Daba la impresión de que el músico había estado trabajando febrilmente. Como un alfabeto rúnico, una incomprensible serie de combinaciones de escalas y notas había sido garabateada con tinta escarlata.
La subinspectora evitó pisar las hojas y se acercó a los ventanales. Un opaco fulgor de luces eléctricas, difuminadas por la neblina que cubría la costa, ascendía como una nebulosa. Nada permitía adivinar que el mar se hallara tan cerca, al otro lado de la avenida.
Abajo, en la sexta planta, la piscina aérea construida al exterior del gimnasio parecía colgar de un espacio ingrávido. Cada terraza equivalía al patio de una guardería infantil; cada suite, sus habitaciones, el recibidor, el estudio, el regio dormitorio, a una vivienda común.
La subinspectora estaba tiritando. Había cogido frío en el escenario del crimen y tenía la impresión de que esa misma humedad portuaria se había colado en el hotel. Localizó el termostato, subió los grados de la calefacción, eligió uno de los sillones del living y tomó asiento.
Con síntomas de haber bebido bastante más de lo que era capaz de aguantar, Maurizio se sirvió otra copa de vodka y permaneció en pie, junto a ella. Su fibroso cuerpo tan sólo estaba cubierto por una camiseta negra de tirantes, de bailarín, y unos calzoncillos blancos.
Martina comentó:
– Llevas un pijama muy original. Pensé que dormirías.
– ¿Sabiendo que podrías regresar en cualquier momento?
– Te advertí que no me esperases.
Maurizio se sentó en el brazo del sillón y le pasó una mano por los hombros. Su mirada vidriosa la escrutaba con una indefinible intención.
– Estaba seguro de que volverías a mí.
– Pero no para lo que tú quisieras.
– Despejaremos esa incógnita después de hacer el amor.
Martina le apartó el brazo. Pese a su delgadez, se sorprendió de cuánto pesaba. Había olvidado que Maurizio era un hombre fuerte.
– Hablo en serio. No pensaba volver a verte esta noche.
– Pero has regresado, Mar. Tu naturaleza apasionada…
La subinspectora se puso rígida.
– Estoy aquí en calidad de policía.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no es tu carisma lo que me ha hecho añorarte.
Amandi la miró con la boca abierta.
– ¿Estás de servicio?
No sin gravedad, la subinspectora se limitó a advertirle:
– Tengo que hacerte algunas preguntas.
La réplica de Amandi se quebró en una carcajada convulsa.
– ¡Es genial!
– Dependiendo de lo que tengas que contarme, tal vez.
El músico tardó en dejar de reír. Se secó los ojos con la punta de la camiseta y se puso a caminar en círculos alrededor del sillón.
– ¡Genial, eres una chica genial!
– Ya me lo has dicho antes. Además, ese adjetivo es atributo tuyo, no mío.
El músico parecía estar albergando una creciente irritación.
– Yo también tengo una pregunta para ti, Mar. Una pregunta genial.
– No te reprimas.
– ¿A qué viene todo esto? ¿Piensas que soy un imbécil?
– Son dos preguntas, Amandi. Ibas a formularme una.
– ¿Te crees que puedes dejarme tirado como una colilla, y encima amenazarme?
– No exageres. En ningún momento te he amenazado. Mira el lado positivo. Piensa que a lo mejor puedo hacerte un servicio.
– ¿Me voy desnudando?
– ¿Es que sólo recibes esa clase de favores? Te diré a qué he venido. Estoy en la obligación de asegurarme de que no tienes relación alguna con un asesinato que ha sido cometido esta noche en… ¿Quieres dejar de dar vueltas?
Como si no la hubiera oído, Maurizio siguió con sus paseos. Ahora caminaba en cruz, de la ventana al sillón y de la pared a la cama.
– ¿Otra vez la pesadilla de Viena? -murmuró de repente, como un lunático.
Martina no entendió la alusión, pero se apresuró a agarrar al vuelo ese fortuito cabo.
– ¿Viena? ¿Te sucedió algo allí?
