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Maurizio daba la impresión de estar divirtiéndose. Repuso con sencillez, como si en ello no pudiera contenerse la menor maldad:

– De acuerdo: lo hice. ¿Contenta?

La subinspectora respiró despacio. Una opresión se le había instalado en las sienes. Podía sentir el latido de sus venas, la aceleración de su sangre.

– ¿Por qué motivo fuiste a ver a Esmirna?

– Por un asunto relacionado con mi herencia. Mi padre murió hace escasas fechas, en la Isla de Providencia, en el Caribe colombiano.

La subinspectora dejó de escribir.

– No lo sabía. Lo siento.

– Te lo agradezco. Unas horas antes de morir, el viejo me preguntó por ti. En su opinión, habrías sido mi mujer ideal, una esposa perfecta para mí. Debo admitir que, por una vez, estuve de acuerdo con él.

– Siento no haber tenido oportunidad de agradecer su aval, pero me temo que habría terminado por decepcionarle, como otras veces he debido de decepcionarte a ti. ¿Falleció de alguna enfermedad?

– Se ahogó en su piscina, en Il vecchio castello.

– ¿El viejo castillo?

– Es el nombre de su mansión caribeña.

– ¿Se ahogó accidentalmente?

– Me inclinaría a pensar que su muerte fue natural, pero el inspector Barrientos de la Cruz, de la policía colombiana, con jefatura en Cartagena de Indias, está empeñado en demostrar lo contrario. De hecho, fui interrogado sin consideración alguna. Como ves, querida Mar, el mal sueño de Viena se repite otra vez. Por suerte, a la hora en que mi padre perdió la vida yo estaba en un garito de la isla, lejos de su casa, emborrachándome a conciencia y cantando rancheras. Creo que los polizontes lo llamáis una coartada.

Martina obvió el sarcasmo. Trataba de congregar sus recuerdos sobre el conde de Spallanza. Por una de las grietas del tiempo, don Alessandro Amandi se le representó con el aspecto más solemne que le recordaba, vestido de frac en una recepción diplomática, en Londres, con bigote y perilla y un toisón cruzándole el torso. La subinspectora se esforzó por imaginar su cuerpo inerte, al borde de una piscina, bajo el refulgente sol de una remota isla del Caribe.

– ¿Alguien tenía motivos para matarle?

Maurizio no lo negó.

– Es posible. Su capital procedía de un origen oscuro, y a él se le había relacionado con los cárteles. La casa que habitaba perteneció en su día a un capo del narcotráfico.

– ¿Por eso sospechaba la policía colombiana que su muerte no fue natural?

– Y por ciertos indicios. Mi padre tenía un perro guardián, un rottweiler. El bicho no apareció por ninguna parte. Tal vez se cargaron al viejo, ¿quién sabe?

– No parece que esa posibilidad te afecte.

– Lloré encima de su cadáver, y también cuando lo enterré en Providencia, en la cumbre del monte del pico. Un Spallanza no está obligado a más.

– ¿Hubo otros sospechosos?

– ¿Además de mí, quieres decir? No lo sé, la policía no ha vuelto a llamarme. Supongo que algún juez de Cartagena de Indias me citará a declarar un día de éstos.

– ¿Robaron en la mansión de tu padre?

– Hasta donde yo sé, no.

– ¿Registraron las habitaciones en busca de algo?

– No. Todo estaba en orden.

– ¿Absolutamente todo?

– Salvo la caja fuerte.

– ¿Te importaría ser un poco más explícito?

– Habían abierto la caja, pero no parecía faltar nada.

– ¿Contenía dinero?

– No. Con el propósito de no excitar la codicia del servicio, mi padre sólo manejaba modestas cantidades. Tenía una cuenta en la única oficina bancaria de la isla, e iba extrayendo pequeñas sumas, la calderilla que necesitaba para sus gastos diarios. En cuanto al régimen doméstico, se mostraba extremadamente rácano; algo que deberás tener en cuenta, Mar, cuando vayas a casarte conmigo.

