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Su padre solía sintonizar Radio Nacional, con las desconexiones horarias que informaban de la actualidad regional. Frente a las enfáticas voces de la emisora oficial, Miriam reaccionaba protegiéndose con la almohada, en busca de una postrer cabezada antes de abrir los ojos a la realidad y ponerse a pensar en los deberes que la esperaban en un semanario en el que, además de gestionar la contabilidad, se responsabilizaba-¡ahora podía afirmarlo!- de la recogida de esquelas.

Pero aquella mañana ocurrió algo distinto. Las noticias de las ocho, filtradas desde el dormitorio paterno, arrancaron con un suceso que la hizo incorporarse y escuchar con atención.

Un anticuario, Gedeón Esmirna -estaba informando el locutor-, ha sido asesinado esta noche en el barrio portuario de nuestra ciudad. A una hora sin determinar de esta misma madrugada, agentes policiales localizaron su cuerpo en su establecimiento comercial. A raíz del macabro descubrimiento, se emprendió la búsqueda de posibles sospechosos. Desde instancias oficiales no se ha emitido declaración alguna, pero fuentes de toda solvencia consultadas por nuestra redacción apuntan a que el móvil del crimen pudo haber tenido relación con el tráfico de obras artísticas por parte de una red especializada en expolios contra el patrimonio eclesiástico, trama de la que presuntamente podría haber formado parte el asesinado anticuario…

Miriam rogó que el comentarista siguiera ilustrando la exclusiva, a fin de ratificarse en el nombre de la víctima, pero el carrusel informativo derivó hacia la ola de frío que se abatía sobre la Península Ibérica en forma de heladas, vientos polares y tormentas de nieve. Incluso la costa meridional del país, Huelva, Málaga, Cádiz, iba a verse afectada por el temporal.

La chica tuvo que hacer un esfuerzo para convencerse de que no había soñado, y de que la identidad del anticuario coincidía letra por letra con la esquela que ella misma había tramitado dos tardes atrás, en la recepción de La Colmena, a instancias de aquella desconocida mujer pelirroja.

Su mente empezó a girar a la misma velocidad que latía su pulso cuando las caricias de Adrián la excitaban hasta volverla medio loca. La noche anterior, hacía apenas unas pocas horas, había cedido a sus súplicas y se había entregado a él de forma poco ortodoxa en las escaleras que bajaban al cuarto de calderas, dos pisos por debajo de la portería de la Residencia Militar. Adrián no llevaba preservativos. Aunque se había retirado a tiempo, respondiendo en mayor medida a las histéricas advertencias de la propia Miriam que a su débil voluntad, anulada por la pasión erótica, el pánico a un embarazo comenzó a atormentarla. Saldría de dudas, o así lo esperaba (¡rezaría, si hacía falta!) en un par de semanas.

Mientras trataba de tomar alguna decisión, oyó chirriar la persiana del cuarto de su padre, e inmediatamente después lo que parecía el chasquido del percutor de una pistola, o quizá las hebillas de los correajes de campaña golpeando entre sí. Recordó que ese día su padre no acudiría a la Academia, y sí a los campos de tiro, donde le esperaban maniobras militares. Estaría fuera de casa hasta el fin de semana. Sus ausencias suponían, para Miriam, breves descansos en su rígida y agobiante relación. Nada le gustaba tanto como quedarse sola en el piso. A lo mejor esta vez se animaba a invitar a subir a su novio.

Los últimos vestigios del sueño se habían disipado. Cada detalle de su conversación con la mujer del pelo rojo regresaba a su memoria con precisión.

Miriam volvió a oír su pastosa voz. «Soy la sobrina de Gedeón Esmirna -había dicho ella-. Su sobrina favorita.» Tenía una forma suave, fricativa, de pronunciar las eses, y arrastraba las erres como si fuera extranjera. Sus ojos velaban una mistificación o un misterio. «Los Esmirna no somos gente del montón», había añadido, con indisimulado orgullo. Su tío contaba con numerosos e influyentes amigos, «algunos de los cuales le recordarían al escribir su nombre». Si todo aquello, la propia esquela y la esvástica que la rubricaba, había carecido de sentido para Miriam, ahora, unido a la revelación de un homicidio, se le presentaba como un enigma insoluble.

