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Adrián trató de asimilar lo que estaba oyendo. Había dormido muy poco. Acababa de despertarse en su piso de estudiantes y estaba atontado. Todavía llevaba el olor de su chica adherido a la piel.

– Hazme un favor, Miriam. Repítemelo todo, pero más despacio.

Ella lo hizo. Adrián discurrió:

– ¿Estás pensando que la mujer que encargó su esquela sabía que ese tipo estaba vivo, pero que lo iban a liquidar?

– Eso creo.

– No es posible. Semejantes cosas no suceden en la realidad.

– Pues ésta ha ocurrido.

– Esa mujer no podía saberlo si…

Miriam continuó la frase por éclass="underline"

– Si no era cómplice o…

Fue Adrián quien puso la guinda:

– ¡La propia asesina!

Ambos enmudecieron momentáneamente. Adrián exclamó:

– ¿Desde dónde me llamas?

Miriam temió echarse a llorar de un momento a otro, pero su voz sonó firme.

– Desde la redacción.

– ¿Estás sola?

– Sí.

– ¡Acude a la policía, inmediatamente!

– Es lo que había pensado.

Miriam habría deseado que su novio se hubiese ofrecido a acompañarla, pero Adrián se disculpó, compungido: -Iría contigo, cariño, pero tengo un par de clases a las que no puedo faltar.

– No te preocupes. Te llamaré.

– Hazlo. Y otra cosa, Miriam. Esa esvástica… Es el signo de los nazis, ¿no?

La secretaria de La Colmena colgó, asustada. Acababa de oír el ascensor deteniéndose en la planta del semanario. Pero no era la mujer pelirroja ni ningún joven con cazadora y botas militares, sino el vecino de enfrente, un pacífico jubilado que se desplazaba penosamente con ayuda de un bastón. Miriam cerró el semanario y bajó las escaleras de dos en dos, con la carpeta apretada contra el pecho.

Una vez en la calle, se dio cuenta de que no tenía la menor idea de dónde había una comisaría. Su relación con las fuerzas del orden se limitaba a saludar a la pareja de la Policía Militar que, en previsión de atentados, hacía guardia a la entrada de la Residencia. Tampoco, por supuesto, y al margen de que el asunto nada tuviera que ver con sus competencias, iba a recurrir a su padre. Comprobó que llevaba dinero en el bolso, detuvo un taxi y le indicó: -Al puesto de policía más cercano, por favor. El chófer bajó la vista al asiento contiguo. Debía de ser novato, porque llevaba un mapa urbano desplegado para su consulta en cualquier parada o semáforo. Recorrió con el índice las direcciones de urgencia y dijo:

– La Jefatura Superior no queda lejos de aquí. Miriam exclamó, aliviada:

– Lléveme, ¡pronto!

Un cuarto de hora más tarde, había expuesto sus dudas a un agente de la Policía Nacional y esperaba en una salita cuadrada, con sillas de tijera ocupadas por otros ciudadanos que, como ella, se habrían desplazado para cursar algún tipo de reclamación o denuncia.

Con la carpeta sobre las rodillas, tuvo que aguardar alrededor de veinte minutos, que se le hicieron eternos. Su mirada iba de la puerta al reloj y del reloj a la puerta.

Por fin, fue a atenderla una mujer delgada y pálida, de unos treinta años, de rostro impávido y melena corta. Parecía dueña de una de esas personalidades dinámicas que atraen a los hombres y que otras mujeres menos activas suelen envidiar. Sus ojos grises acunaban un brillo mortecino, como si su propietaria les hubiese concedido insuficiente descanso en las últimas horas.

– ¿Miriam Gómez?

La aludida levantó la mano. Una fuerte sensación de irrealidad y, al mismo tiempo, la intuición de que aquello podía ir muy en serio, le reportaron un incómodo protagonismo. Cada vez estaba más convencida de que se hallaba metida en un turbio conflicto.

– ¿Quiere acompañarme?

La mujer policía llevaba un traje de color óxido, bien cortado, aunque algo masculino para el gusto de Miriam, y unas botas de cuero cuyos tacones resonaron por las dependencias policiales.

