice escaparía con los miembros amputados de Esmirna, a fin de hacerlos desaparecer mientras el aprendiz se dirigía al ultramarino del barrio, compraba su bocadillo y se lo tomaba al aire libre, en los porches del Mercado.

– ¿Por qué razón fingiría Mendes haber descubierto el cadáver? -objetó Martina-. ¿Para qué correr con semejante riesgo?

– Para teatralizar su coartada -repuso Buj-. Es listo, el condenado, pero de nada le servirá.

La subinspectora continuó ejerciendo de abogada del diablo:

– ¿Por qué no había sangre en las ropas de Mendes?

– Se cambió, obviamente.

– ¿Antes o después de comerse el bocadillo?

– ¡Ya salió doña sabihonda! -rezongó el Hipopótamo-. ¿Me va a dar una clase práctica?

Martina no se arredró:

– Tiene usted una edad en la que cualquier aprendizaje exigiría grandes dosis de humildad. Y esa virtud no se aprende.

Buj achinó los ojos, como si fuese a embestirla.

– ¡No me extraña que los invertidos hayan encontrado en usted a un adalid!

– ¡Inspector! -bramó Satrústegui-. ¡Discúlpese!

Buj no tuvo tiempo de hacerlo porque, en ese momento, uno de los sargentos del Grupo de Robos, Ramiro Alcázar, que había acompañado en las diligencias al inspector Villa, irrumpió en la escena tras escoltar por el callejón a un individuo de crapuloso aspecto.

– Quizá les interese saber lo que este sujeto tiene para nosotros -anunció Alcázar.

El sargento vestía uno de esos trajes a cuadros procedentes de las rebajas de los grandes almacenes. Llevaba el pelo engominado y una barba de tres días que le daba aspecto de duro. Sin otro protocolo, empujó ante los mandos a un tipo flaco, escrofuloso, con todo el aire de tener un pie en la tumba.

– Amadeo Rubio, más popular como el Gamba -lo presentó Alcázar-. Vio a uno o dos hombres entrar a la tienda. ¡Despierta, «lejía», y da las buenas noches al comisario!

Un estrafalario saludo militar acabó de descomponer la estampa del Gamba. El inspector Villa lo conocía bien. Se trataba de un antiguo legionario, un confidente de poca monta. A cambio de ciertos favores, que incluían la vista gorda hacia sus trapicheos con hachís, y de algún modesto estipendio, Amadeo les pasaba información.

Pero el Gamba permanecía mudo. Buj le planchó las solapas con sus manazas y le propinó un cachete.

– ¿Qué pasa, matamoros? ¿Se te ha comido la lengua el gato?

– ¿Qué quieren que les cuente?

– Lo que has visto, sin omitir nada.

– ¿Por qué? -barbotó el ex legionario-. ¿Qué ha pasado?

– Ya te enterarás por el periódico. No tenemos toda la noche. ¡Empieza a desembuchar, escoria!

El Gamba llevaba una de esas curdas instaladas a perpetuidad, pero su estado no le impidió valorar el insulto.

El naufragio de una patética dignidad asomó a su mirada turbia. Su raído gabán apestaba a colchones meados y a vino a granel.

– Yo estaba en el Calypso echando un Sol y Sombra cuando…

– ¿A qué hora? -le interrumpió Buj.

– A cosa de las diez y media. Vengo todas las noches, después de cenar, y suelo estarme un par de horas. Salí a tomar el fresco a la esquina y vi al primero de los hombres entrando en las antigüedades.