– ¿Quién pregunta por él?
– Subinspectora De Santo.
El conserje se demudó.
– ¿Ocurre algo? ¿Hay algún problema?
– Espero que no, pero haga el favor de llamar a ese huésped.
– El señor Amandi dejó expresamente encargado que no se le molestase antes del mediodía.
– Dadas las circunstancias, me temo que tendrá que atenderme.
El recepcionista consultó con otro compañero de mayor rango, que ocupaba una mesa al fondo de un despacho adjunto. Hubo un asentimiento y el conserje regresó a recepción.
– ¿Le importaría identificarse?
Martina le mostró la placa. La llevaba colgada de una cadenita, como un medallón.
– Comunicaré al señor Amandi que se encuentra usted aquí.
– Se lo agradezco. Pero antes quisiera que me respondiese usted a algunas preguntas.
El portero de noche pareció retraerse. Era musculoso, y sus bíceps se transparentaron bajo las mangas de la camisa blanca que asomaba bajo el chaleco.
– Se trata de algo muy simple -le tranquilizó Martina-. ¿Ocupaba usted su puesto cuando llegó al hotel el señor Amandi?
– Sí.
– ¿A qué hora se registró, con exactitud?
– En torno a las once.
– ¿Está seguro?
El mozo comprobó el libro.
– Solemos anotar la hora de ingreso. Sí, a las once.
– ¿Sabía quién era? ¿Había oído hablar de él?
– Su cara me sonaba. Luego caí en que se trataba de ese pianista tan famoso.
– ¿Qué impresión le produjo?
– Me pareció muy educado. Incluso me dio una buena propina.
– ¿Cómo de generosa?
– Quinientas pesetas.
– ¿Le dio un billete de quinientas sólo por registrarle?
– También me pidió un pequeño favor. Quería que un taxista le esperase en la puerta, por si en algún momento le apetecía salir.
Martina asintió. Tener a todo el mundo pendiente de él, aguardándole: ese comportamiento era característico del músico.
– ¿Lo hizo? ¿Abandonó el hotel?
– Bajó al poco rato, sobre las once y media, y subió al taxi.
– ¿Sabe adónde se dirigió?
– Ni la menor idea. Comprenda que no solemos preguntar a nuestros huéspedes…
– ¿Pidió un plano, consultó alguna dirección?
– No.
– Supongo que ese taxi pertenecerá a alguna de las compañías con las que trabajan habitualmente. -El conserje le dio la razón-. ¿Quiere llamar a la centralita de la agencia y pedir que me pasen con el conductor que realizó el servicio?
El recepcionista obedeció y le alcanzó el auricular. Martina habló con una señorita del turno de noche. Después de identificarse, y de facilitarle una somera explicación, le rogó que localizase al chófer que había atendido a un cliente del Marina Royal alrededor de las once y media. Reacia, la telefonista comenzó a ampararse en una serie de excusas.
– Es importante -la apremió la detective-. Estamos investigando un caso de homicidio.
Cambiando de actitud, la locutora le aseguró que haría lo posible por complacerla. Martina se retiró a los sillones del vestíbulo, frente a la entrada principal, para matar la espera fumando.
Acababa de consumir un cigarrillo, apurándolo de tal manera que notó en las uñas el calor de la combustión, cuando apareció el taxista. Era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto corriente, con entradas en el pelo, cazadora de pana y unas gafas de pasta que imitaban a las de algunos políticos socialistas.
La subinspectora le invitó a sentarse frente a ella.
– Querría preguntarle por una de sus recientes carreras.
– Eso me han dicho.
El taxista no parecía especialmente inclinado a colaborar. Martina le dirigió una mirada acerada.
– ¿Quiere describirme al cliente de este hotel que subió a su coche hacia las once y media de la noche?
– Un tipo alto y rubio.
– ¿Le reconocería, si se diese el caso?
– Supongo que sí.
– ¿Adonde le trasladó?
– Al barrio del puerto, cerca del Mercado de Pescados.
