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Frente a la subinspectora, Miriam experimentaba una curiosa mezcla de empatía y complejo. Le resultaba obvio que la investigadora estaba realizando un esfuerzo para ganarse su confianza. Pero había algo en ella, en la detective De Santo, que no le permitía relajarse; una tensión interior, una rigidez, una suma, o resta, de movimientos contenidos. Miriam pensó que nunca había conocido a una mujer ni remotamente parecida a ella.

Cuando el camarero hubo depositado sus cafés sobre la pulida chapa de la barra, la subinspectora estiró una mueca casi dolorosa y, en forma de pregunta, le soltó a bocajarro la siguiente y taxativa afirmación:

– ¿Por qué nos ha mentido, Miriam?

La secretaria supo en el acto a qué se refería, y se ruborizó. Tenía que haber dicho toda la verdad. Había cometido un error, pues no debía omitir nada. No con aquella interlocutora.

Martina ciñó su acusación:

– En comisaría nos aseguró que no había hablado de esto con nadie, pero no es cierto.

– Yo… se lo conté a mi novio. ¿Cómo…?

– ¿Lo he sabido? Porque cuando miente se le dilatan las aletas de la nariz. Así.

La subinspectora la imitó. Ahora sonreía abiertamente. Miriam encorvó la espalda, jugueteó con el estuche de las gafas y limpió los cristales con la gamuza que le habían obsequiado en la óptica.

– Es usted muy observadora.

– En nuestro oficio, la capacidad de observación, más que un don, supone una técnica. Científicamente, no siempre resulta aplicable la experiencia empírica, o la intuición, pero a veces los progresos policiales dependen de un gesto, de una palabra. De algo que no está en su lugar o que ocupa su ubicación habitual de un modo en exceso notorio. Desde un puesto como el de Homicidios se aprende a ver, no sólo a mirar.

Martina hizo un paréntesis para remover el café.

– ¿Únicamente se lo contó a su novio?

– Sí.

– ¿Cómo se llama él?

– Adrián Martínez.

– ¿Habló con Adrián antes o después de que una emisora de radio divulgase la noticia del asesinato de Esmirna?

– Después.

Apenas había respondido, Miriam se dio cuenta de que la pregunta de la subinspectora tenía doble intención. ¿Acaso sospechaba de ella y por eso acababa de tenderle una trampa? La secretaria se quejó:

– ¿Cómo podría haberlo hecho antes de oír el noticiario? ¡Yo no podía saber que habían matado a ese hombre!

– Por supuesto que no -la calmó Martina, derramando en su taza el sobrecito de azúcar-. ¿Le apetece comer algo?

– Gracias, no me entraría nada.

– ¿Ha desayunado?

– No.

– Yo tampoco. ¿Quiere acompañarme?

– Se lo agradezco, pero no tengo ganas.

– Permanecer en ayunas no le librará de partir en desventaja -la reconvino Martina-. A raíz de su licencia anterior, yo podría pensar que ha faltado a la verdad en otros detalles. Pida algo, un cruasán. Son muy buenos, créame. Hay días en que sólo me alimento de ellos.

– No, en serio… Todo lo que les he contado es verdad, se lo juro. Hablé con mi novio porque no sabía qué hacer. Estaba desconcertada. Tenía que consultarlo con alguien, ¿no le parece?

Martina se limitó a clavarle una mirada quieta, indescifrable. La luz de la barra le daba sólo en un lado de la cara, haciendo que sus ojos parecieran de distinto color, uno más azulado que gris.

– ¿De qué manera reaccionó su novio?

– Adrián me aconsejó que acudiera a ustedes.

– Hizo bien. Su testimonio es potencialmente valioso. Pero las versiones circunstanciales, como la suya, casi nunca resultan exhaustivas. Los testigos no suelen acertar a contárnoslo todo. Y no me refiero a lo que tuvo ocasión de mirar, ¿entiende?

– Sí -murmuró Miriam.