– No me he presentado. Soy la subinspectora De Santo. Siento haberle hecho esperar, pero estaba despachando otro asunto y mi compañero no ha podido informarme hasta ahora del motivo de su presencia. Tengo la impresión de que ha venido usted a contarnos algo de mucho interés.

Miriam volvió a atropellarse.

– Así es, inspectora, porque…

– Sub.

– ¿Perdón?

– Subinspectora. Todavía no he ascendido. -Martina le sonrió, animosamente-: Quizá lo consiga con su ayuda.

La actitud de la detective contribuyó a sedar los nervios de Miriam. Se sintió mejor, más confiada.

– Hablaremos en la brigada -dijo Martina-. Sígame.

37

La subinspectora fue precediéndola por una sucesión de corredores prácticamente idénticos, de cuyas oficinas entraban o salían agentes uniformados y auxiliares administrativos. Ambas mujeres subieron unas escaleras para acceder a la segunda planta. La detective De Santo -Miriam había deducido esa función al observar que el bulto de un arma le deformaba la americana- la condujo hasta la brigada criminaclass="underline" una sala oblonga, con suelos de linóleo y paredes de color vainilla, capaz para ocho o diez mesas distribuidas de manera asimétrica y para un despacho situado al fondo, a través de cuyos esmerilados cuarteles de vidrio se distinguían las cabezas y los torsos de dos hombres que conversaban entre sí.

Uno de ellos, el más corpulento, gesticulaba sin parar. La secretaria de La Colmena se quedó junto a la puerta, sin animarse a entrar. Martina le impelió:

– No se quede ahí.

Pero Miriam permanecía como paralizada frente al letrero del Grupo de Homicidios. De repente, se dio media vuelta y echó a correr hacia la salida. Martina fue tras ella, alcanzándola en el rellano.

– ¿Qué le pasa?

– ¡Me arrepiento de haber venido!

– Tranquilícese. Puede que su aportación nos arroje alguna luz.

– ¡No estoy segura de nada!

– Suele ocurrir. Relájese, está en buenas manos.

Otros cuatro detectives trabajaban en la brigada. Todos, excepto un agente de uniforme, el único, paradójicamente, que parecía encontrarse fuera de lugar, vestían de manera informal, camisas de cuadros, chalecos de lana y vaqueros o pantalones de pana gruesa. Algunos llevaban barba y el pelo largo. Un par de ellos mostraban las cartucheras colgadas al hombro, como si estuviesen a punto de salir hacia una misión donde se exigiera sangre fría y buena puntería.

No había otras mujeres que ellas dos.

– Póngase cómoda -la invitó Martina, señalándole una silla.

Miriam se sentó en el filo. Le sobraba el abrigo, pero no pudo descubrir dónde colgarlo, pues no había percheros a la vista, y se lo dejó puesto.

Los radiadores emitían un intenso calor. El aire seco se infiltraba en los pulmones con fatiga, como si fuese más denso. Las ventanas de la sala eran altas y estrechas; tenían más aspecto de permanecer cerradas que de ventilar a menudo.

La investigadora se había quedado en pie detrás de su mesa. A Miriam le resultó violento mirarla desde una posición más baja. Martina señaló la carpeta que la secretaria seguía apretando contra sí, como temiendo perderla.

– Veamos qué nos trae.

Miriam soltó las gomas, abrió la funda de plástico y cogió la esquela.

– ¡Qué tonta! -se lamentó-. ¡Tantas precauciones y acabo de dejar mis huellas dactilares!

– No se inquiete por eso -la consoló Martina-. Déjela sobre la mesa.

La subinspectora leyó la hoja manuscrita, cuya letra coincidía con la de Maurizio Amandi. Acto seguido, sin pronunciar palabra, se dirigió al despacho del fondo y llamó con los nudillos. Habló durante unos treinta segundos con sus ocupantes y regresó a su mesa acompañada por ambos.

Uno de esos policías era fornido, con aspecto de no haberse afeitado en unos cuantos días y de poseer una fuerza bruta difícil de controlar. El otro, en cambio, resultaba casi atildado, con un traje de color crema, impropio de la estación, el cabello entrecano peinado con fijador y ojos verticales y tristes como huevos duros.