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– Volvamos a Viena -prosiguió Satrústegui-. En una primera línea de investigación, el inspector Hanke interrogó al concertista que esa noche actuaba en la Ópera, pues una carta suya, de su puño y letra, apareció en uno de los bolsillos del anticuario. El tipo de letra de esa carta coincidía con la de la esquela de Moser. Dicho intérprete, el músico que actuaba en la Ópera de Viena, responde al nombre de Maurizio Amandi y, ¡pásmense!, se encuentra en nuestra ciudad.

– En el Hotel Marina Royal -certificó la subinspector.

El trío de hombres la contempló con estupor.

– ¿Cómo lo sabe? -le preguntó el comisario.

– Porque he pasado la noche con él.

Satrústegui, que no había vuelto a sentarse, se derrumbó en su butaca.

– ¿Qué significa esto? ¿Se trata de una broma pesada?

Martina sacó un cigarrillo de su pitillera, pero no lo encendió.

– Maurizio Amandi es uno de mis amigos de juventud. Su presencia en la ciudad obedece al concierto que dará esta tarde en el Balneario del Mar. Decidió aprovechar su estancia en Bolsean para enriquecer su colección de antigüedades y ayer por la noche visitó a Gedeón Esmirna.

El comisario ahogó una exclamación. No así el Hipopótamo:

– ¡Condenada mujer! ¡Y se lo calló en nuestra primera reunión matinal!

– Tenía mis motivos -arguyó la subinspectora, con aparente solvencia; pero estaba levemente mareada, y habría necesitado aire fresco.

– Espero, por su bien, que sus razones resulten convincentes -la amonestó el comisario-. ¿Quiere que le actualice las consecuencias de reservarse una información de relieve?

– ¡Díganos lo que sepa! -la conminó Buj.

Martina se decidió a revelar:

– Maurizio Amandi era el hombre alto y rubio que fue sorprendido por el confidente de Alcázar entrando a la tienda de antigüedades.

– ¡Manda carajo! -farfulló el Hipopótamo, encarándose con Martina; hasta la subinspectora llegó flotando su aliento a coñac-. ¡Está protegiendo a ese individuo!

– Yo no he hecho nada de eso.

Buj dejó oír una risotada.

– ¡Se acuesta con un tipo que ha estado en la escena del crimen y pretende que nos traguemos sus cuentos y los suyos!

– Tampoco he dicho que me haya acostado con él.

– Perdone, subinspectora: había olvidado sus gustos. ¿Qué hicieron toda la noche en el hotel, jugar al Monopoly?

– Ya está bien, inspector -le cortó el comisario.

Pero el Hipopótamo había hecho presa y no iba a soltar el bocado tan fácilmente.

– Solicito su permiso, señor, para practicar un interrogatorio preliminar a ese sujeto, como sospechoso de asesinato en primer grado.

Satrústegui desvió la mirada hacia las cortinas que velaban la luz de la mañana, empalideciendo las franjas de la bandera española, cuyo mástil colgaba del balcón.

– Proceda -asintió, al cabo de una corta reflexión-. Informaré al Juzgado. Retírese, Martina, pero no abandone el edificio de Jefatura hasta que vuelva a llamarla.

– Comisario, yo…

– Ya he oído bastante. Regrese al Grupo.

La subinspectora salió del despacho con la cabeza baja.

40

Sin embargo, no iba a obedecer la orden del comisario.

En lugar de enclaustrarse en Homicidios, Martina descendió a la planta sótano, en una de cuyas mal ventiladas alas se disponía el archivo.

Un demacrado Horacio Muñoz trabajaba a la luz de un flexo. El archivero tenía delante de sí, en su abarrotada mesa, un montón de papeles y expedientes policiales, así como una enciclopedia de Historia de la Música Clásica. Parecía haber estado consultándola.

– ¿Qué ocurre, subinspectora? -le preguntó Horacio, al verla aparecer blanca como la nata y con una contrita expresión-. ¿Se ha encerrado con un tigre, ha pillado la gripe o acaba de recibir malas noticias?

– De todo un poco.

A pesar de la ducha caliente que había tomado en su casa, Martina sentía helados los huesos. Con voz acatarrada, le resumió la situación. Cuando hubo terminado, el archivero no disimuló su inquietud.

– Me temo que se ha metido usted en un callejón sin salida.

– Yo también lo creo.

– Le advertí que no le convenía ese tipo. Lo más sencillo habría sido comunicar de inmediato a la superioridad su encuentro con Amandi.

– Tuve una debilidad. Maurizio forma parte de mi vida privada.

– Lo entiendo. Pero, antes o después, a tenor del expediente de Interpol, se habría especulado sobre su implicación.

– Sé que hice mal.

Horacio ahondó en las consecuencias negativas de su conducta:

– Al haber mencionado usted tardíamente a Amandi, no ha hecho sino contribuir a aumentar las sospechas que en adelante puedan recaer sobre él. Y hay evidencias. No me extraña que Buj se haya arrojado sobre ese cebo con las fauces abiertas. En fin, subinspectora, lo hecho, hecho está -intentó consolarla el archivero, pero sin aprobar su actitud-. ¿Qué pasará en las próximas horas?

En el archivo hacía verdadero frío. La subinspectora estornudó.

– Buj registrará la habitación de Amandi en el Marina Royal y descubrirá un arma de fuego. Una Beretta de nueve milímetros.

Martina rebuscó en su bolso hasta encontrar una cajita de aspirinas y se tomó dos a palo seco.

– Hay más: Amandi estuvo en la tienda de antigüedades ayer por la noche.

– ¿Qué me está diciendo? ¿Su amigo el pianista se encontraba en el lugar del crimen, a la hora en que se cometió la agresión?

La subinspectora le proporcionó los detalles elementales. Antes de pronunciarse, Horacio reflexionó durante un rato. Un abogado habría establecido su defensa sobre el principio que él enunció:

– Esmirna murió decapitado. No dispararon contra él.

– No, pero Maurizio tiene una pistola, y aparecerá en el registro.

– Peor sería que le encontrasen una catana.

– Amandi viajó hasta Bolsean con una navaja de grandes dimensiones. Cuando quedé con él, la llevaba consigo. Es ésta.

Para escándalo de Horacio, la subinspectora sacó la navaja del bolso y la depositó sobre la enciclopedia que el archivero había estado utilizando. En la página de la izquierda se reproducía un retrato de Modest Mussorgsky, exactamente igual al busto de escayola que Maurizio le había comprado a Gedeón Esmirna.

Sin tocarla, Horacio señaló la navaja.

– Anoche, en la tienda de antigüedades, pude oír lo que les adelantaba el forense. A Esmirna lo decapitaron con un arma blanca de considerables dimensiones.

– Probablemente, con el hacha que faltaba en el escaparate.

– Que, de momento, no ha aparecido. Y ahora me dice usted que Amandi dispuso de la oportunidad de esgrimir su navaja contra la víctima. Estamos hablando de un sospechoso lógico, Martina. Quizá, del principal.

– A veces, la lógica puede causar daños irreparables.

Horacio se echó atrás en su silla.

– No me agrada hablarle así, pero es la primera vez que la veo ofuscada.

– No estoy enamorada de él, si es eso lo que está pensando.

– Entonces, se guarda usted un as en la manga.