La secretaria experimentó una sensación de riesgo e intensidad, casi como si estuviera transformándose en otro tipo de mujer, más arriesgada y valerosa. Se preguntó si esa bizarra impresión obedecía a una involuntaria emulación de la investigadora, o si realmente ella misma estaba empezando a pensar que su concurso podía resultar clave para esclarecer el crimen del anticuario.

– Hablando de esos conceptos tan distintos, ver y mirar… -continuó Martina, chupando la cucharilla del café-. ¿Cuántas dioptrías tiene usted?

– Dos y media en el ojo derecho y tres en el izquierdo.

– ¿Miopía y astigmatismo?

– Por desgracia.

– ¿Cuándo llevó sus gafas a reparar?

Miriam se quedó atónita. Su boca se abrió y cerró, como la de un pez fuera del agua.

– ¿Cómo sabe que se me habían roto?

– Muy sencillo: porque ha olvidado arrancar el etiquetado de la funda. Puesto que el estuche no es nuevo, he deducido que las llevó a una óptica.

La secretaria parpadeó.

– Además de observadora, es usted muy perspicaz.

Martina le demostró que también era modesta.

– Ni siquiera la perspicacia logrará que juguemos en el mismo terreno. Todo aquel que acude a la policía lo hace con reservas. En parte, puede que sea mejor así. Voy a pedirle un favor, Miriam. Quiero que juegue en mi cancha, bajo mis reglas. Luego podrá irse a su casa y la dejaremos en paz.

Miriam asintió. Parecía un buen acuerdo.

La subinspectora encendió un cigarrillo.

– ¿Le molesta si fumo?

– No.

Martina echó la cabeza atrás y lanzó el humo hacia el techo.

– Le revelaré algo que, desde un punto de vista oficial, debería reservarme. A Gedeón Esmirna no lo mataron de una manera corriente. Le cortaron la cabeza y le dejaron colgando de un gancho, como a un animal. Creemos que su muerte se produjo en torno a la pasada medianoche. Se extiende un margen de unas veintiocho horas entre el momento de la contratación de la esquela y la ejecución del crimen.

La mano de Miriam vaciló al tomar el asa de la taza.

– ¿Fue la pelirroja quien le mató?

– Si no lo hizo físicamente, sabía que iba a ocurrir. En cuanto tenga un rato me acercaré a la redacción de su periódico, para echar un vistazo al local y reconstruir el comportamiento de esa mujer. Necesito más datos sobre ella.

– Intentaré proporcionárselos. ¿Por dónde empezamos?

A la subinspectora le agradó que utilizase el plural. Pese a su fuerte componente individualista, creía en los equipos.

– ¿Llevaba joyas? Miriam se concentró a fondo.

– Un broche prendido al vestido.

– ¿Representaba un animal, una flor, un símbolo?

– No pude distinguirlo con claridad. Era extraño, del color de la plata vieja. -¿Esotérico?

– Puede.

– ¿Algún ser fantástico, una gárgola, un diablo?

– Un diablillo, quizás.

– ¿Anillos en los dedos, una alianza?

– No.

– ¿A qué distancia se le acercó esa mujer?

– Permaneció al otro lado del mostrador. Si forzaba la vista, la veía un poco mejor.

– ¿De qué tono eran sus ojos?

– Avellana, creo.

– ¿Usaba perfume?

– Sí, uno fuerte. Con aroma a hierbas.

– ¿Reconocería esa fragancia?

– Tal vez.

– Hábleme de sus manos. ¿Eran pequeñas o grandes?

– Más bien grandes, pero no se lo…

– Haga memoria, Miriam. ¿Pintura de uñas?

– Fucsia, muy llamativa. De un tono que yo no me pondría jamás.

– ¿Largas o cortas, las uñas? Miriam dudó.

– Esfuércese, puede ser importante.

– Puntiagudas. Lo recuerdo porque pensé que eran como las de una bruja.

– ¿Postizas?

– Tal vez.

– ¿De dónde sacó el dinero para pagar la esquela?

– Del bolso.

– ¿Lo llevaba colgado?

– Lo dejó sobre el mostrador. Abrió la cremallera y extrajo un fajo de billetes.