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– Inspectores Buj y Villa, de Homicidios y Robos, respectivamente -los presentó Martina.

Sin reparar en Miriam, los mandos se inclinaron sobre el documento.

– ¿Qué diantre es esto? -rezongó el Hipopótamo-. ¡Explíquese, señorita!

Miriam lo hizo de manera deslavazada. Le faltaba oxígeno y se sentía como una mariposa clavada con un alfiler. En la mirada de la subinspectora encontró comprensión. Respiró hondo y se esforzó por proporcionarles una versión coherente de lo ocurrido.

– Afirma usted que esta esquela fue contratada a las ocho de la tarde del ocho de enero -resumió el inspector Villa, cuando Miriam terminó de hablar.

– A las ocho y media.

– Bastante antes de que…

– Hilvanaremos la secuencia más tarde -le interrumpió Buj, sin miramientos; Villa asumió la implícita amonestación: era improcedente proporcionar a una ciudadana cualquier dato susceptible de integrar el secreto sumarial-. Describa a la mujer que visitó la redacción de su periódico -indicó el Hipopótamo.

Miriam trazó un retrato aproximado.

– ¿Una pelirroja? -exclamó Villa, mirando con sorpresa a Martina.

– ¿Qué tiene de raro? -preguntó Buj-. ¿Es que nunca ha visto ninguna, aunque fuese de cintura para arriba?

Ante la helada mirada de Martina, Villa reprimió un gesto de complicidad y se limitó a comentar:

– Últimamente parece haber una epidemia de pelirrojas en la ciudad.

Sin colegir a qué se refería, Buj se dirigió a una intimidada Miriam:

– Vayamos al grano, señorita. Básicamente, se encontraba usted en la redacción de ese semanario, sola, cuando entró una cliente, a la que jamás había visto, dispuesta a contratar la esquela del señor Gedeón Esmirna. A modo de texto, le entregó esta curiosa holandesa, firmada por una cruz esvástica, pagó en efectivo y se fue. Dicha escena no debió de prolongarse más allá de unos pocos minutos. ¿Es correcto?

Miriam asintió. Se dio cuenta de que la subinspectora estaba anotando sus declaraciones y eso la puso más nerviosa.

– ¿Qué edad tendría esa mujer? -inquirió Buj.

– Muy joven. No habría cumplido los veinticinco.

– ¿Era de aquí?

– No lo dijo ni yo se lo pregunté. Por el acento, podría ser extranjera.

– ¿Francesa, inglesa?

– Sudamericana, tal vez.

– ¿Hizo algún comentario sobre Gedeón Esmirna?

La secretaria de La Colmena apeló a su memoria para reproducir con fidelidad las frases pronunciadas por la mujer del pelo rojo. Que era sobrina del anticuario. Que su tío había fallecido la noche anterior, de un ataque al corazón. Que la familia Esmirna tenía relaciones influyentes, y que ciertas personas, sin especificar quiénes, lamentarían su muerte. Y no le importó, agregó Miriam, que la esquela fuese a publicarse con tres días de demora, coincidiendo con la fecha de distribución de la gaceta.

Los policías la escucharon en silencio. Buj se rascaba la nuez. Cuando la testigo hubo concluido, le ordenó:

– Aguarde aquí.

El Hipopótamo hizo una indicación a Ulloa, el agente que se encontraba más próximo, y, seguido por Villa y De Santo, regresó a su despacho. Con ayuda de unas pinzas, Ulloa cogió la esquela por una esquina del papel, introdujo la holandesa en una bolsa de pruebas, le pegó una etiqueta y salió para entregarla en el laboratorio.

En su oficina, a puerta cerrada, Buj encendió un Bisonte y miró receloso a la subinspectora.

– ¿Me ha tomado por un pardillo, De Santo? Hay algo que ustedes saben de esa pelirroja y yo no. Así que ya están cantando.

– Utilicé un disfraz similar cuando visité a Esmirna -se explicó Martina-. Una peluca y un vestido negro, el que llevaba anoche en la tienda de antigüedades.

