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– No me apetecen.

– ¿Y el champán? ¿O nunca bebes estando de faena?

– Por tercera vez, Amandi: dime lo que hiciste entre las once y la una.

– Ya veo que ésta no debe de ser mi noche.

– ¿Quieres hacerme creer que ves algo, en el estado en que te encuentras? ¿Por qué no te das una ducha y te despejas?

– Buena idea.

Maurizio se desnudó delante de ella. Su cuerpo era elástico, pero los tragos entorpecían su agilidad. El pianista farfulló algo incomprensible y desapareció en el baño.

En cuanto el chorro de agua empezó a golpear la placa de mármol, la subinspectora se aplicó a registrar la suite.

Junto a la llave electrónica de la habitación y a una caja de cerillas de madera, un cenicero lleno de colillas contenía un documento manuscrito a medio quemar.

Estaba escrito en francés, con una letra picuda y tinta negra decolorada por el paso del tiempo. Pese a las marcas del fuego, podían leerse aún algunas frases: «¡Vida, poder! ¡Tira, primer caballo! ¡No te canses! Yo no soy más que un caballo secundario, y sólo tiro cada tanto, para huir del deshonor. ¡Tengo miedo del látigo!»Junto al cenicero había otra carta, ésta todavía entera, en buen estado. «Cuando me acuerdo de ciertos artistas que se han quedado sin pasar las barreras, no es contrariedad lo que experimento, sino una desconsoladora inquietud. Todas las aspiraciones de esos hombres redúcense a destilar, una por una, gotitas iguales y minúsculas; en eso se divierten; un hombre de veras quedaría aburrido y fastidiado. ¡Ve adelante, valiente, sin más preocupaciones, como un hombre que vive! Hazte ver: ¿tienes ganas, o sólo unos muñones lisos? ¿Eres una fiera o un anfibio?»Aturdida, Martina se guardó un fragmento de la carta semidestruida y una de las requemadas cerillas, tan parecida a la que había encontrado en la tienda de antigüedades, en la escena del crimen de Gedeón Esmirna, como a cualquier otro fósforo de madera de venta corriente en los estancos.

Echó un vistazo a las cuartillas y pentagramas desordenados sobre la alfombra, en los que Amandi aparentaba haber estado trabajando de manera compulsiva. Por las notas que colmaban los márgenes, los esfuerzos del músico aparentaban estar tomando forma en lo que parecía la obertura de una ópera. Martina cogió una de esas cuartillas garabateadas con tinta escarlata y la escondió en la solapa de su libreta, con el resto de presuntas pruebas, el fósforo y el fragmento del manuscrito quemado.

Revisó después la maleta de su amigo. Estaba sin deshacer, abierta frente a la cama, sobre una chaise-longue.

Entre las ropas de Maurizio, la detective descubrió un estuche de centraminas, una bolsita de marihuana y un grabado enmarcado en un sencillo baquetón de madera blanda, protegido a su vez por una lámina de vidrio, que representaba una figura parecida a una especie de duende o de gnomo.

Al fondo de la maleta, debajo de las camisas, sus manos palparon un bulto duro y frío. Lo sacó. Era una Beretta de nueve milímetros, de cañón reluciente, prácticamente nueva.

Un ruido en el baño, como si hubiese caído al suelo algo metálico, la alertó.

Con el corazón disparado, la subinspectora creyó percibir la silueta de Maurizio cruzando el espacio iluminado del lavabo. Dejó la pistola en su lugar y regresó apresuradamente al sillón que ocupaba antes de que su embriagado enamorado se metiera en la ducha.

34

Mauricio reapareció pasándose un peine de madera por el cabello húmedo. Se había enroscado una toalla a la cintura. Gotas de agua brillaban en su torso, cubierto por un sedoso vello rubio, del color del oro viejo.

– ¿Se te ha pasado la trompa? -le preguntó Martina.

– Ahora sólo estoy ebrio de ti.

– ¿Y antes?

– De vodka y de música.

– ¿Estilo Mussorgsky? -sugirió la subinspectora.

– El maestro bebía y componía en serio, no como yo.

– Se trata de tu ídolo, ¿verdad?