– Presiento que esa boda nunca llegará a celebrarse. ¿Qué había en su caja fuerte?

– Miniaturas, joyas antiguas, documentos mercantiles y las mejores piezas de su colección de estilográficas.

– ¿Estás seguro de que no faltaba nada?

– Completamente. Entre sus papeles localicé un inventario escrito a máquina. Mi padre conservaba las facturas de sus adquisiciones artísticas: libros, cuadros, antigüedades… Todo. Y todo, como te digo, permanecía en su lugar. No se llevaron nada.

– Parece muy extraño.

– Según el inspector Barrientos es un misterio. Para que te hagas una idea de los delirios de mi padre, un Greco colgaba en su dormitorio, y allí seguía cuando yo volví de mi juerga del chiringuito playero. En los salones y en un museo que hizo construir había piezas de mucho valor, pero las desdeñaron.

– ¿Qué hiciste con las colecciones?

– Ordené embalarlas y las transporté en contenedores, vía marítima, hasta Cartagena de Indias. Permanecen bajo custodia judicial, en un almacén del que somos propietarios. En cuanto se me autorice, trasladaré esos bienes a mi apartamento de Londres o a mi piso de Madrid.

– Bienes que ahora te pertenecen.

– Sí.

Durante un minuto sólo se escuchó la pluma de Martina rascando en su libreta. Sin levantar la vista del papel, la subinspectora formuló una nueva pregunta:

– ¿Tu padre había hecho testamento?

Maurizio asintió. Parecía tranquilo, con ganas de explayarse y colaborar.

– Autógrafo, muy simple. Según me adelantó él mismo, horas antes de morir, el documento se encontraba depositado en una notaría de Cartagena de Indias. Me dejaba heredero universal de todos sus bienes y adjuntaba una lista con sus propiedades y cuentas bancarias. También me legaba las deudas pendientes, que son cuantiosas. No obstante, es factible que pueda salvar unos cuantos millones para nuestros hijos.

Martina no evitó un respingo.

– ¿Qué hijos, Amandi?

– Los que me gustaría tener contigo.

La subinspectora meneó la cabeza.

– ¿De cuántos millones de pesetas estábamos hablando?

El pianista rompió en una risa incontenible.

– ¿Pesetas? ¡Dólares, Mar!

– ¿Tu padre te ha dejado en herencia varios millones de dólares?

– Ajá. ¿Tal vez necesites ahora esa copa?

El músico volvió a sentarse junto a ella, en el brazo del sofá. Su piel olía a jabón. Huyendo de su calor, Martina se levantó y encendió otro cigarrillo.

– En el escritorio del anticuario asesinado apareció una carta de tu padre, también autógrafa. El y Gedeón Esmirna se conocían.

– Lo sé.

– ¿Fuiste a verle en su nombre?

– Supongo que Esmirna me recibiría en atención a su memoria.

– ¿Ibas armado?

– Claro que no. ¿Para qué?

– ¿Dónde dejaste tu navaja?

– En la maleta. La cogí después, cuando quedé contigo, por si tenía que defenderte de un exhibicionista o de un violador.

– No es momento para bromas. ¿Sabía Esmirna que tu padre había muerto?

– Se lo anuncié por conferencia telefónica, cuando le llamé para solicitarle una entrevista.

– Previamente, lo habías hecho por carta.

– Sí.

– Carta que certificaste en Burdeos.

Maurizio había terminado por sentarse en una silla. Se removió, incómodo.

– Creo que sí. ¿No irá a traerme problemas esa dichosa carta, como me los buscó la que escribí en Viena?

Martina le replicó con otra pregunta:

– ¿Desde dónde hiciste la llamada telefónica a Gedeón Esmirna?

– Desde Burdeos, a los dos o tres días de escribirle. ¿Estoy contestando bien?