– No estoy lo bastante desesperado como para fijarme en sus trapos -gruñó Buj-. Ni lo bastante despierto como para entender lo que se está cociendo a mis espaldas. -El inspector alzó uno de sus nervudos brazos, como para descargar un golpe en la mesa-: ¿Alguien podría explicármelo?

La subinspectora admitió:

– A tenor de la descripción de la testigo, mi caracterización coincidía con el aspecto de esa mujer de la esquela.

– ¡Y la mía con la de Edward G. Robinson en las películas de gánsteres! -saltó Buj-. ¡Esto es el colmo, De Santo! ¡Va a convertir mi sección en un baile de carnaval! ¿Me obligará a comprobar dónde se encontraba usted el ocho de enero, a las ocho y media de la tarde?

– Fue una coincidencia, Ernesto -medió el inspector Villa-. Eso es todo.

– Ah, ¿sí? ¿Y quién le explicará al comisario que este caso está lleno de inexplicables coincidencias?

– Sólo pretendía evitar que el anticuario me reconociera -se justificó Martina.

– ¡Porque todo el mundo, desde luego, conoce a la famosa subinspectora De Santo! -ladró Buj-. ¿Sabe cuántas veces ha aparecido mi foto en un periódico, en cuarenta años de carrera? ¡Nunca!

– Ya basta, Ernesto -volvió a contemporizar Villa.

Refunfuñando, Buj se recostó en su butaca y cruzó los antebrazos detrás de la nuca. Círculos de sudor le manchaban los sobacos. Su aspecto era hosco.

Villa dijo:

– Tenemos una prueba material que puede resultar trascendente. Es posible que en la esquela aparezcan huellas.

– No lo creo -opinó Martina-. Sería demasiado fácil, y la pauta de este asesinato apunta hacia una laboriosa sofisticación.

– ¡Qué cosas tiene uno que oír! -se mofó Buj-. Siga jugando a los disfraces, y a disfrazar los hechos, que yo, mientras, interrogaré otra vez al pequeño delincuente que estaba al servicio del anticuario. Me da en la nariz que el tal Mendes sabe mucho más de lo que nos ha contado. -El Hipopótamo señaló un bate de béisbol atravesado en la falleba de la ventana, detrás de su silla-. Puede que un poco de mi medicina especial para casos difíciles le suelte la lengua.

Martina le previno:

– Si le pone las manos encima, le denunciaré a la jueza.

– ¿A su nueva amiga? -De pura congestión, el rostro de Buj parecía a punto de estallar-. Muy bien, no lo haré. Le llevaré un café y el boleto de apuestas múltiples, por si a ese calorro le apetece participar en nuestra porra.

– Quisiera estar presente en su careo -insistió Martina.

– De acuerdo. Baje conmigo.

Pero la subinspectora planteó:

– Antes necesito un poco de tiempo para seguir interrogando a la testigo. Con ustedes delante, se la comían los nervios. La sacaré de Jefatura, puede que me cuente algo más.

– Media hora -convino el Hipopótamo, consultando su reloj de pulsera; en su gruesa y peluda muñeca, la esfera parecía una moneda de dos reales-. La estaré esperando en los calabozos. ¿Viene usted, Villa, o prefiere llevarle el bolso a nuestra pelirroja de pacotilla?

LA CABAÑA SOBREPATAS DE GALLINA

38

Cuando Miriam Gómez y la subinspectora cruzaron al Molino, una de las cafeterías de la avenida donde se alzaba el edificio blanco y azul de la Jefatura Superior, la mañana se había preñado de negros nubarrones. El peso de la lluvia sin caer confería a la atmósfera una expectativa fresca y estática.

Las cafeterías de esa zona tenían un aire alegre y moderno, nada pretencioso. Algunas abrían a las seis de la mañana, para servir los primeros cafés, y cerraban poco después de las diez de la noche, evitando a los bebedores tardíos, los más pendencieros.

El local estaba concurrido. La detective y su acompañante ocuparon sendos taburetes en la barra.

Mientras esperaban a que un camarero las atendiera, Martina hojeó el Diario de Bolsean. Al día siguiente, esa misma cabecera abriría sin duda con el crimen del anticuario, y quizá con una foto del escaparate de Antigüedades Esmirna precintado y vigilado por policías.