El artista miró a la subinspectora con expresión confusa. Trastabilló, de la borrachera, y siguió murmurando:
– ¿Cómo explicártelo, Mar?
– Inténtalo. Tengo la noche entera para escucharte.
– Será mejor que te lo cuente, antes de que lo averigües por ti misma. Porque la policía acaba por saberlo todo, ¿no es así? En fin, ahí va: hace unos días, un caballero, un distinguido anticuario, murió estrangulado durante mi concierto en el Palacio de la Ópera de Viena. Llevaba encima una carta mía. La policía me estuvo interrogando. ¡Y ahora vienes tú, pretendiendo enredarme en otro crimen!
En un tono más persuasivo, el que solía usar cuando necesitaba tiempo para pensar, la subinspectora le rogó que se explicara. Con celeridad y una cierta desgana, como si el contenido de esa desagradable información le quemase en la lengua, Maurizio le describió la muerte del anticuario vienés Teodor Moser, asfixiado en su palco de la Ópera mientras él interpretaba ante el público. En la medida de su conocimiento del estado de la investigación, el músico se refirió luego a las infructuosas pesquisas de la policía austríaca a la hora de identificar al asesino.
– El inspector encargado del caso era, y supongo que sigue siendo, un tal Arno Hanke. Un verdadero bruto.
Martina le escuchó sin interrumpirle, tomando notas en su libreta. La subinspectora decidió que, en el plazo de unas pocas horas, intentaría recabar información de sus colegas vieneses.
Cambiando de tema, resituó al pianista en el terreno que a ella le interesaba:
– Te repetiré mi cuestión anterior, que sigues sin contestar. ¿Qué hiciste desde tu llegada a Bolsean, antes de quedar conmigo, entre las once y la una de la madrugada?
– ¿Qué puede hacer un hombre solo en una ciudad desconocida y hostil?
– Es imprescindible que me detalles todos tus movimientos.
– Te recuerdo que soy un caballero.
– De sangre azul -sonrió Martina-. Cuando te interesa, claro.
– A lo mejor hay cosas que no debo contar.
– ¿Estuviste con una mujer?
– ¿Y qué, si así fue?
– ¿La misma que acabas de despedir mientras te anunciaban mi presencia y yo subía en el ascensor? -El pianista no reaccionó-. ¿La contrataste al llegar a la ciudad y ha permanecido contigo hasta ahora, salvo el rato que estuviste conmigo, o corriste a buscar a una fulana en cuanto te dejé en el hotel?
– Me temo que estoy sufriendo un ataque agudo de amnesia.
– Estoy segura de que tu privilegiada memoria será capaz de recordar tus andanzas. Te pediría que fueses muy preciso.
Amandi apuró su copa y se deslizó hacia al dormitorio. Sus largas piernas tropezaron con un mueble auxiliar. Con aire tragicómico, el pianista se sentó en el filo de la cama, apoyó los codos en sus huesudas rodillas y sepultó el rostro entre las manos.
– ¿Estoy soñando o es verdad? ¿Vas a interrogarme por un asesinato del que no sé una sola palabra?
Ella se limitó a mantenerle la mirada. Su amigo se acogió a un tono más cauto:
– ¿Qué sucederá si no colaboro?
– Lo más racional sería que lo hicieras.
En los labios de Amandi volvió a asomar una burlona sonrisa.
– ¿Se me acusará de desacato? ¿Compareceré ante un juez? ¿Pasaré entre rejas el resto de mi existencia?
– ¿Prefieres que te lo pida por favor?
Sin acabar de entender esa táctica, Maurizio la recibió de buen grado.
– Siendo así, contestaré. Pero, antes, permíteme hacer una llamada.
– ¿A tu abogado?
– No creo que vaya a necesitarlo -sonrió él. Se tumbó sobre la cama y, con indolencia, estiró un brazo hacia el teléfono-. ¿Servicio de habitaciones? Quisiera una botella de champán, el mejor que tengan, y una bandeja de ostras. ¿Recuerdas dónde las probamos por última vez, Mar? -le consultó, al colgar-. ¿En la Costa Azul?