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El monólogo del músico equivalía al fragmentario discurso de un genio inmaduro, extraviado en los infiernos de la creación. Maurizio tenía talento, pero sus ideas brotaban desde un manantial subterráneo, y ni el alcance ni la finalidad de su pensamiento sinfónico se vislumbraban, en sus arriesgadas e innovadoras formas, por parte alguna; al menos, desde la profana comprensión de una escéptica Martina.

Hacia las seis de la madrugada, Maurizio se tumbó en la cama, rindiéndose de inmediato al sueño.

Martina apagó las luces, se encerró en el living, descolgó el teléfono, llamó al servicio de información y puso una conferencia a Colombia, al departamento de Policía de Cartagena de Indias.

Allí también era de noche, más de las diez. Tras proporcionar innumerables explicaciones a una sucesión de agentes que se debatían entre la indiferencia y la confusión, y temiendo a cada minuto que Maurizio despertase de su sueño alcohólico y la sorprendiera traicionando su confianza, logró al fin hablar con uno de los inspectores jefes, José Barrientos de la Cruz, quien, por pura casualidad, se encontraba aún en su despacho.

Pacientemente, tras explicarle quién era, en qué circunstancias le llamaba y de qué modo podía constatar su identidad, Martina se refirió a la muerte de Gedeón Esmirna y a la relación del anticuario español con Alessandro Amandi, así como a la presencia en Bolsean de su hijo, Maurizio.

Tras alguna vacilación, y reiteradas referencias de Martina al comisario Satrústegui, como prueba de veracidad, el inspector Barrientos supo entender la urgencia de su consulta y, sobre la hipótesis, en efecto, de que la muerte del ex embajador italiano no había sido accidental, le confió cuanto sabía.

Desde la otra orilla del Atlántico, la voz de Barrientos llegaba con demora, como si se expresara a entrecortados impulsos.

– Estamos convencidos de que Alessandro Amandi fue víctima de un asesinato en su mansión de Providencia. Y también lo estamos de que su único hijo, Maurizio, heredero de su fortuna, no fue por completo ajeno a la muerte de su padre. Pero, al disponer de coartada y no haber logrado nosotros demostrar su implicación, la instancia judicial se vio obligado a dejarle en libertad.

A preguntas de Martina, Barrientos añadió que su departamento había elaborado una lista de sospechosos, la mayoría de ellos residentes habituales en la isla: desde las dos mujeres que el aristócrata mantenía a su servicio a ciertos elementos vinculados con los cárteles de la droga que, al igual que el conde de Spallanza, vivían en Providencia una suerte de forzado exilio. Por ese lado, tampoco habían avanzado nada, pero una circunstancia en apariencia ilógica había venido a ayudarles: en El Vigía, un modesto periódico de San Andrés, cayo del que Providencia y otros islotes dependían administrativamente, alguien, una mujer extranjera, pelirroja, muy llamativa, había contratado una esquela de Alessandro Amandi, para que fuese publicada tres días después de su muerte.

Se daba la circunstancia, había agregado Barrientos, de que una mujer que obedecía a esa descripción había tomado el fokker a Providencia el 24 de diciembre, en compañía de otro viajero, asimismo extranjero, y de Maurizio Amandi.

– ¿Los tres viajaron en el mismo vuelo? -quiso saber Martina, expresándose en susurros; desde el living acababa de ver el cuerpo de Maurizio moviéndose, al compás de un largo suspiro, de un extremo al otro de la cama.

– Sin género de duda -ratificó Barrientos-. De ahí nuestra conjetura de que sean cómplices.

– ¿Qué fue de esa pareja?

– El rastro de la pelirroja y de su compañero se pierde por completo. Nunca llegaron a regresar a San Andrés vía aérea. Tal vez abandonaron Providencia en alguna embarcación particular, rumbo a otra escala caribeña, o a Cartagena de Indias.

– ¿Le consta que hayan salido del país?