– ¿A la calle de los Apóstoles?
– Sí.
– ¿Ese individuo sabía de memoria la dirección?
– La llevaba anotada en un papel.
– ¿Hablaron durante el trayecto?
– Es posible, no lo recuerdo.
– ¿Quizá porque, en realidad, su cliente se mantuvo en silencio?
– Ahora que lo dice, es cierto: aquel tipo no abrió la boca.
– ¿Llevaba algo en las manos, una caja, una bolsa?
– No.
– ¿Recuerda algo más?
El conductor lo negó frunciendo las cejas. Su expresión era rutinaria, abotargada. Todo el rato, con impaciencia, había estado haciendo girar una alianza en su dedo anular. A menudo, Martina se preguntaba qué verían otras mujeres en especímenes como aquél. Tampoco en esta oportunidad se le ocurrió una respuesta.
– Siento haberle entretenido.
– Para eso estamos.
– Es posible que tenga que convocarle para una rueda de reconocimiento.
– Ahí estaremos.
El conductor se encaminó hacia la puerta giratoria. Martina tomó algunas notas y volvió a acercarse a la recepción.
– Si es tan amable, ya puede anunciarme al señor Amandi.
– ¿Desea que baje? -le consultó el conserje. -Pregúntele si puedo subir a su habitación. A través del teléfono interior, la voz de Maurizio sonó tomada, pero no era el sueño lo que impregnaba su tono. Aceptaba la visita, naturalmente.
– El señor Amandi la espera -indicó el conserje-. Suite Presidente. Ultima planta, junto al Spa.
JUEGOS DE NIÑOS («Tuileries»)
33
Martina conocía el vestíbulo del hotel, el restaurante, los salones donde se celebraban actos relevantes y las bodas de las mejores familias de la ciudad, pero nunca había estado en las habitaciones.
Se dirigió hacia los ascensores y oprimió el botón de llamada.
Al abrirse la cabina apareció una mujer de aspecto oriental, provocativamente vestida, pero que por alguna razón no había tenido tiempo de abotonarse la blusa. Tras ocupar el ascensor, Martina vio cómo la otra se atravesaba el bolso en bandolera y se dirigía hacia las puertas giratorias del hotel. Las del ascensor se cerraron y la cabina apresó un fuerte aroma a pachulí, que la subinspectora relacionó con las barras de alterne.
El elevador ascendió sin el menor ruido. Al pisar el rellano de la séptima planta, los pasos de Martina tampoco provocaron el más mínimo rumor. La moqueta era gruesa y mullida. Cuadros abstractos de una misma serie en la que variaban los colores, pero apenas las formas, colgaban de ambas paredes del corredor. Un reposado silencio, de esa clase de calma que sólo puede comprarse con dinero, envolvía los pasillos.
La suite Presidente disponía de dos puertas, cada una con su correspondiente timbre. Sin embargo, Martina no precisó llamar.
El rostro de Maurizio se proyectaba en un cono de luz. Azuladas sombras flotaban bajo su brillante mirada. «Demasiado brillante», pensó la subinspectora.
El pianista sostenía una copa en la mano. Sin decir palabra, abrazó a Martina. Al hacerlo, unas gotas del transparente licor derramaron su perfume de almendras amargas. La barbilla de Amandi olía a la fragancia de la mujer con la que Martina acababa de tropezarse en el ascensor.
– Mar, querida…
Ella se desasió de él y pasó al interior del lujoso alojamiento.
Las persianas de la suite estaban alzadas; los ventanales, abiertos. Una corriente de aire helado circulaba por las estancias.
– ¿No tienes frío?
– Me concentro mejor así -se justificó él, con un timbre nasal-. El calor me aturde.
Maurizio fue a cerrar las ventanas. Una ráfaga de viento nocturno le alborotó el cabello e hizo revolotear pentagramas y unas cuantas hojas de papel desperdigadas sobre la alfombra, entre latas de cerveza y una botella de vodka Absolut consumida a la mitad.