– Acudiré a la policía -se propuso en voz alta, sintiendo que el sonido de sus propias palabras la reconfortaba un tanto.

Se vistió, bebió un vaso de leche en la cocina y se despidió de su padre, que estaba poniendo una cafetera.

– ¿Adónde vas tan temprano? -se extrañó el comandante-. Sólo son las ocho y cuarto. ¿Te encuentras bien? Me pareció que anoche volvías demasiado tarde.

Ella le miró sin saber qué contarle. Estaba bloqueada. Tenía la sensación de que la amenazaba un peligro invisible.

– Voy a… la calle.

Su progenitor la estudió con el aire severo con que se imponía a los cadetes, pero no atinó a detenerla y la dejó salir a toda prisa. Tanta, que Miriam ni siquiera se detuvo a esperar el ascensor, precipitándose escaleras abajo hasta asomarse a la negra mañana de Bolsean.

36

Un miedo irracional se había apoderado de su ánimo.

¿Alguien la seguía? No, claro que no. Entonces, ¿qué le hacía sugestionarse de que iban tras ella? Mirando de cuando en cuando a sus espaldas, pero sin ver otros bultos que borrosos fantasmas, las difusas siluetas de la gente, corrió, más que caminó, hasta la óptica.

Tuvo que esperar en un bar a que abriesen. Los camareros habían oído las noticias, y estuvieron comentando el crimen del anticuario.

La persiana de la óptica se alzó a las nueve en punto. Sus gafas estaban reparadas. Al ponérselas, experimentó un profundo alivio. El mundo volvía a situarse en su lugar.

Miriam pagó el arreglo y se dirigió a la sede de La Colmena. En la gaceta no había un alma. Los redactores no iniciaban su jornada hasta las doce del mediodía; era improbable que el director se presentase antes de comer.

Protegida por una carpeta de plástico transparente, la esquela de Gedeón Esmirna seguía estando donde ella la había dejado, al lado del pincho de facturas, a un extremo del mostrador. Hipnotizada, repasó el texto una y otra vez. Las puntas de la esvástica rozaban los márgenes del papel.

Ese hombre, Esmirna, estaba muerto. Radio Nacional se había referido al «macabro» descubrimiento de su cuerpo. Miriam se preguntó si el locutor habría empleado ese término de no haberse tratado de un truculento hallazgo. ¿Cómo se habría enterado la prensa? ¿Tendría chivatos dentro de la policía?

Súbitamente, tuvo la certidumbre de que la esquela era, en realidad, el anuncio o la reivindicación de un asesinato. De que la pelirroja sabía, al menos, dos cosas: que Gedeón Esmirna estaba vivo cuando contrató el fúnebre espacio, y que el anticuario iba a morir en un plazo muy corto. «¡Tres días! -recordó-. ¡Ella sabía que la esquela se publicaría en el plazo de tres días, y no le importó!»

Miriam comprendió que su deber consistía en entregar aquella prueba a la policía. Pero, antes, pensó en comprobar un detalle. Hojeó el listín telefónico y apuntó una dirección. Luego descolgó el auricular y llamó a su novio.

– Adri, soy Miriam. ¡Ha ocurrido algo terrible!

Adrián temió que el comandante los hubiese pillado, o que le fuese a caer una nueva bronca por su falta de prevención sexual. En ese sentido, la noche anterior ya hubo un conato por parte de una sofocada Miriam. Adrián estaba dispuesto a prometer que la próxima vez usaría condones. Si había próxima vez.

– El nombre y el apellido que facilitaron en la radio coinciden con los de la esquela -estaba diciendo su novia, acelerada; al resumir sus sospechas, se había expresado con tal premura que Adrián apenas había entendido nada-. Acabo de comprobar la guía telefónica. Existe una tienda de antigüedades a nombre de Gedeón Esmirna. En Bolsean no hay otras direcciones con ese apellido. Se lo han cargado, Adri, y alguien, una mujer que parecía salida de una película de cine negro, vino a poner su esquela antes de que se cometiese el crimen.