– No.

Eso era todo. Martina colgó el teléfono, salió a la terraza y respiró el aire del amanecer. Desde la séptima planta del Marina Royal, una nueva y lúgubre mañana de invierno se cernía sobre la ciudad.

La subinspectora cogió su chaqueta y dejó al pianista encogido sobre el edredón, roncando estrepitosamente. La cabeza de Mussorgsky lo contemplaba desde la mesilla de noche, junto a dos paquetes de cigarrillos vacíos y la última copa de champán, que él ya no pudo beber.

Desde el hotel, Martina había conducido hasta su casa. Se dio una ducha, se cambió de ropa y salió disparada hacia la Jefatura Superior. Aparcó y se presentó en el despacho del comisario a las nueve y cuarenta de la mañana, con la reunión de mandos ya comenzada.

Se encontró con caras largas. Satrústegui estaba indignado por la filtración del asesinato a la prensa. La noticia del crimen del anticuario era ya, a esa temprana hora, de dominio público, y la jueza Galván había llamado hecha una auténtica furia. Martina no tenía demasiadas dudas de que el autor del chivatazo, como ya había sucedido en anteriores oportunidades, no había sido otro que Ernesto Buj, pero el Hipopótamo se había limitado a poner cara de póquer y a criticar a «esos entrometidos periodistas».

Finalizada la reunión, Martina bajó a la primera planta para sacar un café de la máquina. Un agente le informó de que una ciudadana llevaba un rato esperando, dispuesta a revelar algo en relación con el caso del anticuario. Martina se olvidó del café y se dirigió hacia la sala de espera.

PROMENADE

35

Bolsean, 10 de enero de 1986, viernes

Miriam Gómez había despertado con un fuerte dolor de cabeza y un viscoso sabor en los labios. A miel, o a uno de aquellos jarabes que su madre le hacía tomar de niña, cuando tosía en la cama.

Había tenido pesadillas eróticas. En sus promiscuos sueños estaba desnuda. Adrián, su novio, se asomaba a las oníricas escenas, alternándose con otros hombres para disfrutar de su cuerpo. Miriam se había sentido impotente y ultrajada frente al rijoso Sabino Sabanés, quien trataba de poseerla en una submarina redacción de La Colmena, persiguiéndola entre algas gigantes y rosados pulpos, y blandiendo como mazas de papel húmedos periódicos con páginas de sucesos que hablaban de crímenes y de violaciones de otras mujeres. Una heroína, una sirena, había venido a rescatarla. Era la misma mujer pelirroja, de atractivas curvas y culpable sonrisa, como una bruja disfrazada de hada, que había contratado la esquela del anticuario. ¿Cómo se llamaba el difunto?, intentó recordar Miriam, todavía adormilada. Tenía un nombre de gigante bíblico o de jenízaro turco. ¡Gedeón! Sí, eso era: Gedeón Esmirna…

Miriam se levantó de la cama y salió al baño del pasillo, el único de que disponía el apartamento. Lo compartía con su padre, el comandante; no era otra la causa por la que aborrecía sus romboidales baldosas y el espejo, su enemigo natural.

Desde que residían en Bolsean, cada uno de los amaneceres de su metódica existencia (algo más variada desde que había intimado con Adrián) estaba asociado a los rumores que los hábitos paternos provocaban en el cuarto de baño: además de las distintas sintonías del transistor, los rítmicos golpecitos de la cuchilla de afeitar contra los bordes del lavabo, las líquidas agujas de la ducha restallando en la loza, y enseguida la manera en que el cuerpo de su padre, al entrar en la bañera, modificaba el sonido del agua… Una vez afeitado, el comandante se ponía un albornoz que olía a Varón Dandy y desandaba el corredor para vestirse en su dormitorio. Lo hacía con la radio puesta, a suficiente volumen como para que Miriam, aunque no quisiera, la escuchase desde su habitación.