– El chico no lo hacía mal del todo -repuso él, tarareando la melodía de Una noche en el Monte Pelado.

– ¿Necesitas cócteles de alcohol y drogas para inspirarte?

El músico sonrió torcidamente.

– Cada maestrillo tiene su librillo.

Martina señaló el cenicero.

– ¿Qué es lo que has estado quemando?

– Una carta suya -admitió el pianista, con una extraña calma, no exenta de cierta solemnidad.

– ¿De quién?

– De Modest, por supuesto.

– ¿Por qué lo has hecho?

– Del fuego sagrado aspiro los efluvios del genio. El humo de sus pensamientos revela los míos.

Martina lo miró con una mezcla de reproche y piedad.

– ¿Te has atrevido a destruir una carta original de Mussorgsky?

– De su puño y letra.

– Ese documento debía de ser muy valioso, sin contar con su relevancia histórica.

– Así es. Me costó cuatro mil dólares.

– ¿Su lugar natural no sería una biblioteca, un museo? ¿Qué derecho tenías a pegarle fuego?

– Mi obra exige sacrificios. Pero estabas interrogándome, y eso es prioritario. Primun vivere…

Sin ofrecerle, Martina encendió un cigarrillo. Sentía hastío y vergüenza y, aunque se negaba a admitirlo, una sombra de temor. Pero se repuso y le cuestionó, impersonalmente:

– ¿A qué hora llegó tu tren?

– Con retraso, imagino, como todos los trenes españoles.

– Te equivocas. Arribó a la estación de Bolsean a su hora en punto.

– Estaba harto de viajar. No consulté el reloj.

– ¿Viniste directamente al hotel?

– Sí. Todo el rato pensando en ti.

– Aborrezco a los hombres empalagosos.

– Mis besos ya no son tan dulces como lo fueron en la Isla de Wight.

– Resérvalos para tus fans y para tus conquistas de abono.

– Creía que ésta era una conversación oficial.

– Lo es -aseguró Martina-. En la recepción del hotel consta que te registraste a las once y que…

Maurizio le hizo un gesto, como ordenándole callar. Se despojó de la toalla, para secarse el pelo, volvió a peinarse y lució sus cueros, paseando arriba y abajo de la suite sin motivo aparente, hasta que decidió ponerse sus pantalones de lino, que estaban arrugados, hechos un ovillo, sobre el cobertor de la cama. Luego tomó un cigarrillo de la pitillera de la subinspectora, lo encendió y expulsó el humo hacia ella.

– Has estado indagando un poco, ¿eh?

– Es mi deber.

Él le enfocó una mirada torva.

– Te pagan por ello, ¿verdad?

– Mal, pero sobrevivo.

Los ojos de Amandi ardieron de indignación.

– ¡Odio que me fiscalicen!

– Te guste o no, estuve haciendo algunas averiguaciones. Llamaste a un taxi y lo tuviste esperando en la puerta hasta las once y media. El conductor te llevó al barrio del puerto, a la calle de los Apóstoles. Vengo de allí. Sólo permanecían abiertos un burdel y una tienda de antigüedades. ¿Cuál de los dos establecimientos recibió tu insigne visita?

Maurizio iba a responder cuando sonó el timbre. Un camarero empujó un carrito con una cubitera y una bandeja. El músico le soltó una propina regia.

– Cárguelo a mi cuenta.

– Gracias, señor.

El camarero se retiró tras una inclinación que tuvo algo de reverencia. Mauricio sirvió las copas y ofreció una a Martina. Sin probarla, ella la dejó sobre una mesa. Su voz sonó más fría al decir:

– Un anticuario, Gedeón Esmirna, ha sido asesinado esta noche. El crimen fue cometido en torno a las doce. Justamente, a la hora en que tú te encontrabas con él.

El pianista mantuvo una actitud serena. Sin apenas separar los labios, musitó:

– Suena fascinante.

– Yo también creo que puede ser una buena historia. Para que no le falte de nada, disponemos incluso de testigos presenciales. Uno de ellos insiste en atribuirte un papel protagonista en la trama. Afirma que entraste a la tienda de antigüedades alrededor de la media noche, y que permaneciste en su interior durante una media hora. ¿Admites que visitaste al anticuario?